Cine francés reciente (1/3): Cinéma du

Cine francés reciente (1/3): Cinéma du look, Godard, Kieślowski

Por | 24 de marzo de 2020

Sección: Historia(s)

La doble vida de Verónica (La double vie de Véronique, Krzysztof Kieślowski y Krzysztof Piesiewicz, 1991)

Aunque los 80 hayan pasado hace treinta años son demasiado recientes para entender bien a bien cuáles son sus grandes clásicos. Como sea, allí es donde comienza el último tramo de nuestro recorrido por el cine francés que terminará alrededor de un 2010 demasiado cercano para verlo con claridad.

En este primer fragmento, entre el cinéma du look y El odio –emparentada con Dobermann, que aparece en el segundo fragmento–, y entre el nuevo periodo de Jean-Luc Godard, cuando el director se radicalizó sobre su primera radicalización, es visible una doble tensión-tradición en el cine francés: por un lado admira y relee el cine estadounidense, y por otro, crea una tradición que se monta sobre sí misma para reinventarse, en una especie de escalera de innovación (el nuevo Godard toma impulso en el Godard clásico; Claude Lanzmann lleva el ensayo fílmico a un lugar totalmente nuevo, pero con una consciencia del montaje muy clásica…).

Al mismo tiempo, Francia sigue alimentándose de directores extranjeros que se alimentaron de parte de su tradición y llegaron a renovarla (en esta serie destacan Krzyszfot Kieślowski y Michael Haneke). Es como si en una década y media fuera visible toda la historia del cine francés.

 

Diva (Jean-Jacques Beineix, 1981)

Diva es quizá la pieza que mejor plantea tanto las características como los dilemas del cine del look. En su aspecto visual está alimentada por la primera generación de los entonces novedosos videoclips –MTV apareció el mismo año que la película– y por la fotografía y la publicidad de la moda plastificada de su tiempo. Su dilema es, en su trama absurdo, pero históricamente tiene mucho interés. Jules, un cartero, hace a escondidas una grabación de Cynthia Hawkins, quien siempre se ha negado a que se grabe su voz. Dos orientales se dan cuenta y en poco tiempo la grabación se convierte en un objeto codiciado por la mafia que termina por acorralar a Jules y a Hawkings. La película se convierte en un pastiche con un pie en el cine francés de barriada y uno en las películas de gángsters estadounidenses. Dos épocas visibles también en la potencia indefectible que una tecnología tiene sobre una cantante que la desprecia. Lo viejo y lo reciente forman el ADN de esta película a tal punto que es imposible saber si la resolución –parcial– del conflicto pertenece al pasado o al presente diegético.

 

Shoah (Claude Lanzmann, 1985)

Tras su llegada a los campos de concentración y exterminio nazis, en el verano de 1945, las tropas aliadas llevaron consigo cámaras fotográficas y de película. El material capturado, donde se ven las torres de cadáveres y los judíos presos desnutridos hasta los huesos, se mezclarían al poco tiempo con aquellas hechas por las SS para conformar el archivo gráfico del horror del Holocausto. Este archivo se usaría –y se usa hasta la fecha– para recordar al mundo la atrocidad de dicho evento, idealmente disuadiendo su repetición. Las imágenes que lo conforman se volverían un monumento por sí solas, una institución que, de acuerdo al periodista vuelto director de cine Claude Lanzmann, puede dar pie al olvido, pues no invita al observador a usar la imaginación. Por esta razón, en Shoah (1985) no aparece ninguna de las conocidas capturas. En su lugar vemos una sucesión de entrevistas realizadas entre 1975 y 1985 a sobrevivientes, testigos y perpetradores, unidas temáticamente e ilustradas con vistas de los lugares donde se llevó a cabo la barbarie, al estilo de Noche y niebla (Nuit et brouillard, Alain Resnais, Chris Marker y Jean Cayrol, 1956). Con preguntas que incitan descripciones gráficas, Lanzmann hace que sus entrevistados impriman en la mente del espectador las imágenes que ellos no pudieron capturar en ningún otro soporte más que en sus cuerpos. De humano a humano, y no de institución a humano, la minucia con la que los personajes narran escenas como la de los trenes que llevaban a las cámaras de gas de Treblinka –en los cuales 3,000 de los 5,000 pasajeros se suicidarían antes de llegar–, el documental titánico de nueve horas y media, y sin una gota de sangre, demuestra que no hay imagen que pueda hacer justicia a semejante crueldad.

 

Léos Carax

Los amantes del Puente Nuevo (Les amants du Pont-Neuf, 1991)

En la obra compacta de Léos Carax hay dos personas que son una: un joven silencioso y retraído que requirió el cine para acercarse a las mujeres y un hombre maduro que se pregunta por el cambio. El joven Carax creó un cine libre y desenfadado sobre marginales, casi sin narrativa y donde la gran pregunta es cómo ocurre el amor y cómo llena de sentido el mundo. Sus dos piezas clave en el periodo son Mala sangre (Mauvais sang, 1986) y Los amantes del Puente Nuevo (Les amants du Pont-Neuf, 1991). El Carax maduro entregó una obra también muy libre, en este caso anarrativa, Holly Motors (2012), también fuertemente poética, donde el cine –la máquina del título– y el acto de actuar sirven de base para preguntarse quién es uno, en el entendido de que siempre se es alguien igual y distinto, un mismo cuerpo que cambia y permanece igual; una misma persona que es una cadena de experiencias que refuerzan, redefinen y alteran lo que permanece. Por supuesto, para él, una parte fundamental de lo que nos define y redefine es el amor. Francés y estadounidense, Carax podría ser, a la vez, el gran romántico desencantado y el creyente en la belleza del amor de un cine francés aún enamorado de Hollywood, como los críticos de la Cahiers du cinéma –donde Carax también escribió por un periodo breve– que devinieron los cineastas de la Nueva Ola.

 

Azul profundo (Le grand bleu, Luc Besson, 1988)

Fiel a sus inicios, y a sus contemporáneos del cinéma du look, en Azul profundo (Le Grand Bleu, 1988) Luc Besson abandona cualquier aspiración de complejidad dramática en pro del espectáculo de lo estético. Similar al protagonista, que seducido por el fondo del mar deja atrás las pesadez de la vida terrestre, el tercer largometraje del director celebra la liviandad. Con una fotografía que trasciende la moda de su tiempo –algunos tiros parecen sacados de publicidad contemporánea– la cinta se centra en las competencias entre Jacques y Enzo, dos amigos que buscan romper el récord mundial de buceo sin tanques de oxígeno, constantemente arriesgando la vida para lograrlo. Johana, la novia estadounidense de Jacques, intenta disuadirlo de participar en lo que inevitablemente se volverá una tragedia, pero éste, sumergido en sus traumas, halla en el fondo del mar su Arcadia. Filmada en buena parte de Occidente –del Mediterráneo a los Andes pasando por Nueva York– la superproducción y su histrionismo actoral pueden leerse casi como una burla a los Godards, aquellos que en sus búsqueda incesante y sinsentido por dar con la profundidad máxima del arte cinematográfico se despojan de toda belleza: esa que abunda en anuncios de relojes y perfumes. 

 

Jean-Luc Godard

Histoire(s) du cinéma (1988-99)

En 1988, cuando aparece “Todas las historias” (“Toutes les histoires”), primera entrega de Histoire(s) du cinéma (1988-99), Jean-Luc Godard se reinventó radicalmente. Este nuevo Godard, que yuxtapone imágenes, que utiliza textos como salidos de los intertítulos del cine silente (pero que hacen mucho más que describir), que comenta con toda su cultura, su inteligencia y su narcisismo el cine y el mundo, que consideró cine todo tipo de imágenes en movimiento sin importar el soporte fílmico y que parece el más joven de los cineastas, es el Godard que sigue haciendo cine hasta el día de hoy y que probablemente, a la larga resulte más relevante que el primer Godard, tan impostadamente amateur. Superponiendo demasiadas imágenes, demasiadas palabras, demasiada música, demasiadas referencias al acervo cultural occidental, Godard, como dice Alain Badiou arma hilos que pueden llevar a subtextos infinitos en el encuentro entre el cineasta y cada espectador. Seguramente es el creador que se ha tomado con más seriedad la pregunta clave: “¿Qué es el cine?”

 

Jean-Pierre Jeunet

La ciudad de los niños perdidos (La cité des enfants perdus, 1995)

La esencia del cine de Jean-Pierre Jeunet se debe a dos elementos que han sido constantes a lo largo de  su carrera. El primero y más notable es la creación de universos fantásticos altamente estilizados, logrados gracias a una libertad aparentemente total en el decorado y la puesta en escena. Influenciado por sus inicios en el gremio de la animación al lado de Marc Caro –codirector y diseñador de producción en La ciudad de los niños perdidos (La cité des enfants perdus, 1995) y Delicatessen (1991), las dos cintas que los llevaron al estrellato–, plantea una puesta en cámara con la que el espectador se adentra en mundos donde se salta con velocidad de la visión de un cronista omnisciente a la de una mosca en la pared, creando entornos tan vivos como los personajes que los habitan. El segundo elemento determinante son las recurrentes analogías al cine antiguo –de Méliès a Welles, pero con un enfoque casi obsesivo en el expresionismo alemán– que equiparan la puerilidad de estos lenguajes fílmicos a la inocencia propia de la imaginación infantil. Este revisionismo de los clásicos, sin embargo, suele abordarse con técnicas expresivas aprendidas de sus antecesores del cinéma du lookcollages de distintos soportes audiovisuales, correcciones de color exageradas, montajes rítmicos– y por lo mismo, lejos de ser un elogio hacia ellos, parece la propuesta de un cine popular de fin de siglo, consciente y orgulloso de sus orígenes.

Al comienzo de este siglo, Amélie (Le fabuleux destin d’Amélie Poulain, 2001), el mayor logro comercial y crítico del director, definió, quizás, el estereotipo de “el cine francés” para el grueso de una generación hispanohablante, acostumbrada a ver solo cintas estadounidenses en cartelera. Amélie se convirtió en un cliché basado en una idea romántica de la cultura francesa y sin embargo, al mismo tiempo, es una película delicada y emotiva, que se ocupa del amor en varias de sus dimensiones. Al parecer Jeunet llegó a su cima aquí para ir borrándose poco a poco.

 

El equipo de Krzysztof Kieślowski

Blanco (Blanc, 1994)

Tras el éxito internacional del Decálogo (Dekalog, 1988), Krzysztof Kieślowski y su equipo creativo, el guionista Krzysztof Piesiewicz y el músico Zbigniew Preisner, continuaron su carrera en Francia, primero con la coproducción franco-polaca La doble vida de Verónica (La double vie de Véronique, 1991) y, finalmente, con la trilogía Tres colores (Trois couleurs, 1993-94). 

La doble vida de Verónica, es una obra difusa por su lirismo (misteriosa y poética), donde dos sopranos, la francesa Véronique y la polaca Weronika (ambas interpretadas por Irène Jacob), viven lo que podrían ser vidas paralelas, hasta que se cruzan por accidente en Cracovia, de lo que sólo Weronika se da cuenta. El cruce implica un cambio en ambas vidas, o quizá sólo una oportunidad para que Véronique redefina la suya. Aunque la película maneja dos tropos kieślowskianos, el azar y los microcosmos, el director y el guionista han repetido en varias ocasiones que se trata de una película sobre la sutileza y que, por lo tanto, requiere experimentarse antes que descifrarse.

En cambio, Tres colores es una relectura de los tres valores implicados en la bandera francesa (libertad, igualdad, fraternidad), tal y como Kieślowski y Piesiewicz habían hecho con los diez mandamientos en Decálogo. Slavoj Žižek plantea una lectura a las paradojas de los valores en cada cinta. Para él, en Azul (Bleu, 1993) Julie se retira del mundo tras dos pérdidas traumáticas –la de su familia y la de la idea que tenía de su marido– hasta que se libera de la idea que tiene de sí misma. En Blanco (Blanc, 1994), Karol, un inmigrante polaco en Francia, pierde todo y trama una venganza donde la igualdad se halla en desquitarse del daño que le hizo su ex esposa francesa. En Rojo (Rouge, 1994), un juez que espía a sus vecinos nos confronta con nuestra mirada hacia él, volviéndonos eventualmente empáticos. La mirada, a la vez extranjera e imbuida en los valores occidentales internacionales, de los polacos renovó el modo en que se puede abordar la moral laica derivada de la revolución francesa y los llevó a un nivel de reconocimiento extraordinario. 

Queda la pregunta de si Tres colores, en su momento la epítome del cine de arte europeo, ha envejecido bien, y la constatación de que tanto La doble vida de Verónica como la obra polaca de Kieślowski, con y sin su equipo, tienen una calidad superior.

 

La reina Margot (La reine Margot, Patrice Chéreau y Danièle Thomson, 1994)

Con algunos matices, la guionista Danièle Thomson y el director Patrice Chéreau adaptan la novela de Alejandro Dumas sobre las guerras de religión entre católicos y protestantes para crear un retrato de la monarquía francesa en el siglo XVI bajo el reinado de Carlos IX. 

La historia se enfoca en la hermana del rey, Margarita de Valois (Isabelle Adjani), quien es  forzada a contraer matrimonio con Enrique de Navarra, un hugonote, para evitar una guerra. Sin embargo, la locura del rey, la obsesión de su madre, Catalina de Médicis, por el poder, y el amorío que mantiene con con el soldado protestante, La Môle, hacen que la estrategia no sólo sea un fracaso sino que culmine en la masacre de San Bartolomé.

El drama político juega en dos bandas: por un lado la maquinación perfecta y por otro la imperfección de toda maquinación. En La reina Margot, además esta tensión se adereza con las luchas de poder tras el segundo cisma cristiano y la inevitable fantasmagoría de la familia noble que debe gobernar cueste lo que cueste, pero buscando el beneficio del linaje. El resultado siempre es un desastre.

 

El odio (La haine, Mathieu Kassovitz, 1995)

En los noventa hubo dos obsesiones globales heredadas del cine de Estados Unidos: por un lado los junkies y los gángsters se convierten en los antihéroes fílmicos por excelencia; y por el otro, una consciencia concreta de las posibilidades de los formatos fílmicos, empuja a que las películas de corte autoral se empiecen a hacer más veloces. Apelando a  la frescura de estos factores, El odio se convirtió en una película de culto.

Su trama, pueril en términos narrativos, llega lejos en términos políticos: tres amigos dedicados a actividades ilícitas –un magrebí, un negro y un judío de barriada– deciden sumarse al espíritu de revuelta del extrarradio marginado de París, después de que un chico de 16 años fuera golpeado por la policía y quedara en coma. La atmósfera tensa, y la fotografía en blanco y negro, granulosa y sucia, enfatizan la oscuridad en la que viven quienes no logran integrarse a la Francia primermundista. Haciendo eco a los disturbios de Los Ángeles de 1992, los cuales empezaron por razones idénticas, probablemente El odio sea el primer clásico de la era de los reiterados motines parisinos que más adelante serán abordados en cintas como Dheepan (Jacques Audiard, 2015), París es una fiesta (Paris est un fête, Sylvain George, 2017) y el influyente videoclip de “Stress”, de Justice (Romain Gavras, 2007).

 

Redacción: Santiago Gómez Fernández, quien también dirigió la investigación, Abel Muñoz Hénonin y Diego Pacheco Illescas.
Agradecemos a Raúl Miranda su asesoría para esta serie.