Cine francés de entreguerras

Cine francés de entreguerras

Por | 19 de mayo de 2017

El Atalante (L’Atalante, 1934)

A la par de su gran momento vanguardista, el cine francés vivió su primer época de grandeza en el periodo de entreguerras. Maestros franceses y migrantes, al igual que en el ámbito vanguardista, conformaron un cuerpo de películas de carácter aún popular, pero que en muchos momentos también fueron obras de arte mayores.

Hicimos un recuento de directores y películas destacadas de un periodo largo que comienza con obras silentes y termina con obras sonoras. Vistas desde el presente, estas películas parecen marcadas por el desencanto de un país que ganó una guerra como si la hubiera perdido. Entre los saldos de la Primera Guerra Mundial hubo casi un millón y medio de muertos, más de cuatro millones de heridos y mutilados, crisis económica y política, nuevas adquisiciones coloniales en revuelta contra el yugo francés, sumadas a una molestia que crecía en las colonias anteriores… Pero al mismo tiempo Francia era vista como una república casi imperial que representaba una especie de sueño europeo equivalente al sueño americano, donde los oprimidos y los sin patria podían refugiarse para reiniciar sus vidas. Un periodo interesante, sin duda.

 

I. Realizadores:

1. René Clair 

Bajo los techos de París (Sous les toits de Paris, 1930)

René Clair llevó los recursos vanguardistas que ya había empleado a un cine dirigido a grandes públicos. Un sombrero de paja de Italia (Un chapeau de paille d’Italie, 1927), adaptación de la obra de Eugène Labiche y Marc Michel, lo llevó al reconocimiento internacional gracias a un uso bastante amable de elementos surrealistas que, en lugar de escandalizar, pretendía entretener. Se trata de una historia humorística que gira alrededor de un sombrero y que funciona como homenaje del primer cine francés tanto actoralmente como en su manejo de la cámara, y es uno de los momentos clave en la comedia del cine silente. Su última película muda del periodo, Les deux timides (1928) fue una comedia de enredos mucho menos reconocida que la anterior, en donde emplea recursos muy similares para adaptar, nuevamente, una obra de Labiche. Esta cinta abrió paso para la época sonora del cineasta quien, aunque al principio se mostró renuente al cambio, tuvo una transición bastante exitosa, entendiendo muy bien sus nuevas dinámicas y alcances. Con Bajo los techos de París (Sous les toits de Paris, 1930), se dedicó a explorar el sonido en relación con la imagen en movimiento, no reiterando aquello que se veía en pantalla, sino relevándolo para así completar la experiencia del espectador. Es la historia de dos hombres que se enamoran de la misma mujer, cuyos vaivenes emocionales son traducidos en canciones. En Le million (1931), nuevamente explota las posibilidades de lo sonoro al incorporar canciones interpretadas por los personajes. Sigue la misma línea cómica y ligera que lo caracterizaba con la historia de un artista que atraviesa las calles parisinas para recuperar un billete de lotería ganador. A nosotros la libertad (À nous la liberté!, 1931), considerada como otro clásico de la comedia francesa, es la historia de Louis, un preso prófugo que se convierte en dueño de una fábrica, pero su pasado lo alcanza cuando se reencuentra con otro preso. La relación y contraste entre estos dos personajes desemboca en una crítica del capitalismo, en defensa de la libertad y la clase obrera. Estas tres cintas retratan con refrescante horizontalidad la clase obrera francesa.

 

2. Jean Renoir

La gran ilusión (La grande illusion, 1937)

La filosofía de Jean Renoir representa una fluctuación entre dos conceptos, en apariencia, disociados: la naturaleza y la representación. Para el autor, la realidad se compone de un conjunto de espejos donde la existencia humana participa como un juego de máscaras en la naturaleza, pero ese juego debe ser revelado. Por ello optó por un realismo radical basado en actores no profesionales y en espacios naturales y arquitectónicos auténticos enmarcados por un trabajo de cámara muy cuidado. Renoir se vale de todos los recursos cinematográficos con soltura. Utiliza el plano-secuencia como sistema de continuidad espaciotemporal, pone énfasis en la profundidad de campo, se vale recurrentemente de panorámicas laterales y destaca el plano medio. Además, creó una ruptura esencial respecto a los modelos clásicos de filmación cuando deja en una posición secundaria la función expresiva de la cámara para darle prioridad al valor de los personajes y los elementos presentes en la escena en oposición a la espectacularidad que el cine había incorporado desde muy temprano. Su obra tiene relevancia indudable a partir de La perra (La chienne, 1931) y Boudu rescatado de las aguas (Boudu sauvé des eaux, 1932) y llegó a su punto más alto con La gran ilusión (La grande illusion, 1937) y La regla del juego (La règle du jeu, 1939).

 

3. Jean Vigo

El Atalante (L’Atalante, 1934)

La efímera carrera de Jean Vigo, quien murió a los 29 años, reúne momentos excepcionales. Después de À propos de Nice, (1930) –que abordamos en la entrega anterior de este recuento–, realizó un cortometraje documental con muy buen humor (Taris, 1931) y dos largos muy trascendentes. El primero, Cero en conducta (Zéro de conduite, 1933) se detiene en el control de los adultos sobre el mundo infantil, a través de la historia de unos niños rebeldes en un internado, una clara precursora de Los cuatrocientos golpes (Les quatre cents coups, François Truffaut, 1959). Relato energético e impulsivo, este filme adopta una mirada infantil y libre desde donde lo adulto parece ajeno y hasta caricaturizado. Su espíritu subversivo contra el sistema educativo hizo que esta cinta estuviera prohibida hasta 1945. Además, es muy probable que con ella apareciera una especie de arquetipo sobre la educación represora en pantalla, piénsese en la primera sección de The Wall (Roger Waters, Alan Parker y Gerald Scarfe, 1982), por ejemplo. Su segundo y último largo, y lo más relevante de su carrera, El Atalante (L’Atalante, 1934), es una película de amor que no lo idealiza, sino lo convierte en poesía. Una pareja casada, sus encuentros y desencuentros son retratados desde el deseo. Esta cinta fue reeditada para volverla más comercial –y cursi– y fue hasta tiempo después de la muerte de Vigo que pudo ser apreciada como él pretendía, en su versión poética y onírica.

 

4. Władysław Starewicz (Ladislas Starewitch, en francés)

La ranas que quieren un rey (Les grenouille qui demandent un roi, 1922)

Asentado en Francia tras la revolución bolchevique, Władysław Starewicz, ciudadano ruso de etnia polaca, retomó su obra animada en lo que hoy llamamos stop-motion. Con sus figuras de madera ligera articulada con alambre y cubiertas de piel de gamuza, pasó de adaptar clásicos de la literatura y el folklor rusos, a adaptar fábulas y cuentos franceses, al inicio mayormente de La Fontaine: La ranas que quieren un rey (Les grenouille qui demandent un roi, 1922), El ratón de campo y el ratón de ciudad (Le rat des villes et le rat des champs, 1926). Terry Gilliam dice que su mayor obra es La mascota (Fétiche mascotte, 1926), correalizada por su hija Irène, sobre un perro de peluche que cobra vida y protege a una niña enferma. Durante algunos años, Starewicz se mantuvo en las sombras, sin embargo su influencia es indudable en cineastas mayores como Jan Švankmajer y los hermanos Quay. Algo lafontaniano tiene, en general, el cine infantil francés, queda abierta la pregunta de si Starewicz es el vínculo clave en esa relación.

 

II. Películas:

 

La pasión de Juana de Arco (La passion de Jeanne d’Arc, Carl Theodor Dreyer, 1929)  

En La pasión de Juana de Arco el danés Carl Theodor Dreyer  consiguió tres innovaciones fílmicas, buscando un retrato espiritual del catolicismo leído desde el luteranismo. Primero, la fotografía explota los close-ups hasta llevarlos a un plano visual y emocionalmente muy potente. Estas tomas, orquestadas por una edición rítmica, le otorgan cohesión al relato para convertirlo en un retrato conmovedor del sufrimiento y de la fe. En segundo lugar, las actuaciones, mesuradas de acuerdo con las necesidades del cine ­–en una época en donde los matices teatrales se trasladaban frecuentemente a las interpretaciones frente a la cámara–, le otorgan a la cinta un grado de realismo contenido que refuerza su carácter emocional. Con estos dos elementos Dreyer consigue encarnar, en su sentido más cristiano, el plano espiritual de su historia. Y, por último, los actores usaron como guión los archivos del proceso que la Inquisición le hizo a Juana de Arco. Muchos académicos ya lo han notado, pero lo vamos a repetir: esos labios reproduciendo un diálogo real son un anuncio del cine sonoro que ya comenzaba a existir, pero que tenía que llegar a toda su potencia.

 

Pépé le Moko (Julien Duvivier, 1937)

Pépé le Moko relata por un lado el triángulo amoroso entre un gángster parisino refugiado en la Casba de Argel y dos mujeres, Gaby, una turista, e Inés, su amante; y por otro el cerco policiaco que lo rodea en lo barrios exteriores de la ciudad, donde Pépé no está protegido. Cabe destacar la preocupación de Duvivier  por el ámbito auditivo de la ciudad, por entonces francesa, árabe y bereber, lo que impulsó a recurrir a técnicas documentales tanto para generar una suerte de pasajes sonoros de fondo, como para agregar música local, en este caso compuesta por el músico bereber Muḥand Igerbucen.

A la distancia, si bien Pépé le Moko es un retrato exotista del Norte de África, también es una de las primeras películas situadas en el área, aunque en 1935 ya se había fundado el estudio Misr, en El Cairo. Y por otro lado resultó un retrato del desencanto, materializado en Jean Gabin, actor del papel principal y representante por antonomasia de un momento de infortunio para Francia.

 

Le quai des brumes (Marcel Carné, 1938)

Esta cinta se ocupa de un desertor de la Legión Extranjera (Jean Gabin) que se oculta en la ciudad de El Havre y protege a una huérfana (Michèle Morgan) de un tutor violento. Esta adaptación de la novela homónima de Pierre Mac Orlan abunda en la desolación y está cruzada por la niebla como elemento simbólico. Era una época de agitación social en Francia, donde el pueblo envuelto en una crisis clamaba contra el fascismo. Carné se preocupó por mostrar la amargura, el pesimismo y la indignación, convirtiéndolos en personajes habituales de historias lúgubres. En sus películas, los excluidos de la sociedad se erigían en protagonistas, una constante del interés de este autor. Además de esta película, en su obra destacan El día se levanta (Le jour se lève, 1939) y Los niños del paraíso (Les enfants du paradis, 1945).

 

Espoir / Sierra de Teruel (André Malraux, 1939) 

Esta cinta se basa en una novela del mismo André Malraux sobre la Guerra Civil Española, L’espoir (1937)  –la cual, a su vez, se basaba en sus propias experiencias durante el conflicto. Fue inicialmente financiada por la República Española, pero su rodaje, que comenzó en 1938, fue interrumpido por las tropas franquistas y terminó de realizarse en Francia. Al coincidir con el fin de la Guerra Civil y el inicio de la Segunda Guerra Mundial, se estrenó hasta 1945. La película presenta la esperanza como motor de la acción social, convirtiéndose en un potente y cercano testimonio del conflicto bélico, con recursos simbólicos, material de archivo y un estilo evidentemente literario, que anuncia, al igual que la colaboración de Jacques Prévert con Marcel Carné, el siguiente periodo en el cine francés, el de la tradición de calidad contra la que se levantaría más tarde un grupo de críticos devenidos directores y atrincherados alrededor de la revista Cahiers du cinéma.