Los lugares de Frederick Wiseman
Por Gustavo E. Ramírez Carrasco | 8 de mayo de 2018
Locuras de Titicut (Titicut Follies, 1967)
Hace ya bastante tiempo que la obra del director Frederick Wiseman, hoy por hoy toda una institución en la historia del cine documental, es considerada por críticos y académicos como una de las más representativas del llamado «cine observacional». Y sin duda alguna ha habido buenas razones para hacerlo. El trabajo del autor de la seminal Locuras de Titicut (Titicut Follies, 1967) se apega casi con exactitud a la definición más aceptada de aquella corriente: un cine emergido de las innovaciones tecnológicas de los años 50 y 60 del siglo pasado que permitieron a los cineastas seguir la vida «natural» de los individuos para capturar, tan fielmente como fuera posible y sin aparente intervención, su realidad[1]. En efecto, en el cine del hoy octogenario director, poseedor de una impresionante filmografía de casi cincuenta títulos –a razón de más o menos un título por año desde su debut en 1967–, no hay voces en off que describan las acciones o sus contextos, ni música «extradiegética» que conduzca las emociones del espectador hacia ningún terreno en particular; tampoco entrevistas de ninguna clase y menos aún montaje de materiales de archivo que ubiquen o profundicen la experiencia cognitiva de la audiencia sobre los sitios que Wiseman (Boston, 1930) ha decidido explorar. El suyo es puro cine directo –como se le llamó a la versión estadounidense del cinéma vérité, que a partir de los 60 cambió el panorama del documental en ese país–, y dentro de ese cine directo (en cuyas filas, por cierto, se incluyeron nombres tan importantes para el documental estadounidense como Albert y David Maysles, Robert Drew o D.A. Pennebaker) es muy probable que sea el mejor.
Tal vez por eso no deja de sorprender un poco el hecho de que Wiseman repruebe que su cine sea identificado como observacional, una categoría que, según él, reduciría una película a un mero acto de registro para convertirla en un «documento antropológico», desestimando el poder de la toma de decisiones en ella y, en suma, simplificando el arduo proceso de construir un filme con una estructura dramática y narrativa[2]. Y aunque puede que, de hecho, el realizador se equivoque en su propia simplificación de los filmes antropológicos como documentos desprovistos de estructuras narrativas, sin duda tiene un punto a tomar muy en cuenta para la teorización de su propia obra: sus películas, como quizá muy pocas dentro de ese denominado cine de observación, son equilibrados complejos de registro, sometidos a un depurado proceso editorial y construidos desde el principio a partir de una singular intuición estética y narrativa que los convierte en frescos envolventes de la realidad.
Si se considera su poca experiencia en el mundo del cine antes de su debut –sólo había participado como productor en una película, el semidocumental The Cool World, dirigido por la realizadora independiente Shirley Clarke en 1963–, la revelación del entonces joven abogado y profesor de leyes Frederick Wiseman como director resultó bastante sorprendente. A pesar de la censura que prácticamente prohibió su exhibición durante más de veinte años, su emblemática opera prima, Locuras de Titicut, filmada al interior de un hospital psiquiátrico para criminales en Massachusetts, no sólo contribuyó enormemente a dar forma al movimiento estadounidense del cine directo, sino que dentro de éste, incluso, marcó un estilo propio y una cierta distancia conceptual: ahí donde otros documentalistas pioneros como Robert Drew dirigieron sus cámaras a los círculos más altos de la política norteamericana (Primary, 1960), o D.A Pennebaker registraba la tumultuosa ascensión de la contracultura a partir de sus documentales sobre la influencia de la música (Don’t Look Back, 1966; Monterey Pop, 1968), Wiseman se insertaba en lo más profundo de las instituciones estadounidenses para, en el extremo opuesto al glamour, retratar uno de los lados más sórdidos de la cultura de su país. Fotografiada por otro influyente documentalista, John Marshall –por cierto, autor de una temprana obra maestra del cine etnográfico, Los cazadores (The Hunters), de 1956– Locuras de Titicut inauguró toda una forma de observar y organizar aquello que se observa; detrás de lo terrible de sus imágenes sobre marginales hombres presos, sometidos a los peores tratos y humillaciones por parte de los trabajadores del Estado, parece asomarse una intuición poco frecuente de lo que ve y se escucha, una cierta poética de los espacios y los personajes sólo completada por la precisa composición de un tiempo cinematográfico que maximiza la tensión latente de los hechos. Y si aquella película representó un parteaguas en la manera en la que el cine documental estadounidense se aproximó a la vida de su propio país, también marcó el inicio de una carrera excepcional.
Ex Libris: La biblioteca pública de Nueva York (Ex Libris: The New York Public Library, 2017)
De Locuras de Titicut a los impresionantes ejercicios de larga duración que el director estadounidense ha construido en los años más recientes de su muy extensa trayectoria, el método utilizado y el estilo del registro en las películas de Wiseman parecen haber variado más bien poco: el documentalista se interna en un terreno solamente acompañado de una persona (desde 1986 su director de fotografía de cabecera, el fotógrafo de National Geographic John Davey), usualmente es él mismo quien hace el sonido directo, y en un periodo que pocas veces pasa de los 30 días recaba una enorme cantidad de rushes que más tarde serán depurados durante meses. El resultado, de filmes tempranos como High School (1968) y Hospital (1970) a aquellos de los años 80 (Modelo [Model, 1981]; Ciegos [Blind, 1986]) y los más recientes (Galería nacional [National Gallery, 2014]; En Jackson Heights [In Jackson Heights, 2015]; Ex Libris: La biblioteca pública de Nueva York [Ex Libris: The New York Public Library, 2017]) es siempre una elaborada estampa de la vida en un momento y un espacio precisos, vista a partir de un ejercicio de proximidad que más allá de hacernos observar a través de la pantalla, nos hace sentirnos en el lugar y rodeados de personajes que en su cotidianidad van adquiriendo una dimensión familiar.
Aunque no siempre explícita, la magnitud política en las películas del director –como ya se había mencionado, un abogado antes su de llegada al cine– también podría representar un elemento a considerar en la demarcación de su obra. En Locuras de Titicut, por ejemplo, el Estado es retratado como una entidad positivista que determina la salud mental y el estatuto de aquellos internos en la cárcel/manicomio en la que se introducen Wiseman y Marshall; y ese mismo papel rector del comportamiento y las normas sociales y jurídicas se extiende –de alguna manera– a Tribunal juvenil (Juvenile Court, 1973), sobre un tribunal en Memphis, Tennessee, y a High School, el lúcido y potente retrato de una preparatoria pública en la Filadelfia de 1967. Ambas cintas muestran a una juventud que en distintos niveles se enfrenta al orden establecido: los adultos, en general, reproducen el sistema conservador que erige a ese mismo Estado; y los jóvenes, por su lado, parecen desafiar la estructura jerárquica de las instituciones que los mantienen bajo control, anticipando así las enormes transformaciones sociales que traería consigo la segunda mitad del siglo XX. Otras películas mucho más recientes de Wiseman, como las neoyorkinas In Jackson Heights y Ex Libris, demuestran la total vigencia de esa perspectiva política, si bien encaminada a otros temas: la primera, al abordar el carácter multicultural del pueblo norteamericano actual y la resistencia frente a la vorágine del modelo económico imperante al interior de un barrio de Queens; y la segunda, reafirmando a las instituciones culturales –nada más y nada menos que representadas por la majestuosa Biblioteca Pública de Nueva York– como plataformas capaces de hacer contrapeso a los intereses oligárquicos y la avanzada antiintelectual de un orden bélico y neoliberal que poco tiempo después de finalizado el rodaje, se instaló triunfalmente con la llegada de Donald Trump.
Tribunal juvenil (Juvenile Court, 1973)
Pero definitivamente, más allá del contenido político de sus filmes –casi siempre subestimado incluso por la crítica especializada– y aun quizá del distintivo estilo formal y narrativo que indiscutiblemente lo ha elevado a la categoría de autor, Frederick Wiseman es reconocido por su labor como cronista audiovisual de las instituciones norteamericanas. En 50 años y a lo largo de buena parte de su país, el cineasta ha filmado en lugares tan distintos (y distantes) entre sí como Filadelfia, Kansas, Nueva York, Memphis, Atlanta, Miami, Alabama, Texas, Maine y por su puesto su natal Massachusetts, entre otros; y entre las instituciones que ha retratado en esos territorios pueden contarse hospitales (Hospital), tribunales (Juvenile Court), centros de investigación científica y zoológicos (Primate, 1974; Zoo 1993), escuelas (High School; Blind, 1986), espacios deportivos (Gimnasio de box [Boxing Gym, 2010]) y bibliotecas públicas (Ex libris), además de comunidades específicas como las retratadas en In Jackson Heights y el monumental Belfast, Maine, bellísimo retrato de cuatro horas de duración sobre una localidad pesquera en el extremo noreste de Estados Unidos.
La exploración de Wiseman por aquellos universos de interacciones comunes, relaciones laborales, espacios físicos y formas del habla –que además han incluido en la última década instituciones y espacios europeos como el prestigioso Ballet de la Ópera de París en el documental La danza (La danse, 2009) o el cabaret Crazy Horse en la película del mismo nombre estrenada en 2011– develan múltiples dimensiones. En sus películas, siempre interesantes y en algunos casos dotadas de un gran sentido del humor, las locaciones adquieren un carácter sociológico que no obstante nunca cae en el academicismo o el tedio. Los sitios no son jamás sólo puntos de tránsito o emplazamientos desprovistos de identidad, sino son lugares en el sentido antropológico de las teorías del etnógrafo francés Marc Augé[3]: territorios simbólicos dotados de sentido, históricos y socialmente significantes.
Agradecemos el apoyo de Ambulante-Gira de documentales, en particular a Antonio Zirión, por facilitarnos películas, imágenes y materiales para la elaboración de este artículo. Ambulanete presenta la retrospectiva Frederick Wiseman en la ciudad de México del 4 al 17 de mayo, con la Cineteca Nacional como sede principal. Además de una conferencia magistral con el director, el ciclo incluye la exhibición de 11 títulos fundamentales en su obra, algunos de ellos proyectados en 16mm.
[1] Bill Nichols, Introduction to Documentary, Indiana University Press, Indianápolis, 2001.
[2] Al respecto pueden revisarse un par de artículos que incluyen las declaraciones del director. El primero, de noviembre de 2016, publicado en Variety, y uno más que apareció en septiembre de 2017 en la revista Vanity Fair.
[3] Marc Augé, Los “no lugares”: Espacios del anonimato, Gedisa Editorial, Barcelona, 1992.
Gustavo E. Ramírez Carrasco es editor en el Departamento de Publicaciones y Medios de la Cineteca Nacional. Contribuyó con un estudio sobre la obra de Pedro González Rubio al libro Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Documental (2014). @gustavorami_
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