Lo irrepresentable y la práctica docume

Lo irrepresentable y la práctica documental

Por | 31 de enero de 2018

Night Will Fall (André Singer, 2014)

Existe una tensión constante entre horizonte de visibilidad y práctica documental. No importa que se retrate la inactividad del vecino para hacer de lo cotidiano un evento extraordinario, o que la mirada penetre en los horizontes de la guerra para fijar la muerte a veinticuatro cuadros por segundo, la práctica documental lidia constantemente con sus propias capacidades para registrar alguna huella de los misterios de la existencia humana, para capturar rastros de las aventuras y experiencias que nos definen como seres pasionales. Así, la práctica documental es una práctica irremediablemente limítrofe.

En Imágenes a pesar de todo (2004), Georges Didi-Huberman reflexiona sobre la necesidad de producir imágenes ahí donde parece imposible, como son los campos de concentración. Este es el impulso que define la práctica documental, incluso en situaciones menos drásticas o hasta rutinarias. Producir imágenes cueste lo que cueste o la necesidad de poner el ojo allí donde reina la ceguera, de arrojar aunque sean ápices esquivos de luz sobre el dominio opaco de los procesos históricos, la voluntad de ampliar los linderos de lo representable y compartirlos con el mundo, hacerlos parte del mundo. De eso se trata la práctica documental: introducir en el imaginario, en los horizontes de la representación, aquello que está fuera de los campos de visión y de imaginación. En esta misma línea, todo desplazamiento cinematográfico, y en específico el que se denomina documental –sea lo que sea eso–, al rondar los límites de la percepción, explora también múltiples formas de hacer visibles las dinámicas de poder.

Al hablar sobre lo irrepresentable, Jacques Rancière afirma que es una categoría donde se confunden dos nociones: la imposibilidad y la prohibición. Entendida como esta acción limítrofe de intentar visibilizar lo invisible, como el acto de mostrar lo celado en los procesos de reconocimiento histórico, un esfuerzo en ocasiones necio, en otras heroico, en la práctica documental también se confunden lo imposible y lo prohibido. El mismo Rancière asegura que el viraje ético en la estética (o esta tendencia moderna de abordar la práctica artística con dejos morales) encuentra en lo irrepresentable su pilar categórico. Lo anterior supone que la práctica documental ha intentado, todavía más desde la segunda mitad del siglo XX hasta nuestros días, ahondar en los horizontes de lo irrepresentable: transgredir la prohibición y superar la imposibilidad.

No es casualidad que tanto Rancière como Didi-Huberman retomen el Holocausto para explicar lo irrepresentable y las imágenes imposibles. La industria de la muerte ideada por Hitler y sus secuaces es uno de los terrenos más difíciles de abordar por la representación, tomando en cuenta las condiciones políticas que impidieron mirar al interior de los campos por tanto tiempo y el trauma generacional derivado de esta necroindustria. Resulta de interés que sea uno de los eventos históricos que más se han trabajado desde el cine, ya sea en dramas históricos o documentales en el sentido tradicional (o no) del término. Por momentos, pareciera que este esfuerzo titánico de la misma industria fílmica es uno de los motores de la perpetuación del trauma a través de las generaciones. En este sentido, me pregunto si lo verdaderamente irrepresentable aquí no es la misma empresa de representar lo imposible y lo prohibido.

En la búsqueda por revelar los horizontes de poder, habría que preguntarse si en el acto de abordar lo irrepresentable no se esconde un segundo irrepresentable, un velo sobre el acto de representar lo que no se puede, una dinámica oculta del poder que define no sólo el horizonte de visibilidad, sino el horizonte de posibilidad sobre la representación. Con esto me refiero a que vale ponderar si detrás de las tendencias en la representación no se esconden mecanismos de control vinculados con este segundo orden de irrepresentabilidad. Esto está en estrecho vínculo con lo que se ha llamado “monopolios de la memoria”, o unas temáticas del trauma que se privilegian sobre las otras. ¿Por qué cuando hay un ataque en París Facebook da la opción de marcar la foto de perfil con una bandera francesa, mientras si el ataque es en Kabul, o en algún lugar de África, el evento pasa desapercibido por la sensibilidad feisbuquera? Dichos monopolios de la memoria se sitúan en lo que denomino un segundo orden de irrepresentabilidad.

Para explicarme, comento cuatro esfuerzos documentales sobre el Holocausto. Alain Resnais recibió la comisión de Noche y niebla (Nuit et brouillard, 1956) a escasos once años del fin de la Segunda Guerra Mundial. El abordaje poético de Resnais, que retoma el título y texto de narración de la poesía testimonial de Jean Cayrol, atraviesa las fronteras entre el archivo y el testimonio a partir de cuestionar la relación que existe entre territorio y recuerdo. ¿Puede una piedra guardar el dolor de un pueblo?, me pregunto cada vez que veo esta pieza. El recurso aquí es mixto: capa de reflexión con impresión poética, que entreteje una narración con una puesta en cámara particular y recursos de archivo.  En el extremo contrario a Noche y niebla, el material filmado por Alfred Hitchcock y Sidney Bernstein en 1945, recuperado en 2014 y convertido en el documental Night Will Fall (André Singer), se desdobla como un esfuerzo por enaltecer la moralidad occidental corrompida por los nazis. En éste, las piezas de archivo se explotan hasta su última pizca sensacionalista, removiendo los cadáveres de la memoria misma para destruir la capacidad en los ojos que miran el material. Esto remite a la advertencia de mentes como la de Susan Sontag o Roland Barthes al hablar de cómo la fotografía de la violencia pasma al espectador, presentando la paradoja de que una representación cruenta nos retorna a la imposibilidad de la representación de los hechos. Como el mismo Harun Farocki indica al inaugurar Fuego inextinguible (Nicht löschbares Feuer, 1969): al ver imágenes de las atrocidades de la guerra, primero cerramos los ojos a las imágenes que se nos muestran, segundo a la memoria de esas imágenes, tercera a los hechos que refieren y cuarta al contexto. Las películas sobre el Holocausto están en esta encrucijada. Entre ambos esfuerzos está la meditación de casi diez horas hecha por Claude Lanzmann (Shoah, 1985), donde el realizador superpone trauma personal (como heredero del Holocausto), testimonio y viaje por el territorio para adentrar al espectador en este sitio siempre suspendido que define el terreno de la memoria. El mismo Rancière cita este documental como un esfuerzo por distinguir entre dos racionalidades, la perfección de la industria de la muerte, contra la racionalidad más humana que se opone a este procedimiento de aniquilación. ¿Dónde llega este esfuerzo que concluye en un film de más de diez horas, más allá de la meditación en Lanzmann, en su esfuerzo por penetrar en lo irrepresentable de representar lo irrepresentable? ¿Soporta el monopolio del trauma o libera su apropiación crítica? ¿Se necesitan las diez horas de Lanzmann o bastan los treinta minutos de Resnais? Tal vez entre ambas duraciones, y el resto del sinfín de los documentales, se revelen los tiempos de los poderes de la representación.

Esta terna de documentales presenta distintas estrategias de representación para abordar una realidad tan esquiva y problemática en su registro como es el Holocausto, cada una con usos distintos del material de archivo y la captura en campo, del testimonio y de la narración poética o descriptiva. No obstante, ninguno de los tres parece sortear la cuestión: Resnais y Lanzmann reconocen esta irremediable condena al vacío propia de la imposibilidad de penetrar en la memoria, sorteable sólo a través de la invención de nexos entre poesía y archivo, entre hecho e imaginación, entre documental y ficción en el sentido que da Rancière a este último término. Por otro lado, la película que retoma el material de Hitchcock revela una suerte de falla de origen al asumir un rol de juez sobre el devenir histórico, posándose en el templo de lo que ya denominé el monopolio de la memoria. Uno de los componentes que interesan, no obstante, es que en esta última película el abordaje del papel de los medios de comunicación ante este hecho nos permite identificar en la tecnología mediática una pieza clave del engranaje propio del segundo grado de irrepresentabilidad.

Una cuarta película parece diseccionar las otras tres, desde el formato del ensayo: Imágenes del mundo e inscripción de la guerra de Harun Farocki (Bilder der Welt und Inschrift des Krieges, 1989). En su usual mecanismo de montaje rizomático, que a partir de disparar en distintas direcciones va conectando lo que en apariencia no tiene relación, pero que termina por demostrar una complicidad constitutiva de la realidad representada –en este caso, el cruce entre tecnología, mirada y destrucción como un conglomerado propio del poder detrás de la representación del Holocausto. Escribió Farocki en el guión: «La cámara era parte del equipo del campo». Y poco después, siguiendo una reflexión de Hannah Arendt sobre los campos como laboratorios en relación que Farocki mira desde fotografías aéreas: «Probar correcta la premisa fundamental de los sistemas totalitarios de que los seres humanos son capaces de ser totalmente dominados. Aquí la cuestión fue establecer que era posible en lo absoluto y obtener prueba que absolutamente todo es posible».

Con su montaje sugerente y no evidente, es decir, que libera por medio de sugerencias y no, como Night Will Fall, somete por medio de evidencia, Farocki logra acercarse a la revelación de lo irrepresentable de representar lo irrepresentable, aquel segundo orden de irrepresentabilidad que desgrana los sistemas de poder y su relación con lo visible. Este segundo orden que propongo como un territorio más profundo del poder. A esta tradición documental hace falta nutrirla cada vez con mayor vehemencia, utilizando esa “ficción” de la que habla Rancière, ficción que no es opuesta al documental, sino un componente imprescindible en la investigación histórica y la fantasía humana, ambas necesarias para la construcción de futuro. Como documentalistas, tal estrategia nos permite, si no arrancar el velo nocturno al que apelan las películas de Resnais y de Singer, sí adentrarnos en la noche a lente abierta. 


Pablo Martínez Zárate es artista multimedia y fundador del Laboratorio Iberoamericano de Documental de la Universidad Iberoamericana, donde también da clases. Dirigió los documentales Ciudad Merced (2013) y Santos diableros (2015). pablomz.info