Documentar es manipular
Por Pablo Martínez Zárate | 8 de febrero de 2017
Sección: Ensayo
Temas: Cine documental
El acto de matar (The Act of Killing, Joshua Oppenheimer, Christine Cynn y un director indonesio que permaneció en el anonimato, 2012)
Una de las primeras escenas filmadas por los hermanos Lumière se conoce como La demolición de un muro (Démolition d’un mur, 1895). En ella, seguimos la acción de un grupo de trabajadores sobre lo que parece la última pared de una construcción. Cuando el muro cae, se levanta una polvareda. Al disiparse, mientras los obreros pican la base restante y dos hombres caminan en primer plano, sucede un milagro: la película regresa, los hombres marchan en reversa, el polvo se arremolina de vuelta al muro, que en un acto de magia, se yergue de nuevo. Este fragmento de historia fílmica revela, en sus escasos minutos, una de las claves del potencial expresivo del cine y, específicamente, de lo que conocemos como documental.
A Andréi Tarkovski se le atribuye la idea de que el cine es la escultura del tiempo:
Proust hablaba también de dar vida «al inmenso edificio del recuerdo», y me parece que ésa es la vocación del cine; podría decirse que es la manifestación ideal del concepto japonés de saba, ya que en la medida en que domine este nuevo material artístico —el tiempo—, el cine se convertirá, en el sentido más amplio de la palabra, en una nueva musa.[1]
Al hablar de cine desde esta óptica, Tarkovski no distingue entre documental y ficción, al igual que otros antes o después que él. El escritor y dramaturgo ruso Serguéi Tretiakov, coetáneo de Serguéi Eisenstein y Dziga Vértov, colaborador de Joris Ivens en El canto de los héroes (Komsomol, 1932), abogó por borrar la frontera entre ficción y documental. En gran medida, dicha resistencia responde a este potencial de manipulación de la experiencia temporal propia del cine. Todo documental, por tanto, como todo drama, comedia o película de acción, implica una manipulación del curso de los acontecimientos. La distinción entre documental y ficción no sólo es problemática, quizás es imposible.
Jorge Luis Borges sentenció: «el tiempo es la sustancia de la que estoy hecho». Todos somos como Borges, por lo menos en este rasgo, sin importar cuán memoriosos u olvidadizos seamos. El cine, al manipular nuestra experiencia temporal, se asemeja también a la memoria como maquinaria nuclear del sentido humano. La memoria dista mucho de lo que visiones rígidas de la historia tratan de encasillar en modelos lineales, prefijados. La memoria es invención. Cruza tiempos, espacios, identidades. De ella, siempre un fenómeno del presente, brota el reconocimiento —de uno mismo, del prójimo, del mundo.
Cuando hablamos de cine documental no faltan, aun entrados en el siglo XXI, expectativas de “objetividad”. La forma documental, en su corriente comercial, principalmente televisiva, suele portar un sello pretencioso de fidelidad hacia la experiencia cotidiana, algo que difícilmente le pertenece en sentido puro. No solamente el documental, sino toda manifestación artística, hasta la ciencia ficción más descabellada, posee cierto potencial de realidad. No obstante, este vínculo histórico entre lo que se engloba como cine documental y lo que ordinariamente llamamos “real”, permite que en este caso los grados de manipulación de la realidad puedan tener un efecto mayor en la audiencia.
La demolición de un muro ejemplifica cómo un film es capaz de ser al mismo tiempo registro histórico y manipulación de los hechos. La capacidad del montaje de moldear la experiencia temporal del espectador situó, desde los inicios del cine como arte, a lo documental cinematográfico como un medio al servicio del poder. Pensemos por ejemplo en documentales como El triunfo de la voluntad (Triumph des Willens, 1935), dirigido por Leni Riefenstahl para el régimen de Adolf Hitler. Un recorrido de 120 minutos extraído de más de 60 horas de material filmado, donde el rally de Núremberg del Tercer Reich es retratado desde todos los ángulos posibles: la cámara viaja a ras de piso y flota sobre el ejército; se desplaza entre portales, cuerpos, vehículos; delante, de perfil o detrás del líder del Nacionalsocialismo, construye un retrato que fortalece la ilusión de superioridad de Hitler y sus seguidores.
Todo documental es bisturí. Traza una incisión sobre la piel de la realidad: de un universo de vistas posibles, hay que elegir una parte. No cualquiera, sino aquella que contiene la visión global y la profundidad que requieren las temáticas que exploramos. No es casualidad que además de Hitler, Benito Mussolini en Italia, Franklin D. Roosevelt en Estados Unidos, Iósif Stalin en la Unión Soviética, por mencionar algunos, encontraron en el documental un instrumento para legitimar sus políticas. Según François Niney, en la década de los 30 «el documental es llamado a jugar el mismo papel de educación de las masas y reconstrucción socioeconómica al servicio de ideologías» en diversas partes del mundo, una estrategia cuyo eco resuena hasta nuestros días.[2]
Este rasgo de manipulación no necesariamente demerita el valor estético, narrativo y comunicativo de un documental. Por lo contrario, en su facultad de trascender el registro simple, sin filtro, directo de la realidad, el documental adquiere su capacidad de traer a la luz asuntos que de lo contrario permanecerían invisibles. El caso de Joshua Oppenheimer y El acto de matar (The Act of Killing, 2012) es buen ejemplo. Al darles a los protagonistas la posibilidad de crear fantasías históricas o íntimas, la película abunda en representaciones cinematográficas de la culpa, el dolor, la maldad, la redención que nos acercan a los asesinos documentados. Todo documental es así un espejo —deforme— donde contemplar nuestros otros rostros.
Similarmente, La demolición de un muro nos muestra muchos detalles que sería imposible percibir si los Lumière no hubieran incluido el mismo pietaje en reversa. Inclusive cuando la primera y la segunda mitad del pequeño filme comprendan el mismo registro del mismo fenómeno, su inversión temporal los diferencía, crea dos miradas complementarias: el suceso en reversa es un acto renovado, ese pedazo de película invertido es distinto del primer pedazo de celuloide reproducido en su orden normal, y por ende, tanto el filme como el acto de demolición en sí, se desdoblan.
Lo anterior nos invita a imaginar que el documental, al manipular la realidad desde su tematización, pasando por el emplazamiento de cámara y hasta el montaje, es una máquina del tiempo: tiene la capacidad de reenmarcar la experiencia de lo real, renovar nuestra memoria de los acontecimientos. En este sentido, el documental nutre la imaginación. No habla nada más de hechos o personajes presentes o pasados; el documental, sobre todo, nos permite reimaginar el futuro, reinventar el mundo.
[1] Andréi Tarkovski, Esculpir el tiempo, CUEC/UNAM, México, 2009, p. 68.
[2] François Niney, La prueba de lo real en la pantalla, CUEC/UNAM, México, 2006.
Pablo Martínez Zárate es artista multimedia y fundador del Laboratorio Iberoamericano de Documental de la Universidad Iberoamericana, donde también da clases. Dirigió los documentales Ciudad Merced (2013) y Santos diableros (2015). pablomz.info
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