El Nuevo Nuevo Testamento

El Nuevo Nuevo Testamento

Por | 16 de junio de 2016

Ir al cine exige, como asistir a cualquier espectáculo o representación, entrar en un acuerdo con aquello que veremos en la pantalla. Este acuerdo implica ciertas especificidades cuando se trata de películas claramente identificadas con un género: sabemos, más o menos, qué esperar cuando vamos a ver una película de terror, hacemos concesiones para entrar en la dinámica de las cintas de ciencia ficción, estamos pendientes de aquello que va a arrancarnos una carcajada cuando estamos viendo una comedia. Por otro lado, los realizadores también entran en este juego: se sabe cuáles son los recursos para hacer que el espectador –o que un tipo de espectador imaginario– se estremezca, se conmueva, ría. Las fórmulas se han repetido incansablemente hasta el punto en que el público intuye cuándo es el momento de reír aunque el chiste deje la sensación de ya haber sido escuchado muchas veces: lo gracioso como convención.

Es convencional que la desgracia, con un tono particular, cause risa. Vemos a los personajes exponerse a situaciones desafortunadas con las que, tal vez, también nosotros estamos familiarizados: personajes cuyo destino parece ser pasarla mal para que nosotros, viéndolos, la pasemos bien. Ahora, ¿qué sucede cuando este personaje desdichado es Dios?

El relato de  El Nuevo Nuevo Testamento (Le tout Nouveau Testament, Jaco Van Dormael, 2015) comienza con una voz en off: «Dios existe y vive en Bruselas». La narradora es la hija desconocida del ser supremo (Pili Groyne). Desde su mirada, conocemos el ángulo más patético que podemos imaginar: un Dios decadente, hastiado y detestable (Benoît Poelvoorde) –si la humanidad está hecha a imagen y semejanza de este ser, tampoco queda muy bien parada. Como en muchas comedias, el personaje es sometido a humillaciones e infortunios.  La idea, por donde pueda verse, es irreverente: se reconoce la existencia de un Dios sólo para derrumbar su figura. Dios existe, pero es más imperfecto que muchos humanos.

Él, su esposa (Yolande Moreau) y Ea–la hija– son una familia disfuncional que vive en un departamento pequeño y sucio. Dios es sádico y se divierte imaginando e implementando pequeños y grandes dolores para el ser humano –dándole destellos de esperanza sólo como medida para perpetuar la tortura– hasta que es descubierto por Ea. Abrumada por la maldad de su padre, decide intentar salvar a la humanidad tomando riendas del asunto. Apaga la computadora desde la que Dios controla todo y se aventura en el mundo terrenal para escribir su propia versión del Nuevo Testamento con la ayuda de seis exóticos apóstoles elegidos al azar (determina esa cantidad para completar un total de dieciocho, porque a su hermano no le alcanzó con doce).

A través de las pequeñas viñetas de sus encuentros con los nuevos apóstoles, el relato se torna infantil y, de esta manera, justificadamente ingenuo y simpático. La versión del desastre causado por los poderes supremos nos saca sonrisas cuando es presentada desde el punto de vista de una niña pequeña. Los apóstoles –desde un aficionado a las armas hasta un niño que se identifica como niña– podrían representar todo lo condenado por la religión y las buenas costumbres. Sin embargo, la pequeña descendiente de Dios los ve como seres bellos, nuevos y valiosos: las historias de estos personajes representan, según ella, a una humanidad que desconoce. Su interés por ayudar contrasta con la vergonzosa desesperación de un Dios que la persigue para recuperar su poder: los obstáculos ridículos que se le van presentando a lo largo del relato adquieren una nueva dimensión al no tratarse de un hombre común.

El Nuevo Nuevo Testamento no es sólo una comedia de ocasión, es una comedia con una carga simbólica fortísima que sabe a venganza y liberación. Seamos creyentes o no, el relato no deja de ser incómodo –Ea destrona a su padre notificándole a todos los seres humanos exactamente cuánto tiempo les queda de vida. ¿Qué sentido tendría recurrir a Dios cuando el destino ya ha quedado establecido y anunciado? Uno, desde su butaca, no puede evitar pensar que, a la par de los relojes que marcan la cuenta regresiva de los personajes, su propia cuenta regresiva también está avanzando; entonces, en medio de las cavilaciones existenciales, vemos a un Dios intentar caminar sobre el agua y soltamos una carcajada cuando falla y termina chapoteando patéticamente. En este universo, la desgracia no afecta a nuestros iguales sino a quien tradicionalmente sería el causante de nuestras propias desgracias.


Ana Laura Pérez Flores es licenciada en Comunicación Social por la UAM-X y coordinadora editorial de Icónica@ana_calamidad