Anatomía de una ficción: Anatomía de

Anatomía de una ficción: Anatomía de una caída

Por | 5 de marzo de 2024

Una pelota cae. Nadie ve la mano de la que se desprende: sólo vemos su caída, escalón por escalón, en un veloz descenso hacia el piso. Un niño ciego baña a su perro guía. Una escritora le revela –en tono juguetón– los secretos de su escritura a cierta joven que la visita para entrevistarla. «Para empezar a inventar, primero necesitas algo real. Dices que tus libros siempre mezclan verdad y ficción. Eso hace que queramos averiguar qué es qué. ¿Es ese tu objetivo?», le pregunta la joven. Entonces, del ático desciende, como antes la pelota, la versión instrumental de una famosa canción de rap: a todo volumen, la música interrumpe y calla las palabras de Sandra, la escritora, nuestra protagonista. «Es mi esposo», dice. La entrevistadora tiene que irse: la cámara la sigue y nos revela, de paso, el inmenso paisaje nevado que envuelve la casa y cerca a la familia protagónica. Son los primeros minutos, inusualmente tensos, de Anatomía de una caída. En ellos se encierra ya un tono, un sentido, una suerte de presagio de todo aquello que está por ocurrir: el espectador sabe, siente, que pronto la nieve se teñirá de rojo. Daniel (el hijo ciego) y Snoop (su perro guía) regresan de un paseo y encuentran, tendido en la nieve, el cuerpo de Samuel (el esposo). La ventana del ático está abierta.

A partir de ese primer despliegue escénico, Anatomía de una caída (Anatomie d’une chute, Justine Triet, 2023) se convierte en una película que participa del drama judicial y también del thriller. La tensión acumulada en sus primeros minutos es crucial para la efectividad dramática del resto del metraje, un poco como en La conversación (The Conversation, Francis Ford Coppola, 1974), donde las razones de un posible crimen dependen de la precisión con que se reconstruya los fragmentos dispersos de una misma realidad. En gran medida, toda la película de Triet es la sugerente y tramposa disección de dicha escena original, así como, también, una mirada quirúrgica, invasiva, a la historia previa del matrimonio: una búsqueda de huellas íntimas como forma de paliar los resultados no conclusivos de la policía, incapaz de asegurar si la herida en la cabeza de Samuel sugiere un asesinato o un suicidio.

Siguiendo la estrategia de la película, que vuelve una y otra vez a la escena inicial, propongo volver a los elementos centrales de la misma.

 

El esposo: La mano ausente

Podría verse Anatomía de una caída como un relato alrededor de una ausencia: la del personaje de Samuel (Samuel Theis), el esposo caído. La impresión que le queda a uno después de la película es que Samuel, escritor frustrado y padre de un hijo ciego, resulta un claro protagonista de la historia. Dicha impresión, me parece, es en realidad un gran artificio del guion y también un logro del montaje: el único momento donde vemos a Samuel en el presente del relato es cuando su hijo lo encuentra tirado en la nieve. Más allá de esa aparición, el esposo muerto sólo existe para nosotros a través de los testimonios que lo reconstruyen en el juicio. Uno, el espectador, va armándose una imagen de tal personaje a medida que diseccionamos la historia. Es, a lo largo de la película, la ausencia central. No es un protagonista: es el disparador del relato, la mano invisible que lanza la pelota que vemos caer por la escalera, la excusa que provoca el juicio y nos permite desentrañar la historia. Su escena más entrañable, aquella donde él y su hijo llevan a Snoop al veterinario, es una ilusión cinematográfica, un artilugio del montaje: vemos a Samuel conduciendo y, con cansada resignación, hablando sobre el perro y la muerte. La voz que escuchamos, sin embargo, es la del niño. Al padre lo percibimos a través de la voz de su hijo, del testimonio que elige contar en el juicio; al padre sólo lo percibimos como los personajes deciden contarlo.

 

La escritora de ficciones

Apoyado en la actuación precisa y sostenidamente ambigua de Sandra Hüller, el enigma más valioso de Anatomía de una caída es el personaje de Sandra Voyter, escritora y sospechosa de asesinato. «No soy un monstruo», dice en algún punto del metraje. «Soy inocente», le dice a su hijo a mitad de la noche. A lo largo de toda la película, Sandra es el blanco de nuestros juicios y miradas. Esto es evidente en las numerosas escenas del juicio, ruidosas y frontales; para el espectador resulta quizá más interesante observarla en aquellos momentos donde está sola o en compañía de Daniel (pienso, principalmente, en la escena donde la vemos acompañar a su hijo mientras éste toca el piano), aislada, en silencio: ahí, Sandra actúa sólo para nosotros.

No es en lo absoluto casualidad que el guion de Justine Triet (Fécamp, 1978) y Arthur Harari (París, 1981) haya decidido convertir a Sandra en una escritora; una que, además, se preocupa por los estatutos de realidad y ficción y los constantes diálogos entre ellos que implica la literatura. La red jurídica en la que Sandra se ve inmersa trabaja también –manipula también– las historias para (re)construir un relato. Ella conoce el mecanismo al que se enfrenta; al contrario de sus novelas, no obstante, Sandra entiende que su yo, su versión de la historia, resultará insuficiente. La solitaria y aparente honestidad con que le expresa a Daniel su inocencia no alcanza para exonerarla. El juicio, tanto el que ocurre en la película como el nuestro propio,  precisa otras versiones en la búsqueda de la verdad.

 

El niño ciego

El testigo crucial en el caso es ciego. Esto, que podría parecernos un capricho del guion para añadir sin necesidad drama al drama, una solución fácil a la indeterminación de la historia, es si acaso un guiño simbólico de la trama, una forma de señalarle al espectador que la esencia del relato no reside exclusivamente en lo que vemos. Más importante me parece la edad del testigo: once años, un niño en transición hacia la adolescencia. Un infante –y recordemos que, etimológicamente, infante es aquel que carece de habla, que no tiene voz– es, al final, quien aporta el testimonio decisivo. El personaje de Daniel (gran interpretación del joven Milo Machado-Graner) actúa en Anatomía de una caída el arco dramático más complejo y sugestivo. La película podría entenderse a través del aprendizaje central de Daniel: qué significa la verdad y cómo se relaciona con la ficción. Ocurre en un diálogo revelador, durante el fin de semana previo al testimonio del niño, entre él y la cuidadora asignada por el juez:

—En realidad, cuando nos falta un elemento para juzgar algo, y la falta es insoportable, lo único que podemos hacer es decidir. ¿Lo ves? Para superar la duda, a veces tenemos que decidir inclinarnos hacia un lado u otro…—dice ella.
—¿Así que tienes que inventarte tu creencia? —pregunta Daniel.
—Sí, bueno… en cierto sentido.

Durante ese fin de semana, Daniel decide cuál será su relato, cuál la verdad que va a contar en el juicio. Inventa su creencia. Como su madre, inventa una ficción. El testimonio final del niño es la comprensión del infante: el mundo funciona a través de relatos y en el punto ciego se abre la posibilidad de la ficción. La ficción, según define el narrador Juan José Saer, no es sinónimo de mentira, ni tampoco existe como mera oposición a la verdad. La ficción establece su propio estatuto. La ficción es un relato que cuenta una verdad inverificable.[1]

 

La verdad va a juicio

El abogado defensor de Sandra, en un punto temprano de la película, le dice a su clienta: «Un juicio no se trata de la verdad»; pero en el juicio que escenifica Anatomía de una caída sí se trata de ella, sólo que no de una verdad fáctica, comprobable. La verdad por la que se preocupa esta película es aquella a la que podemos llegar a través de la ficción. Volviendo a la escena inicial, recordemos lo que la entrevistadora le pregunta a Sandra: «Dices que tus libros siempre mezclan verdad y ficción. Eso hace que queramos averiguar qué es qué. ¿Es ese tu objetivo?». Sandra no responde. No es necesario. Anatomía de una caída es una larga respuesta. El espectador sabe que no se trata de averiguar cuánto de verdad y cuánto de ficción existe en el testimonio del niño. Tampoco, de saber a ciencia cierta si Sandra es culpable o inocente. La tensión real está en otra parte: en los ojos de un niño ciego que aprende a contar una historia verdadera.


Emiliano Trujillo González actualmente es becario de la Fundación para las Letras Mexicanas en el área de narrativa. Es autor del libro de cuentos Alguien encendió un fósforo (2020) y del relato “Como una luz que se apaga”, incluido en Quisiéramos olvidar (2021).


[1] Ver Juan José Saer, El concepto de ficción, Rayo Verde, Barcelona, 2016, pp. 15-17.