8 filmes fundamentales de Ingmar Bergman
Por José Luis Ortega Torres | 21 de junio de 2016
Para la gente vinculada al cine, el nombre de Ingmar Bergman evoca un concepto fílmico en sí mismo difícil de razonar y de explicar. Se trata, por supuesto, del apelativo del hombre que nació en julio de 1918 en Upsala, Suecia, y que como hijo de un pastor luterano fue moldeado desde su infancia en el temor a Cristo y la búsqueda de Su misericordia. Es también el hombre que se licenció en Letras e Historia del Arte y que encontró en el teatro su primera y más grande pasión, incluso quizás, por encima del cine mismo, del que sin embargo se volvió no sólo una fundamental presencia, sino también primordial esencia.
Decir “una película de Bergman” es referirse a mucho más que cinco o siete latas de celuloide impreso y listo para proyectarse. Hablamos ni más ni menos que de conceptos filosóficos, espirituales, éticos y morales que buscan de manera constante –y casi urgente– una explicación al devenir de la existencia.
A continuación, ocho títulos para entender el concepto Bergman, pero con una importante variante: películas filmadas previamente a la década de los setenta, la que significó su internacionalización definitiva más allá de la crítica y los festivales internacionales gracias a la legitimación del gran público por filmes como Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972), Sonata de otoño (Höstsonaten, 1978) y las versiones larga (para televisión) y corta (para cines) de Escenas de un matrimonio (Scener ur ett äktenskap, 1973), todas estas de generosas corridas comerciales, aunque no por eso menos maravillosas.
La sed (Törst, 1949)
Aunque esta cinta no es ni de cerca la primera (ni segunda ni tercera) película dirigida por el entonces treintañero Ingmar –aún sin ser el Bergman–, sí es el inicio de un estilo que madurará en un lapso muy corto. La sed es su séptimo largometraje en apenas un lustro de carrera, y aquí ya encontramos una arriesgada experimentación narrativa con una estructura no lineal, además de la incorporación paulatina de una serie de personajes esquizofrénicos y, por vez primera, una carga de misoginia que volvería a presentarse en futuros filmes.
Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, 1953)
El verano significó para Bergman no sólo la etapa del año en la que prefería filmar –el resto solía dedicárselo al teatro–, sino también la oportunidad de utilizar la vehemente sensualidad de la estación para crear historias donde las pasiones humanas entraban por los poros, pero después anidaban en el intelecto. Un verano con Mónica es la exacerbación de Harriet Anderson como el ícono por el cual se abandona todo, aunque luego todo lo abandone a uno y se tenga que vivir del anhelo por un pasado que nunca será futuro. Inolvidable la escena en que Harriet/Mónica rompe la cuarta pared para ver de frente pícara y ¿malvadamente? a un espectador que ya ha perdido también la cabeza por ella.
Noche de circo (Gycklarnas afton, 1953)
Una película muy poco conocida que, sin embargo, es unánimemente considerada por la crítica como la primera gran obra maestra de Bergman, quien para la posteridad aseguró en su autobiografía que este guión es el producto de un «severo ataque de misantropía».[1] No es para dudarse, pues en esta cinta un puñado de personajes patéticos son puestos en situaciones miserables y por completo desesperanzadoras a partir de la desgracia sufrida por un par de integrantes de un circo, trastocando lo que en apariencia debía ser carnaval y alegría, en una total vía dolorosa.
El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1956)
Qué decir que no se haya escrito sobre la que es una de las piedras angulares del edificio Bergman. Filme modélico a la vez que parco en su puesta en escena casi teatral y de diálogos pesados y trascendentes. Quizá no es la obra cumbre del maestro sueco, pero sí la mediáticamente más conocida y manoseada, para bien y para mal, tanto que todo cinéfilo en ciernes que busque quedar bien en un charla erudita, puede salir bien librado con tan sólo recitar este título, aunque poco discernimiento tenga acerca de los cuestionamientos frente a la muerte del caballero Antonius Block (Max von Sydow), cuestionándose sobre su existencia, la de Dios y el absurdo del ser humano a partir de diálogos existencialistas y profundamente agnósticos delante de un tablero de ajedrez.
Fresas silvestres (Smultronstället, 1956)
A continuación de los cuestionamientos del ser de frente a la Muerte, Bergman acomete sobre el aspecto del haber sido frente a la vida. Fresas silvestres presenta el viaje del Dr. Borg de regreso a su antigua universidad, donde será motivo de un homenaje. Sin embargo, ese viaje geográfico es, en realidad, un trayecto ético y moral de reafirmación personal: luego de enfrentar un pasado mezquino, es probable que encuentre la redención en su amor al prójimo que antes, cuando menos, ignoraba. ¡Sorpresa, estamos ante un Bergman particular y extrañamente optimista!
El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1959)
Bergman creció en un ambiente donde el cristianismo protestante tendría que haber moldeado sus creencias, pero como suele pasar, el empeño religioso del padre devino a su pesar en un profundo agnosticismo. El manantial de la doncella es una obra mayor injustamente olvidada que pone en evidencia lo anterior: basada en una leyenda medieval, la película es una reflexión sarcástica sobre el maniqueísmo sin sentido de la religión y la fe. Karin (Birgitta Pettersson), la virginal hija de una familia sumamente devota, es violada y asesinada sin misericordia por el simple gusto de poder hacerlo. Cuando el padre descubra el crimen y por gracia divina tenga frente a sí a los victimarios, no dudará en tomar una venganza muy lejana de la caridad cristiana. Sin embargo, la burla del Señor permanecerá por siempre en el manantial de agua cristalina que por obra de un milagro nace del sitio donde el cuerpo y la virtud de Karin fueron destrozados.
Persona (1966)
En El silencio (Tystnaden, 1963), Bergman establece todo un ensayo sobre la incomunicación social a partir de tres figuras: dos mujeres y un niño, la ausencia de la figura paterna y el silencio de un Dios que no responde a sus necesidades. Pues bien, en Persona, lleva estos mismos preceptos a un nuevo grado de interrogantes metafísicas derivadas de la omisión de la palabra y las posibilidades narrativas que dan los encuadres cerrados sobre cuerpos fragmentados, donde sobresalen los dilatados retratos a los bellos rostros de Bibi Andersson y, por primera vez en el universo bergmaniano, a la lánguidamente hermosa Liv Ullmann. No es de extrañarse que la historia de este filme sobre la incapacidad de tener algo que decir (o de tenerlo y no hacerlo), sea el resultado de una profunda depresión que mantuvo al realizador en un internamiento hospitalario.
La hora del lobo (Vargtimmen, 1967)
Lo impensable: Ingmar Bergman haciendo terror. La hora del lobo es la hora en que mueren los niños y nacen los hombres, es la hora de las pesadillas y del miedo. El cine fantástico es elevado aquí a niveles de autoría formal y poética comparable en su ambientación siniestra al Vampyr dreyeniano (1932). Hace medio siglo Bergman evitó el golpe de efecto derivativo porque provocar un sobresalto gratuito no era de su interés. Para él, fue más importante generar en el espectador el miedo que provoca la concientización de lo onírico y lo terriblemente ominoso. Éste y no otro es el verdadero origen del hoy tan de moda terror de autor.
[1] Ingmar Bergman, Linterna mágica, Tusquets, Barcelona, 1992.
José Luis Ortega Torres es fundador y editor de revistacinefagia.com y Subdirector de Publicaciones en la Cineteca Nacional. @JLOCinefago
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