Moverse o paralizarse: El cine de Michel

Moverse o paralizarse: El cine de Michel Franco

Por | 31 de julio de 2017

Sección: Ensayo

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Las hijas de Abril (2016)

El cine de Michel Franco es un cine de la parálisis. En él las imágenes en movimiento se estancan. Un impacto detiene su movimiento y las paraliza. La Real Academia de la Lengua define al trauma como: «Choque emocional que produce un daño duradero». El cine, que es un arte del movimiento, choca contra los sucesos escritos por Franco (ciudad de México, 1979) y se detiene, se trauma. Los personajes dejan de hablar y se inmovilizan recostados sobre una cama, atados con cuerdas y ahogados en el mar, o encerrados en una cajuela.

En Daniel y Ana (2009), opera prima del director, los hermanos protagonistas se proponen ganar un maratón. El entrenamiento consiste en correr durante horas en bosques o en caminadoras. El impacto de un secuestro que lo obliga a cometer incesto, provoca que Daniel (Darío Yazbek) ya no tenga ánimos de participar en el maratón y en vez de correr sólo quiera caminar con la lentitud de un cuerpo encerrado en sí mismo, en un remedo de posición fetal. Correr es acción común en las películas de Franco, pero siempre ocurre algo que impide concretar este atlético intento por escapar de la realidad.

En Chronic: El último paciente (Chronic, 2015) la rutina de trotar por la calle del enfermero David (Tim Roth), también tiene un fin abrupto: un coche lo atropella al cruzar la calle. Corre porque trata de evadir el trauma de haber asistido la muerte de su hijo para que dejara de sufrir. David trata de redimirse al cuidar los cuerpos inertes y traumados de pacientes que también terminan muriendo. El colmo del trauma reaparece con más fuerza cuando Martha (Robin Bartlett) le pide al enfermero que la ayude a bien morir como lo hizo con su hijo. A pesar de que David corre y huye del trauma, el trauma choca con él, un auto detiene su vida en seco.

También un auto se detiene en seco en Después de Lucía (2012), Roberto (Hernán Mendoza) lo abandona en medio de una avenida. Al auto, máquina del desplazamiento, el director de esta película lo vuelve inútil. A Michel Franco le gustan los coches, pero los coches que no funcionan, los coches que trauman, como el coche con el que choca Lucía, la esposa de Roberto. Como el coche en el que secuestran a Daniel y Ana. Como la lancha, que no es otra cosa que un auto-móvil acuático, desde la que Roberto lanza y ahoga al chico que cree responsable por la desaparición de su hija Alejandra (Tessa Ia). Coche trauma, Después de Lucía quiere moverse pero se estampa.

El trauma es estancamiento. Y lo inmóvil, como antípoda del tiempo, como negación del cambio, tiene múltiples maneras de expresarse. Hay, además de coches inservibles, falta de movimiento en los rostros. Identidades desdibujadas, inexpresivas y angelicales. Los personajes relajan los músculos faciales como si fueran a posar eternamente para una pintura renacentista. El hermetismo actoral en la cara de Hernán Mendoza, Tessa Ia o Darío Yazbek, implica también la presencia del silencio: como el rostro no se mueve, la boca no puede hablar.

Cuando Nicolás Pereda filmó Todo, en fin, el silencio lo ocupaba (2010) –sobre un poema de Sor Juana Inés de la Cruz– el silencio sonoro lo tradujo en silencio visual, es decir en oscuridad. Pero en épocas de Sor Juana había un terror al vacío, por lo que si la película comienza con la oscuridad primigenia y silenciosa de la noche, termina con una intensa sinfonía de lluvia seguida de un ruidoso amanecer de la ciudad de México, rebosante de iglesias barrocas. Si bien ambos directores recurren al silencio, al callar barroco de Pereda, Franco contrapone su mutismo renacentista.

No es oscuridad el silencio visual que filma Franco, sino imágenes con pocos muebles, con los mínimos personajes requeridos. No hay búsqueda de música en el sonido de la lluvia como en Todo, en fin…, sino ausencia de música en todo Chronic o música desoladora en las despiadadas «Mañanitas» cantadas a Alejandra en Después de Lucía (2012), que recuerdan al efecto distanciador del «Singing in the Rain» de Naranja mecánica (A Clockwork Orange, Stanley Kubrick, 1971). No hay, en fin, en el cine de Franco, el barroco caos urbano de las banquetas quebradas, de la injusticia social, del tráfico agotador de Iztapalapa o de Tepito, sino el edulcorado y silencioso arreglo de las calles de Polanco y Las Lomas.

El director, que gusta filmar en locaciones de adinerados, encuentra que dentro de su propia clase social se dan relaciones de sometimiento. Ya sea que la madre (Emma Suárez) manipule al novio de su hija Mateo (Enrique Arrizón) en un departamento de la Condesa (Las hijas de Abril, 2016) o que los compañeros del colegio privado acosen sexualmente a Ale en Después de Lucía, la dominación de la hija por la madre, de la mujer por el hombre, de la víctima por el bully, se perpetúa, como en todo México, gracias a la violencia de los victimarios y al silencioso estancamiento de los afectados.

Decía Xavier Villaurrutia que «El mexicano es por naturaleza silencioso. Si no sabe hablar muy bien, sabe en cambio, callar excelentemente.»[1] El silencio es entonces característica del conquistado. El mexicano ha aprendido tan bien a ser dominado que lo hace sin decir palabra. No por nada, Gonzalo Celorio[2] al describir las diferencias entre los poetas peninsulares y los criollos, encuentra en la contención y el recato las características principales de los artistas novohispanos en contraposición a los arrebatos de los literatos del siglo de oro español.

Pareciera que con Las hijas de Abril, Franco pretende revivir un resentimiento histórico entre criollos y peninsulares en el que la madre patria (Abril, Emma Suárez, actriz española) manipula a su antojo o abandona a su suerte, a las sumisas hijas mexicanas que con disimulo y en silencio toman las riendas de su propia vida y se independizan en diversos gritos de dolores. Dolores por traición, por reproche, o por poner un punto final. Y entonces lo inmóvil comienza a moverse. Caso atípico, Las hijas de Abril relega el carácter sumiso a Mateo y Clara (Joanna Larequi), personajes secundarios. Abril es un torbellino, que destruye e inmoviliza. Y tiene su contrapeso en la fuerte dignidad móvil e insumisa de su hija Valeria (Ana Valeria Becerril).

El cine de Michel Franco es un cine de la parálisis: de las relaciones de poder y del arreglo silencioso de pocos muebles en las regiones adineradas de la ciudad, del deporte que se interrumpe, del automóvil que se vuelve inútil, del silencio desolador que no denuncia, del renacentista rostro inexpresivo, del silencio del mexicano sometido. En resumen, el de Michel Franco es un cine de la parálisis… y sin embargo se mueve. Se mueve con las huracanadas personalidades de Abril y Valeria, se mueve cuando Alejandra nada y escapa del bullying, se mueve cuando Ana escapa de su hermano al mudarse a España, se mueve para evadir o para chocar con un problema, pero se mueve. Y quién sabe, quizá algún día el cine del director se mueva ya no para someterse al problema o para evadirse de él, sino para transformarlo.


[1] Xavier Villaurrutia, «Introducción a la poesía mexicana», en Obras de Xavier Villaurrutia, Fondo de Cultura Económica, México, 1966, p. 764.

[2] Gonzalo Celorio, «Sor Juana Inés de la Cruz: Hacia una poética del silencio», en Revista de la Universidad de México, número 26, México, abril de 2006. p. 36.


Carlos Andrés Torres Cabrera estudia Literatura Dramática y Teatro en la UNAM.