600 premios
Por José Felipe Coria | 21 de marzo de 2017
Sección: Opinión
La región salvaje (Amat Escalante, 2016)
De acuerdo al anuario estadístico Cinema México 2016, en 2014 se estrenaron 68 películas y 75 en 2015. Un total de 143. En el mismo período, el cine mexicano ganó 164 premios nacionales, en 2014, y 160 en 2015; internacionalmente ganó 126 premios en 2014 y 128 en 2015. O sea, 324 para la primer categoría y 254 para la segunda. Juntando ambas, da un total de 578 premios, lo que significa que en promedio cada película estrenada obtuvo cuatro premios.
Al parecer, los premios son un indicador de cómo están recibiendo las películas tanto en la abundancia de festivales nacionales como en las innumerables participaciones del cine mexicano fuera de sus fronteras. En México, ante el número impresionante de festivales, es casi seguro que una u otra película gane uno. Con eso de que se busca que sean exclusivas y estrenos, la película que no fue seleccionada Aquí, puede ser la protagonista de Acá. Y hay premios para dar y regalar. Lo mismo puede decirse de todos los festivales del mundo. Pero, ¿es lo mismo ganarse la Palma de Oro de Cannes o el Óscar hollywoodense o el Oso de Berlín o la Copa Volpi de Venecia que el gran premio de Burkina Fasso, la Cochinchina o el del Festival de Cine de Marte? Se supone que no, porque si se hiciera un festival para Cine Deportivo, digamos, y sólo se inscriben cinco películas y hay cinco premios, pues sin duda que se repartirán para dar una imagen de incluyentes y democráticos y alentar, por supuesto, que en futuras ediciones haya más inscritos (y asimismo puedan ampliarse las categorías para que, a la larga, casi todas las inscritas reciban algún premio o mención).
La extrema fragmentación de los premios, por películas genéricas, temáticas o por su simple condición de ir a un festival general donde pueden competir chile, dulce y manteca, dada la generosidad de repartir todo tipo de categorías, eventualmente logra que tantísimos premios caigan en éste, aquél, el de más allá y el último de la fila.
Los distribuidores rehúsan en su mayoría incluir en los carteles esas ramas de olivo con la leyenda “ganadora del Festival del Tercer Mundo en Timișoara”, o “mención honorífica del público en el Festival de Cine de la Antártida”. Saben que no se traducen en mayor venta de boletos. Tantos premios son veneno de taquilla.
Se ha visto que por ejemplo el Óscar atrae un poco más de público, pero no mucho. De los demás, ni hablar. Tantos premios son un valor negativo. Da lo mismo si se los ganaron en una fuerte competencia o porque no había nadie más a quien premiar.
Hace unos años, la flamantísima Academia Mexicana de Artes y Ciencias Cinematográficas impedía la inscripción para obtener su premio Ariel a aquellas películas que no hubieran participado previamente en un festival, como si para ser considerada bonita una mujer tuviera por fuerza que inscribirse a Miss Universo. Ahora se pide que se exhiban «comercialmente en sala cinematográfica o hayan participado en festivales cinematográficos mexicanos, en la categoría de selección o competencia oficial». La exhibición se define como al menos haber estado una semana en cartelera. Se excluye a aquellas “películas cuya exhibición en festivales haya sido en funciones especiales, galas o muestras”. Parece justo. Hay demasiada oferta. Y por lo visto demasiados premios: cuatro por estreno.
Pero esto no habla de que estemos en una nueva era de jauja. Los premios parecen sólo halagar la vanidad de quien los recibe: no se traducen ni en un impacto económico ni en un mayor interés del público ni, mucho menos, en una diversidad o incremento en la oferta de producciones cinematográficas. Vaya: tantos premios no alientan la creación de una industria que debería funcionar de otra forma y no por el magro beneficio de obtener una mención en el Festival de Terror Serie Z de Comala o en el Festival de las Múltiples Lenguas Melodramáticas del Condado de Yoknapatawpha.
Si se revisan las películas nacionales más taquilleras del año pasado, nueve de diez fueron comedias y una ganó el “codiciado” “premio” del “público” que un año después, por votación directa, le otorgó una cadena de exhibición. Esto ya es una banalización completa de los premios. Obviamente quienes votaron sí vieron la película pero sin duda no vieron otras más con similar éxito. Fue un voto “plancha” que le llaman: la vi, la premio; no la vi, no la premio. Aunque, claro, no faltará quien esté fraguando hacer el festival de cine de comedia del Llano en llamas y de seguro nueve de diez inscritas se llevarán un premio (que puede incluir uno al mejor chiste visual, otro al mejor albur, otro a la mejor cara graciosa y otro a la mejor flatulencia).
La triste realidad es la que confirman los distribuidores: un premio ya nada significa y por eso a nadie impresiona. (Y cuatro por película, es de risa).
José Felipe Coria es autor de los libros El señor de Sombras (1995), Cae la luna: La invasión de Marte (2002), Iluminaciones del cine mexicano (2005), Taller de cinefilia (2006) y El vago de los cines (2007). Ha colaborado en medios como Reforma, Revista de la Universidad, El País y El Financiero.
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