Racismo y estereotipos en Candyman
Por María Fernanda González García | 13 de octubre de 2022
Sección: Ensayo
Es como si la violencia se convirtiese en ritual.
Candyman.
Candyman busca representar las discriminaciones de las cuales han sido víctimas las comunidades afroamericanas, especialmente aquellas que provienen de los suburbios de Chicago, sosteniendo una denuncia contra el racismo. La historia se centra en la leyenda urbana de, precisamente, Candyman, Daniel Robitaille, un pintor afrodescendiente del siglo XIX el cual fue torturado y asesinado por el hecho de haber tenido una relación amorosa con una mujer blanca, y cuyo espíritu, después de su muerte, se convierte en un ente que asesina a las personas que lo invocan frente a un espejo. En la película, esta especie de antihéroe da cuenta de las persecuciones e injusticias cometidas sobre los hombres de color acusados de atacar a la comunidad dominante blanca.
Durante el desarrollo de la obra se observa cómo los estereotipos limitan y condicionan las relaciones en una comunidad. Desde el abuso policial hacia personas de color, hasta el trato despectivo en el mundo del arte a los artistas que provienen de los suburbios, la explotación mercantilista de las obras que representan a las comunidades negras y la invisibilización de la mujer a causa de la fama de su pareja.
A través de la historia que se teje sobre Anthony McCoy (Yahya Abdul-Mateen II) nos damos cuenta del establecimiento de un gueto que con los años sigue siendo ámbito de la persecución y el rechazo dentro de la sociedad. Como si la oportunidad de crecer y darse lugar en un campo como en el arte fuese un derecho no apto para alguien de color. Lastimosamente, el protagonista encuentra en la violencia una forma de salir de su encrucijada, ya que los crímenes que se cometen alrededor de su obra permiten que su nombre sea escuchado en la sociedad, replicando una vez más el estereotipo del hombre de color “salvaje” y peligroso.
A pesar de que el mensaje es claro en la película, también cae en el extremo de ejercer disciminación hacia los blancos (los galeristas, la crítica de arte, las estudiantes de secundaria, los policías, Hellen), como si todo lo malo fuera causado por ellos. Por dicha razón son las principales víctimas de Candyman (Nia DaCosta, 2021). Esto hace que el mensaje de denuncia se distorsione un poco y pueda caer en lo panfletario. Un cuadro de McCoy, Say My Name, activa el portal que le permite a Candyman acceder a nuestro mundo, así DaCosta (Nueva York, 1989) le da la vuelta de tuerca a las anteriores entregas de la serie: mientras que en aquellas se busca poner en duda la existencia de la leyenda (recordemos que, en la primera entrega de la serie (1992), Hellen [Virginia Madsen] pretendía desmitificar a Candyman a través de los estudios antropológicos), en esta versión se refuerza su leyenda, debido a que Anthony McCoy la revive mediante su obra.
Para comprender esta dinámica, traemos a colación a Stuart Hall, quien postula que los estereotipos, retienen sólo unas cuantas características de un individuo, fijando así la diferencia; también despliegan una estrategia de hendimiento en donde lo normal y lo aceptable excluye por completo aquello que es diferente. Otra característica de la estereotipación es el efecto cerradura y exclusión que simbólicamente establece unos límites y separa todo lo que no pertenece, partiendo de un mantenimiento del orden social y simbólico. Por otro lado, los estereotipos tienden a establecerse en donde existe la desigualdad en el poder, este mando es dirigido contra un grupo subordinado o excluido.[1]
En el caso de los estereotipos, la crítica es fuerte. DaCosta nos abre la ventana para mirar cómo una comunidad afroamericana debe abrirse paso en donde la hegemonía blanca impone su poder sin contemplaciones. Pero esta misma denuncia se ve afectada al proyectar una imagen de Candyman como ángel vengador. ¿Por qué las víctimas son blancas? Esto puede distorsionar la intención principal de la obra, generando rechazo o escepticismo por parte del espectador. La realidad no es negada, pero la manera no es la adecuada: matar a todos los blancos no va a darnos la solución a la discriminación, se ratifica que la violencia nunca traerá buenas cosas y la reacción que genera es en cadena de tal manera que lo que se buscaba “resolver” termina perpetuándose. Claro está que la provocación también es una forma de persuasión, pero creemos que no es apta para todos.
Saber qué son, cómo se establecen y que consecuencias traen los estereotipos, nos permite como espectadores revisar nuestras relaciones; en cuanto a quienes escribimos, la creación de los estereotipos nos invita a reflexionar sobre nuestros propios proyectos, preguntarnos qué imágenes queremos proyectar y para qué. Tampoco se trata de hacer un sobrecuestionamiento de todo lo que consumimos y obsesionarnos con la idea, sino de entender por qué movimientos sociales como Black Lives Matter existen y qué ideales defienden.
María Fernanda González García estudia Literatura en la Universidad del Valle y forma parte de la redacción de Icónica. Ha colaborado en el espacio Cinéfagos de El Colombiano y la revista de cine colombiano Canaguaro.
[1] Stuart Hall, “El espectáculo del otro” en Sin garantías: Trayectorias y problemáticas en estudios culturales, editado por Eduardo Restrepo, Catherine Walsh y Víctor Vich, Universidad Andina Simón Bolívar, sede Ecuador, Quito; Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá; Instituto de Estudios Peruanos, Lima; Editorial Envión, Popayán, 2010, pp. 419-445.
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