Ciro Guerra: Mirada a los bordes de Colo

Ciro Guerra: Mirada a los bordes de Colombia

Por | 12 de febrero de 2019

Pájaros de verano (Ciro Guerra y Cristina Gallego, 2018)

La idiosincrasia colombiana se escapa de toda formalidad política que intente enmarcarla en un escudo, una bandera o un himno, y en busca de su expresión máxima, del símbolo que le haga justicia, recorre el Pacífico, el Caribe, la Orinoquía, los Andes y el Amazonas. Desde 1810, políticos, historiadores y académicos, entendieron que su condición errante era un problema fundamental para la consolidación de la nación,[1] y que no sólo era consecuencia del devastador encuentro entre las culturas indígenas y la española, sino que respondía a una variopinta geografía, en donde las condiciones territoriales, como el clima y la vegetación, se encargaron de modelar diversas formas de vida, que harían de la identidad del país, una nómada.

Y que fuera una nómada significaba toda una odisea política, social y económica por construir una nación de todos los pueblos. El resultado tras doscientos años ha sido el fracaso. En la exhaustiva búsqueda por alcanzarla, nos hemos inventado una propia, una que responde a la identidad de las metrópolis, a “lo andino”, mientras que el olvido estatal y social se apodera de la periferia.

En esta batalla contra la diversidad, el cine colombiano también ha jugado su papel y, sin ánimo deliberado, sino subyugado por las condiciones sociales y económicas, ha contribuido al olvido de los pueblos al narrar con gran detalle aquello que estaba al alcance: la ciudad. Las excepciones eran pocas, hasta la aparición de Ciro Guerra (1981).

Guerra es de Río de Oro, en Cesar, departamento ubicado al noroeste de Colombia que limita con el departamento de La Guajira y con Venezuela. Hace parte del Caribe colombiano, una tierra caliente de vallenatos y piquerías de la que migró hacia la fría Bogotá para estudiar en la Escuela de Cine y Televisión en la Universidad Nacional de Colombia. Durante el rodaje de su primera película La sombra del caminante (2004) interrumpió –y para siempre– sus estudios, porque según el dramaturgo Sandro Romero Rey en su perfil Tiempos de guerra, para el realizador colombiano «la verdadera academia es el cine».

Su opera prima es un ejercicio de reconocimiento y experimentación en el que ya se revelan rasgos esenciales de su filmografía: la fotografía en blanco y negro, la predominancia del sonido natural, las cándidas chispas de diálogo. La sombra del caminante cuenta la historia de Mañe (César Badillo), un hombre que ha perdido su pierna e infructuosamente busca un trabajo para salir de las dificultades económicas. En sus recorridos por Bogotá conoce a un hombre que trabaja cargando gente en su espalda, de allí nace una amistad inusual repleta de un pasado de violencia y marginación.

Este filme se adscribe a una tendencia de narrativas urbanas sobre el desplazamiento, la pobreza, la marginación y la violencia; responde a la ineluctable necesidad del país por producir un cine socialmente comprometido que narre sus convulsas condiciones. Sin embargo, en busca de una reivindicación se han olvidado otras igualmente fundamentales: narrar la belleza y la tragedia de los pueblos de la periferia.

Guerra establece su compromiso social con Los viajes del viento (2009), pero también su determinación a darle nuevas configuraciones, así, se aleja de la capital para viajar hacia su origen, la costa Caribe. En esta road movie a lomo de mula, a la colombiana, narra la historia de Ignacio Carrillo (Marciano Martínez), un juglar vallenato que decide atravesar el Caribe hasta La Guajira para cumplir la promesa de devolver el acordeón del Diablo a su maestro; a su viaje se une Fermín (Yull Núñez) en busca de aprender la música del juglar.

Esta película es toda una oda a la tórrida tierra del Caribe, endulzada con las chicharras de ese verano eterno. Guerra elige tomas panorámicas y sonido natural, y con ello no sólo hace visible el aislamiento del pueblo y sus personajes, sino nuestro tamaño ínfimo frente al majestuoso paisaje, nuestra voz intermitente frente a la voz de la naturaleza. La fotografía apuesta por una composición tan pictórica que recuerda al naturalismo, el impresionismo y a algunos cuadros costumbristas.

Con su segunda película, establece una preocupación por el reconocimiento del espacio natural y su belleza, a la vez que un notable interés por retratar los mitos y ritos de nuestros pueblos, haciendo partícipe de esta construcción de memoria colectiva a sus verdaderos agentes, quienes habitan y escuchan el territorio.

En esta transfiguración del compromiso social, de lo urbano a lo natural, late con una fineza y sutilidad el reconocimiento del conflicto,[2] mediante alegorías a la violencia diseñadas con tal maestría que parece que estuviésemos en presencia de una tragedia griega adaptada al contexto. Basta con recordar el combate a muerte en el puente, en el que una mujer entre llanto y gemidos intenta detener a su hombre que camina enfundado con un machete, y que tras apartarla de un golpe se acerca al centro, listo para la pelea. El juglar hace llorar su acordeón, mientras dos hombres se debaten. El pueblo observa, las sombras se mueven, la sangre se derrama. El pueblo observa, un cuerpo cae al agua, el juglar sigue tocando.

La violencia adquiere un nuevo matiz en El abrazo de la serpiente (2015) donde Guerra se pregunta acerca de la soberanía del territorio mediante la travesía de Karamakate (Nilbio Torres), un chamán del Amazonas que, junto con Richard Evan Schults (Brionne Davis), busca la yakruna, una planta sagrada. Su viaje está plagado por los recuerdos de una aventura décadas atrás, junto al alemán Theodor Koch-Grünberg (Jan Bijvoet). En este encuentro con la cultura ajena, con la otredad, se plantea la inevitable desigualdad de nuestros encuentros culturales. Es la colonización del siglo XX, horadada por la fiebre de caucho y la desculturización que sufrieron los pueblos amerindios con la ambición occidental y la llegada de los católicos capuchinos.

El abrazo de la serpiente (2015)

Guerra nuevamente presenta la exaltación del espacio. Los travellings a través de la selva funcionan como una invitación a entrar cuidadosamente en ella, a contemplar respetuosamente la cultura, la naturaleza y la tragedia. Nos convoca a la periferia, hacia lo desconocido, y nos presenta la extinción cultural de la que somos testigos y actores mediante el blanco y el negro. Su búsqueda de la reivindicación cultural es total, desde la actitud de respeto, la activa participación de la comunidad en la producción y el uso de lenguas nativas, finalmente somos nosotros los que nos sentimos como la cultura ajena, los intrusos.

Es así como llegamos a su obra maestra Pájaros de verano (Ciro Guerra y Cristina Gallego, 2018). La exquisitez de su fotografía y su acompasada narración no nos dicen que su búsqueda ha terminado, porque nunca termina, sino que ha llegado a uno de sus puntos más altos. En La Guajira, durante los años setenta, en lo que se conoce como la Bonanza Marimbera, inicia el narcotráfico en Colombia. Antes de los cárteles y del terror de Pablo Escobar, estuvo el pueblo guajiro.

Grabado en su mayoría en lengua wayuunaiki, este filme cuenta la historia del clan de Úrsula (Carmiña Martínez), una matriarca que interpreta los sueños y aconseja a su yerno en los negocios ilícitos. Con el conflicto entre clanes causado por la venta de marihuana, una cadena de muertos se desatará, desolando al clan de Úrsula. Pájaros de verano está alimentada de un misticismo y una solemnidad que está lejos de ser la historia típica del narcotráfico. Va más allá, y construye toda una fantasía en el desierto guajiro para integrarnos en una narrativa al estilo de una épica compuesta por cantos, en la que nos afligimos por la pérdida de un conocimiento ancestral en el encuentro con otra cultura.

Nuevamente su fotografía se nutre de composiciones pictóricas, esta vez, más surrealistas y psicológicas, para representar el mundo onírico que Úrsula interpreta. Aun así, en el mundo real, no deja de ser avasallante la visión del desierto, de la imponente casa del clan, tan moderna y mágica que representa la fusión perfecta entre la cultura que se va extinguiendo y aquella que se impone.

Esta exaltación geográfica y cultural en su obra, marcada por el ritmo de la destrucción, es una propuesta innovadora que revitaliza la industria cinematográfica en el país, sin embargo, fuera de él, se enmarca en una tendencia internacional acogida por festivales como Cannes, que promueven el encuentro entre lo local y lo global. Bajo el concepto de márgenes fílmicos cosmopolitanos [cosmopolitan cinematic margins] se acogen las obras que realizan una transición desde el “exotismo” de territorios olvidados, en la periferia de un país, hacia un cosmopolitanismo crítico, es decir, la universalización de la obra enalteciendo su diversidad. Sin embargo, esta universalización implica adherirse a las estructuras narrativas y comerciales establecidas por el modelo del festival europeo, paradójicamente, la subversión al sistema cultural establecido se convierte en norma a su vez, en requisito para la difusión internacional.[3]

Aun así, esta tendencia tiene gran valor simbólico, político y cultural, pues se encarga de iluminar los recodos opacados por las narrativas hegemónicas. Las obras de Guerra desafían tales narrativas mediante la relación mágica que establece con el espacio y sus habitantes, de manera que logra germinar la nostalgia por el lugar olvidado y la cultura perdida, no obstante, su última obra, Pájaros de verano, es especialmente transgresora por el desarrollo de poderosos personajes femeninos, con los que se empieza a dibujar un retrato del rol de la mujer, no sólo en las comunidades indígenas sino en el cine colombiano.

Cristina Gallego, productora de La sombra del caminante, Los viajes del viento, El abrazo de la serpiente y Pájaros de verano, incursiona por primera vez en la dirección junto con Ciro Guerra en la última producción conjunta, accediendo a un cargo usualmente ocupado por hombres en el país. Con el foco encima, no sólo se hace visible la importancia de la presencia femenina en la industria cinematográfica sino que se ilumina el papel fundamental que ha jugado como productora para que la filmografía de Guerra sea lo que hoy es. Gallego (Bogotá, 1978) ha asumido su compromiso por un cine diverso mediante la búsqueda de nuevos modos de producción, nuevos mecanismos de financiación, como la coproducción en alianza con países extranjeros, que hacen de la utopía de las ideas una realidad filmada.

Desde la apertura económica a la industria cinematográfica en el país a partir de la Ley 814 de 2003 y la producción Los viajes del viento, son cada vez más las historias que se adhieren a la tendencia de los márgenes fílmicos cosmopolitanos, entre ellas se encuentra El vuelco del cangrejo (Oscar Navia, 2010), La Sirga (William Vega, 2012) y La tierra y la sombra (César Acevedo, 2015). Gracias a Ciro Guerra y a Cristina Gallego, a su casa productora Ciudad Lunar, esa realidad filmada se expande y se matiza. Su producción fílmica es resultado de un reconocimiento cultural del país, que ha traído consigo la aceptación de nuestra identidad cultural errante y de la inutilidad de enmarcar lo que somos en una sola representación simbólica. Han hallado una mejor respuesta: es el eterno encuentro cultural de los pueblos el momento que abraza lo que somos.


Juanita Porras estudia el máster en Estudios Literarios en la Universidad Nacional de Colombia.


[1] Tras la independencia en 1810 de varias provincias de la Nueva Granada (en la actual Colombia) de la Monarquía Española, se inició la construcción de una nueva nación y con ello, la elección de una nueva forma de gobierno, sin embargo las provincias se enfrentaron a los problemas derivados de la fragmentación cultural y social del territorio, integrada por indígenas, negros, mestizos y criollos, por lo que sus intentos por agrupar tanta diversidad fueron infructuosos. Como consecuencia, en 1816 España recupera las provincias, aunque brevemente, pues en 1819 se consolida el proyecto bolivariano de la Gran Colombia (Colombia, Ecuador, Panamá y Venezuela) que terminaría fracasando poco tiempo después.
[2] Por “conflicto” en Colombia me refiero a las distintas formas de violencia desatadas a partir de la época de La Violencia, como el conflicto armado entre guerrillas y el gobierno colombiano. Este proceso histórico trajo consigo más pobreza, violencia, desplazamiento y marginación social.
[3] Ver “The Films of Ciro Guerra and the Making of Cosmopolitan Spaces in Colombian Cinema”, de Maria Luna y Philippe Meers, en Alphaville: Journal of Film and Screen Media, número 14, University College Cork, 2017, pp. 126-142.