"Inicios" del cine colombiano: 1970-1990

"Inicios" del cine colombiano: 1970-1990

Por | 23 de mayo de 2018

Sección: Historia(s)

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Agarrando pueblo (Luis Ospina y Carlos Mayolo, 1978)

¿Cuándo comienza una historia fílmica, cuando se filma una primera película o cuando se dan condiciones para que, después de una serie de muestras inconexas, exista una comunidad creativa? La respuesta histórica precisa es indudable: en el primer momento. Nosotros, sin embargo, tomamos una decisión crítica: consideramos como el inicio del cine colombiano un periodo de dos décadas donde se cimentó la posibilidad de hacer cine en el país.

Dicha posibilidad ocurrió cuando los colombianos que habían estudiado cine en el exterior retornaron al país para retratarlo, a finales de los sesenta y principios de los setenta. Y regresaron a ver con nuevos ojos una época convulsa en lo social y lo político, a nivel nacional por la finalización del periodo de La Violencia (1948-1958), el conflicto bélico entre los Liberales y los Conservadores, a nivel latinoamericano por la Revolución Cubana y a un nivel aún más internacional con Mayo del 68, punta de lanza de varios movimientos juveniles en América y Europa. Como resultado se formaron nuevas expresiones culturales, nuevas propuestas sociales de cambio estructural y una clase de “intelectual” latinoamericano que veía en el cine una oportunidad de acción política, de lucha. No era extraño que hubiese un carácter de denuncia, una necesidad por esclarecer una realidad que hasta entonces parecía haber sido deformada por medio de un nuevo cine social-contestatario que fue denominado cine marginal.

Al mismo tiempo, la proliferación de cineclubes y revistas especializadas, junto a la creación de la Compañía para el Fomento Cinematográfico (FOCINE) en 1971, impulsaron los primeros pasos para la subvención y consolidación del cine nacional. Aunado a lo anterior, en busca de una consolidación económica se dicta la Ley del Sobreprecio, que aprobó un aumento en los precios de taquilla mientras se exhibieran cortometrajes colombianos antes de las funciones de cine extranjero y nacional, provocando una producción excesiva, mayormente de una calidad deplorable y con fines comerciales.

Aun así un gran entusiasmo rodeaba a los aspirantes a cineastas, abriendo paso a un cine de iniciativas personales, así como a ejercicios que conjugaban la academia y el arte. Es entonces cuando Marta Rodríguez y Jorge Silva realizan el primer documental del cine marginal que tendría gran acogida a nivel local e internacional, marcando la pauta de un método y una técnica. A partir de Chircales surgieron proyectos de todo tipo en una espiral creciente, hasta el cierre de FOCINE, que ya es otra historia.

Este recuento no es exactamente cronológico. Como solemos proceder en Icónica, en algunos momentos, sobre todo en la aparición de directores notables, abordamos la obra entera y volvemos en el tiempo, para continuar con las películas y obras de mayor relevancia, haciendo una especie de rizos o viajes en el tiempo.

 

Chircales (Marta Rodríguez y Jorge Silva, 1972)

Entre 1968 y 1972, Marta Rodríguez y Jorge Silva hicieron varias incursiones fílmicas al latifundio urbano de Tunjuelito, a las afueras de Bogotá, donde la familia Castañeda, de dos padres y demasiados hijos, vivía apretujada en una casucha asentada en un terreno ajeno, bajo la condición de trabajar en un chircal, una ladrillera primitiva, en condiciones prácticamente feudales. La paga mísera obligaba a que la familia entera trabajara. El resultado es un clásico del documental latinoamericano, Chircales, donde, con un estilo construido sobre el cinéma vérité, con una cámara que interviene poco pero es visible y contrasta con fragmentos sonoros de comentarios de los Castañeda y de los medios de comunicación se abordan, por un lado el machismo, y por otro la pobreza, la sobreexplotación y la exclusión, consecuencia de la estratificación social y el abuso. El fin es claramente hacer una denuncia con las herramientas del marxismo, pero el registro de los reclamos y las ilusiones de la familia lleva el relato mucho más allá del discurso de izquierda. Piénsese en la secuencia de la primera comunión, donde la devoción católica y la tradición contrastan tanto con las promesas y amenazas políticas y la publicidad radial como con la alegría momentánea de un festejo: esa complejidad es la de la vida.

 

Gamín (Ciro Durán, 1977)

Si fuera posible borrar todo lo que Gamín provocó, sólo sería un documental sobre el desamparo, uno bueno además. Durante años Ciro Durán y su equipo filmaron a los gamines, a los niños de la calle, y culminaron una serie breve de cortometrajes con este largo. Gamín sigue a un grupo de niños consiguiendo comida, dinero, pegamento para drogarse, amontonándose para dormir… haciendo lo que los latinoamericanos los hemos visto hacer perennemente. Y si el desamparo de los niños nos hace sentir culpables y miserables, a los europeos, con su tendencia sadomasoquista cristiana a considerarse responsables de todas las desgracias del mundo, los hace sentir peor. Este es el momento en que no se puede borrar lo que el documental provocó. Pese a ser un retrato de la indigencia infantil, difiere de la visión estructurada de Chircales y de la idea que en los sesenta había instaurado Carlos Álvarez, crítico y director de cine, de un cine marginal al gobierno que tomara la cultura como acción. Gamín, al contrario, fue el comienzo de una oleada de películas sensacionalistas, panfletarias y desesperanzadoras, que no descubrían «nuevas premisas para el análisis de la pobreza sino que [creaban] esquemas demagógicos hasta convertirse en un género que podríamos llamar cine miserabilista o pornomiseria», como escribirían Luis Ospina y Carlos Mayolo; películas originadas, en parte como consecuencia imprevista de la Ley de Sobreprecio, y en parte porque las televisoras francesas y alemanas buscaban estos contenidos.

 

Agarrando pueblo (Luis Ospina y Carlos Mayolo, 1978)

Agarrando pueblo es una pieza central en el cine latinoamericano. Es un ensayo divertido, desparpajado y profundo, que parte de la ficción para llegar a la vez al documental y a hacer visible el aparato fílmico. Pero antes que nada, Agarrando pueblo, es la expresión en imágenes en movimiento de las ideas que Luis Ospina y Carlos Mayolo –integrantes de Cine Club de Cali y la revista Ojo al cine, proyectos fundamentales para la cinematografía colombiana– plasmaron en el manifiesto “¿Qué es la pornomiseria?”, citado arriba. Un cineasta de clase acomodada (Mayolo) sale a filmar pobres en las calles de Cali, entre ellos gamines, luego fabrica una familia de actores naturales contratados y busca una choza como locación para un guión tremendista aunque consciente en términos sociales, hasta que la realidad irrumpe en la película. En este momento se convierte en una crítica burlona no sólo al cine colombiano, contra el que apunta, sino de todas las películas sórdidas y alimentadas del hambre, de Glauber Rocha a Arturo Ripstein, que eran a la vez el legado artísticamente más relevante de la zona y una apuesta segura en los festivales y la televisión del primer mundo. No se puede dudar de la genuinidad ni de la relevancia del arte preocupado por la situación social de la Latinoamérica empobrecida, antiimperialista, no alineada y resistente de los sesenta y setenta, sólo que tampoco se puede dejar de notar cómo esa tendencia embonó perfectamente con los intereses de los grandes circuitos artísticos y económicos contra los que protestaba. En Agarrando pueblo, Ospina y Mayolo, al visibilizar la contradicción aún vigente entre la preocupación social del arte y los intereses económicos, hicieron la autocrítica burlona que era –y sigue siendo– fundamental y urgente.

 

Luis Ospina

Pura sangre (1982)

En Luis Ospina es posible rastrear una noción no convencional del séptimo arte, consecuencia de un vasto conocimiento de la cinematografía colombiana que se había gestado hasta el momento, una atracción por lo fantástico, el horror y el mal que nace del gusto por la literatura gótica y el film noir, y un interés por tratar las problemáticas urbanas de Cali. Aquello devino en unas simbiosis artísticas visibles en películas como Pura sangre (1982) donde ilustraba el horror fantástico con la historia de un magnate de la alta sociedad caleña que sobrevive gracias a las transfusiones de sangre de niños y adolescentes, y como Soplo de vida (1999), un film noir sobre un detective que en busca de resolver el asesinato de una mujer descubre los hombres de su pasado. El documental sería el género donde Luis Ospina encontraría gran acogida, al provocar una ruptura de la visión antropológica que hasta entonces circundaba el género y formular retratos experimentales de artistas en películas como Andrés Caicedo: Unos pocos buenos amigos (1986), Ojo y vista: Peligra la vida del artista (1988), La desazón suprema, un retrato incesante (2003) y Un tigre de papel (2007). En sus documentales, Ospina retoma la postura contestataria de su juventud y, además de reflejar la objetividad y precisión con que el director ve el país, se convierten en procesos de memoria, al recordar por medio de figuras artísticas y momentos históricos lo que han sido el arte y la vida en la Colombia de su vida.

 

Carlos Mayolo

La mansión de Araucaíma (1986)

Carlos Mayolo es un creador excéntrico que plagó su producción artística de experimentos estéticos que conllevan inquietudes sociopolíticas. Compartía con Luis Opsina  y el escritor Andrés Caicedo –tercer integrante del Cine Club Cali– un interés por desenmarañar los oscuros secretos de la alta sociedad caleña, siendo el medio por excelencia para dicha tarea el horror fantástico. Tal interés lo llevó a confeccionar películas como Carne de tu carne (1983), que cuenta la relación incestuosa de dos medios hermanos de la alta sociedad en busca de descubrir los secretos de su pasado familiar, y La mansión de Araucaíma (1986), basada en la novela homónima de Álvaro Mutis, donde una modelo irrumpe en una extraña mansión ocupada por habitantes estrafalarios. Mayolo, además de ser reconocido por abordar el deterioro de la clase alta, y por una producción constante y diversa que recoge el documental, la ficción y las series de televisión, es reconocido como el creador del gótico tropical, género que transpone los códigos del horror europeo (vampirismo, canibalismo) al contexto social, político y económico de la Tierra Caliente colombiana y al que pertenecen sus dos películas recién mencionadas, la ficción de Luis Ospina y la literatura de Andrés Caicedo.

 

Jairo Pinilla

Triángulo de oro, la isla fantasma (1983)

Para la historia del cine colombiano una figura como Jairo Pinilla es fundamental, en tanto que su producción se presenta como un intento ontológico por entender la condición humana a través del mal y  los miedos de la época. Pinilla es el padre del terror, del suspenso y la ciencia ficción en el país, es un creador original y osado que hace cine por gusto, un cine que asusta y hace reír, absurdo y bizarro, tanto así que ha llegado a ser denominado el Ed Wood colombiano. Sus películas fueron financiadas por empresarios de talla media, se dice que por camioneros, monjas y dueños de discotecas, quienes a cambio del dinero pedían participación actoral. Fue precisamente gracias a ellos que pudo sacar su primer largometraje Funeral siniestro (1977) que cuenta la historia de la muerte de Lucrecia y los extraños sucesos que acompañan a su funeral. Luego de su primer éxito, vendrían películas como Área maldita (1979), 27 horas con la muerte (1981) y la famosa Triángulo de oro, la isla fantasma (1983), primera película que usó efectos especiales y que fue doblada al inglés, por lo que se creía que era de origen estadounidense. La estética de su cine evidencia la austeridad con que fueron producidas muchas de sus películas, pero también la creatividad con que resolvía los problemas técnicos e implementaba elementos visuales y sonoros nunca antes vistos en el país. Tras permanecer durante años en el olvido nacional, Jairo Pinilla resurge como un director de culto. Más allá de discutir su calidad narrativa y estética, es necesario reconocer su tenacidad y pasión por expresar –a pesar de las dificultades económicas y las críticas– su estilo y su visión bizarra del mundo en el cine.

 

La virgen y el fotógrafo (Luis Alfredo Sánchez, 1983)

La virgen y el fotógrafo (1983), el primer largometraje de Luis Alfredo Sánchez, es una cinta muy particular: comedia picaresca con énfasis en lo folklórico por un lado, experimento estético de imágenes extravagantes por otro. Contada casi de manera coral, la cinta presenta a varios personajes caricaturescos del imaginario popular  colombiano, a quienes vemos relacionarse en numerosos escenarios, todos girando alrededor del robo de las joyas de la virgen de la iglesia local. Si bien en momentos la trama puede parecer carente de sentido y dirección, hay que entender la película como un esfuerzo por hacer que las imágenes hablen por sí mismas, no sólo como portadoras de una historia sino como obras artísticas “autónomas” que develan la mirada y la sensibilidad de su creador, tal y como lo hacen las fotografías que toman el protagonista y el mismo Sánchez en sus trabajos documentales. Repleta de iconos, erotismo, sensualidad, música y referencias –la más notable por su repetición y semejanza es a Blow Up (1966) de Michelangelo Antonioni– esta película revela, también, las transfiguraciones de la idiosincrasia política colombiana: de conflictos entre liberales y conservadores religiosos a la presencia cada vez más notoria del narcotráfico, en este caso, el Cártel de Cali.

 

Lisandro Duque Naranjo

Milagro en Roma (1986)

Lisandro Duque fue uno de los muchos directores empíricos que se autoinstruyeron en el oficio con la producción de cortometrajes, en el contexto de la Ley del Sobreprecio, ya mencionada. Hasta 1982 realizaría su primer largometraje El escarabajo, que contaba la historia de un ciclista y dos amigos que, con la ilusión de un futuro mejor, terminan robando el cine del pueblo. Se trató de un drama que difirió de la ola experimental-artística y social-contestataria que había caracterizado al cine colombiano hasta el momento, al contar una historia relativamente directa. Tres años después estrenaría su película Visa USA (1985) que además de reconocimiento le granjearía la amistad de Gabriel García Márquez, con quien escribiría el largometraje Milagro en Roma (1986). Su producción no sólo se concentró en la industria cinematográfica, puesto que su trabajo en televisión sería especialmente reconocido por La vorágine (1999), adaptación televisiva de la famosa novela homónima de José Eustasio Rivera. Con la colaboración de Gabriel García Márquez escribiría el guión de una de sus mejores obras Los niños invisibles (2001), una película sobre la inocencia que relata la historia de tres niños en busca de ser invisibles mediante un conjuro. Esta narrativa fantástica se desarrolla en –y alimenta de– La Violencia.

 

Cóndores no entierran todos los días (Francisco Norden, 1984)

Basada en la novela homónima de Gustavo Álvarez Gadeazábal, Cóndores no entierran todos los días narra la vida y lucha de León María Lozano, alias El Cóndor, un devoto miembro del partido Conservador. En principio presentado como víctima de las intimidaciones de los habitantes mayoritariamente liberales de su pueblo, la cinta va develando el verdadero carácter del protagonista quien se convierte en el líder de Los Pájaros, un grupo paramilitar que amenaza y mata a todo poblador que no coincida con la ideología conservadora de León María. El relato registra un momento coyuntural para el comienzo de La Violencia, las revueltas ocasionadas en la periferia del país por el asesinato del caudillo liberal Jorge Eliécer Gaitán, en lo que es conocido como El Bogotazo, y las posteriores consecuencias de dicho atentado. La película expone además la impunidad garantizada por el gobierno conservador de turno a los actos del Cóndor, un personaje de aquellos que no escasearon en América Latina durante el siglo pasado. Filmada con austeridad –con numerosas escenas de un solo plano– la película de Norden es uno de los testimonios de las limpiezas políticas extraoficiales que tuvieron lugar en el continente; pugnas de personajes viles que con tal de no perder la ilusión de un poder total, masacraron los ideales que supuestamente defendían.

 

Con su música a otra parte (Camila Loboguerrero, 1984)

Cuando Mirta vuelve de Estados Unidos, tiene el deseo de convertirse en una cantante pop que interprete canciones en inglés, pero su madre, Olga, cantante de música tropical no lo soporta y la anima a que se vaya con su música a otra parte. Esa otra parte es Bogotá, donde Mirta, comienza a relacionarse con varios artistas de disciplinas y tradiciones distintas. La película contiene momentos de gran carga emotiva, donde es evidente una mirada femenina, especialmente, en lo que se refiere a la disputa familiar, siendo clara la oposición a las convenciones sociales impuestas a la mujer de la época. Camila Loboguerrero también retrata, tanto el conflicto entre tradición e innovación externa (aculturación y resistencia), como su imposible solución, en este caso fuera de la película, en el camino doble de la preservación y la hibridación. A través de esta música, y esta transformación inevitable la realizadora habla del desarraigo cultural y del flujo homogenizador global que comenzaba a hacerse visible en los ochenta, y que sería el patrimonio de jóvenes pertenecientes a un mundo nuevo.

 

Tiempo de morir (Jorge Alí Triana, 1985)

Hablar hoy de la relevancia literaria de Gabriel García Márquez y Carlos Fuentes es una obviedad. Sin embargo, su apenas recordada labor como guionistas en Tiempo de morir (1966), el western que dio inicio a la carrera como director de Arturo Ripstein, es una proeza que parece tan inmune al tiempo como la sed de venganza que da pie a la historia. Con su remake de 1985 –muy fiel a la primera versión–, Jorge Alí Triana también da inicio a su carrera como director y comprueba que dos décadas después de la primera aparición de Juan Sáyago en pantalla, el conflicto entre rencor y perdón de la cinta permanece vigente y atractivo, en gran medida, por el oficioso manejo de los símbolos canónicos del cine de vaqueros, esta vez retomado en un paraje colombiano de corralejas y vallenato. El relato narra la historia de un forastero que, tras concluir su tiempo en la cárcel por haber matado a un hombre en defensa propia, regresa a su pueblo para encontrarse con el hijo del difunto, quien desea ajusticiarlo a toda costa. A diferencia de otras películas del género, en Tiempo de morir no hay balazo en la espalda que automáticamente signifique un acto de cobardía: todas las acciones que ocurren en pantalla están contenidas y son causa de la relación que los personajes mantienen con el pasado, así los héroes son sólo aquellos que logran pactar una tregua con el presente.

Hay tres diferencias primordiales entre la versión de Ripstein y la de Triana. Primero, mientras que la cinta mexicana transforma al viejo pueblo en una encarnación del resentimiento, en la segunda, el director colombiano fragmenta el espacio de acuerdo con la manera en que los personajes han logrado lidiar con el tiempo: los espacios que se recuerdan lucen viejos, mientras que los olvidados se traducen en estilos arquitectónicos modernos. Segundo, Triana apuesta por actuaciones más solemnes, restando los tintes lúdicos de la original. Tercero, la preferencia por el color sobre el blanco y negro en la cinta de 1985. Independientemente de éstas, el guión de García Márquez y Fuentes hace que las mutaciones estilísticas pasen casi inadvertidas.

 

Redacción: Santiago Gómez, Abel Muñoz Hénonin y Juanita Porras, quien también dirigió la investigación.

Agradecemos a Katia González su asesoría para esta serie.