Cine colombiano contemporáneo: El espejo astillado de un país
Por Pedro Adrián Zuluaga | 17 de diciembre de 2018
Sección: Ensayo
Temas: Cine colombianoCines latinoamericanosSenses of Cinema
Pájaros de verano (Ciro Guerra y Cristina Gallego, 2015)
Versión en inglés / English version: Senses of Cinema
Colombia ha entrado en la imaginación internacional a través de dos relatos predominantes. Como el país en donde, gracias al genio literario de Gabriel García Márquez, se acunó un programa estético-político: el realismo mágico, que supuestamente le hace justicia a su realidad exuberante y desmesurada. O como la nación astillada por la guerra: el país víctima de un conflicto civil prolongado en el tiempo donde reina una de las guerrillas más antiguas del mundo (las FARC, organización que en 2016 firmó un acuerdo con el gobierno colombiano que la convierte en un actor político no armado) y narcotraficantes célebres por su malicia y su maldad. El primer relato ha sido reproducido por un cine que acoge –y exagera– lo fantástico e inverosímil. El segundo, por el dominio de una estética realista, con eventuales trazas de melodrama, pero siempre anclada a los hechos y al referente de la realidad. Una estética que el cine pudo haber inaugurado pero que ha tenido un relevo y una segunda vida en la televisión o en los nuevos formatos audiovisuales a partir de series como Narcos (2015 a la fecha), producida por Netflix.
Estos dos relatos, por supuesto, no agotan la complejidad de Colombia, pero la encuadran en marcos fácilmente comprensibles que satisfacen demandas internacionales de exotismo y diferencia. Nuestra diferencia es producida desde afuera y acatada desde adentro, pero se equivocan quienes creen que ese adentro y ese afuera corresponden con exactitud a lo local y lo global. Pensar en esos términos supone ignorar que la subordinación requiere de aprobación y consenso; en últimas, es una diferencia dosificada y administrada y, para su ejecución, necesita de una burocracia o un funcionariado que medra en fondos, festivales, institutos, ministerios, empresas… El artista, no pocas veces, actúa como un funcionario más (con la llave para interpretar la realidad y, sobre todo, con los medios para divulgar su interpretación), que recibe su salario correspondiente. Esto quiere decir que los mecanismos de exotización pueden actuar tanto en París y Cannes como en Bogotá y Medellín. Entender por qué funcionan, más que sólo diagnosticarlos, es uno de los propósitos de este artículo.
La tensión entre realismo mágico (algo esencialmente incomprendido, en donde se suele omitir la sujeción de lo mágico a la estructura más profunda de la realidad) y realismo a secas ya estaba expresada en una emblemática muestra de veinte películas colombianas –entre largos de ficción, documentales y cortos– que se exhibió en 1990 en una sede ejemplar: el Museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA). La retrospectiva del MoMA producía un recorte y un sentido desde su mismo título: Colombian Cinema: From Magic to Realism. De hecho, parecía describir una inevitable progresión de un estadio primitivo de gracia (la magia) a una caída (el realismo).
Magia y realismo condensarían, según esta visión, los dos estadios que ilustran el devenir histórico del cine colombiano. El título sugiere un desplazamiento en donde el realismo extremo de Rodrigo D: No futuro (Víctor Gaviria, 1990), la película más reciente de la muestra del MoMA, anularía la vigencia del imaginario mágico-realista vinculado al mundo literario de García Márquez. En los últimos años, sin embargo, algunos films intentan la síntesis de estos dos relatos. El mejor ejemplo de este nuevo programa estético-político es el cine del joven director Ciro Guerra y su productora Cristina Gallego (que comparte con Guerra crédito de dirección en la cuarta película en común). Tanto en Pájaros de verano (Gallego y Guerra, 2018) como en El abrazo de la serpiente (Guerra, 2015), lo mágico y lo realista son reiterados a la vez que puestos en crisis. Así, ambas películas se vuelven como condensaciones de todos los desafíos, contradicciones y paradojas de la relación del cine colombiano con el país.
El abrazo de la serpiente se estrenó en la Quincena de Realizadores de Cannes y logró, en 2016, ser nominada como mejor película en lengua extranjera a los premios Óscar. El film de Guerra retrata la exuberante naturaleza amazónica, pero en vez de ceder a un despliegue de espectacularidad visual decide mostrarla en un abstracto blanco y negro. El mismo afán anticelebratorio se encuentra en el tratamiento de la diversidad lingüística y cultural de Colombia, que la Constitución Política de 1991, aún vigente, había reconocido en un tono exaltado.
El abrazo de la serpiente (Ciro Guerra, 2015)
El abrazo de la serpiente muestra y comenta, de forma crítica y desencantada, la representación de los pueblos indígenas en la tradición literaria e iconográfica, y construye toda su narrativa a partir de una conciencia de la cruenta historia de exterminios y escrituras violentas que forzaron la entrada de estos pueblos a la historia y el progreso, al precio de su casi total aniquilación. La película pretende entonces hacer un ajuste de cuentas histórico, trayendo esos márgenes geográficos y culturales al relato central de la nación. En este traer los márgenes al centro la película de Guerra repetía un gesto insistente en el cine colombiano contemporáneo: filmar geografías periféricas, registrar con voluntad antropológica espacios amenazados por la guerra y el capitalismo depredador y poner en el centro de lo narrativo una contradicción insoslayable entre progreso y tradición. El vehículo narrativo es un estilo internacional comprensible que permitió la aprobación de este cine por un prestigioso circuito de festivales. Entre estas películas hay que mencionar títulos como El vuelco del cangrejo (Óscar Ruiz Navia, 2009), Porfirio (Alejandro Landes, 2011), La Sirga (William Vega, 2012) y La tierra y la sombra (César Acevedo, 2015).
De forma más o menos paralela a estos ejercicios de “justicia poética”, ocurrían los acercamientos y luego el largo proceso de paz entre el gobierno y la guerrilla de las FARC, que, a pesar de sus múltiples tropiezos, logró poner fin al conflicto más antiguo de Latinoamérica. Este proceso agudizó la discusión sobre la enormidad de las cuentas por saldar en una sociedad como la colombiana. En el difícil posconflicto por el que atraviesa el país también surge la pregunta sobre los relatos sumergidos por causa de la centralidad de la guerra y la posibilidad de que, ahora, en otro escenario, irrumpan nuevas narrativas y vean la luz otros personajes, paisajes y zonas de la realidad.
Toda esta discusión se da en un momento de ambiguo florecimiento del cine colombiano, con una producción de cerca de 50 largometrajes por año, cifra que convierte a la industria cinematográfica del país en la cuarta de Latinoamérica, después de los gigantes históricos: México, Brasil y Argentina. Este fortalecimiento industrial se explica por una confluencia de fenómenos, entre ellos una renovación generacional que volvió muy atractivas las carreras profesionales relacionadas con el audiovisual, una fuerte inversión económica en empresas de servicios y, sobre todo, un marco legal que garantiza la formulación de políticas de apoyo desde el Estado y que ha dado seguridad a la inversión privada, en combinación con el mecenazgo estatal.
El punto de inflexión de esta nueva etapa del cine colombiano se puede datar en 2003, con la aprobación en el parlamento colombiano de la ley 814 o Ley de Cine. Este marco legal reconocía la existencia de unas fuerzas y agentes sociales que precisaban de un marco institucional para pasar del aventurerismo de hacer películas a la consolidación de una cinematografía heterogénea pero vital, en la que, a falta de grandes obras individuales, se puede reconocer un loable esfuerzo de expresión y organización colectiva.
El cuerpo de la nación y la nación sin cuerpo
El cine colombiano se ha visto, en los últimos años, atravesado por múltiples preguntas y paradojas que tienen que ver con los fundamentos de su identidad. Por ejemplo, ¿qué es lo colombiano en el cine de un país con una historia de innumerables diásporas, disgregaciones y violencias?, ¿cuáles son las herencias dignas de reivindicar?, ¿dónde están los padres?
Un año después de la aprobación de la Ley de Cine, el Festival de San Sebastián estrenó la opera prima de Ciro Guerra, La sombra del caminante (2004), que se exhibió en 2005 en Colombia y en medio de otro controvertido proceso de desmovilización, en este caso del grupo paramilitar de derecha Autodefensas Unidas de Colombia (AUC). En la película de Guerra, un asesino (el victimario que carga gente en una silleta que lleva a sus espaldas) y una víctima se encuentran cara a cara, protagonizando una confrontación ética que tiene ecos de lo planteado por el filósofo Emmanuel Levinas y su idea de un reconocimiento centrado en la experiencia del rostro del otro.[1] Al mirarse y reconocerse, la víctima y el victimario de esta película encuentran que aquello que los une es más profundo que lo que los separa. Su experiencia común de soledad y desamparo es la condición para que nazca la posibilidad de una nueva fraternidad.
La sombra del caminante fue una película pionera de lo que podría ser un cine del posconflicto. Por supuesto no el único cine posible, pero sí uno que asume el imperativo de convocar los fantasmas que la guerra ha dejado a su paso y materializarlos en una narrativa que nos muestra una pedagogía del perdón y la reconciliación. En un sentido mucho más pragmático, la película demostró que era posible hacer un cine de bajo presupuesto, con una estrategia de producción que combina dineros locales y fondos internacionales de financiamiento.
Esta película empezó a perfilar no solo unas nuevas estéticas sino antes que estas una nuevas maneras de producción y un papel protagónico –aunque casi siempre discreto– del productor. Detrás de La sombra del caminante estuvo la empresa Ciudad Lunar, donde coincidieron las productoras Diana Bustamante y Cristina Gallego, ambas egresadas de la Escuela de Cine de la Universidad Nacional, la más importante carrera audiovisual del país y un gran factor en la renovación de su cine. Bustamente y Gallego trabajaron juntas en el segundo largometraje de Ciro Guerra, Los viajes del viento (2009), y luego, con sus respectivas casas productoras Burning Blue y Ciudad Lunar, se volvieron la piedra angular de la presencia internacional del cine colombiano (Burning Blue produjo La tierra y la sombra, que en 2015 ganó la Cámara de Oro en Cannes, el reconocimiento de más prestigio que ha obtenido el cine colombiano en toda su historia, y lidera la preproducción de Memoria, un film que el director tailandés Apichatpong Weerasethakul rodará en Colombia en 2019).
La tierra y la sombra (César Acevedo, 2015)
Bustamante fue productora de El vuelco del cangrejo, de Óscar Ruiz Navia, estrenada en el Festival de Toronto en 2009. Esta película es un hito del cine colombiano contemporáneo por la forma ejemplar como captó un momento de la historia del país en una narrativa que se insertó en un diálogo con el cine internacional de ese momento, especialmente el producido en otros países del sur y reconocible en rasgos estilísticos como la incorporación de actores no profesionales y un fuerte aliento documental.
Cinco años después de la implementación de la Ley 814, la opera prima de Ruiz Navia señaló, como en su momento lo había hecho La sombra del caminante, un camino para lo que, no sin incomodidad, se podría nombrar como un “nuevo cine colombiano”. La paradoja de esta novedad es que, al mismo tiempo, en ella se actualizan las preguntas y las respuestas que ya habían estado presentes en el boom literario latinoamericano. El crítico uruguayo Ángel Rama identificó el modus operandi de la temprana narrativa garciamarquiana: «Modernización de la escritura narrativa y americanización profunda del asunto y su significación».[2] Esta dialéctica mencionada por Rama va a ser recuperada por este nuevo cine, aunque, por supuesto, en las condiciones permitidas por el presente histórico. El triángulo se completa con la mirada europea (o en general de los países del norte) sobre esta producción cinematográfica, lo que de nuevo evoca al boom literario, inventado como fenómeno editorial en Europa.
Filmada entre una comunidad afrodescendiente del litoral Pacífico colombiano, El vuelco del cangrejo pone en escena un conflicto político y cultural que permite leer las huellas de la guerra colombiana y sus móviles principales: la propiedad de la tierra, la tensión entre lo tradicional y las ideas divergentes de progreso y desarrollo. Si bien es un film heredero del cine sobre la violencia y su carga realista (es decir, de uno de los relatos dominantes del cine colombiano), aquí esa herencia aparece reenmarcada y filtrada por lo que Rama llamaría una escritura narrativa moderna: personajes opacos y problemáticos difíciles de reducir a nociones psicologistas simples, anécdotas argumentales tenues en la superficie pero fuertemente tensionadas en el fondo (muchas veces sugeridas o fuera de campo) y un realismo de la ruralidad cotidiana. Son rasgos narrativos y estilísticos que bien se pueden reconocer en otras películas internacionales de este periodo y también producidas en países del sur, lo que sin duda facilitó la circulación y el buen suceso de este y otros films.
El vuelco del cangrejo (Óscar Ruiz Navia, 2009)
El vuelco del cangrejo renegocia con los temas y tópicos recurrentes del cine colombiano anterior, asumiendo el legado con incomodidad y voluntad de llevarlo a otra parte. De un lado, el sustrato filosófico de la Ley de Cine exigió volver a pensar el lugar del cine y su responsabilidad en la creación de un cuerpo de relatos de identidad y fundación, en un país fallido desde su origen, en parte por haberse narrado muchas veces desde la negación de su heterogeneidad constituyente. Esta herencia ha sido asumida principalmente por un grupo de directores jóvenes, que tiene otros intereses y una formación distinta a la de las generaciones precedentes. Estos directores, que hoy se han apropiado del capital cultural y simbólico para hacer cine en Colombia, han sido en su mayoría formados en carreras de cine o áreas afines, de Colombia y del exterior, y tienen rituales de reconocimiento que los diferencian de los directores de otras épocas: su experiencia de vida está más anclada a la ciudad y han definido parte de su identidad en relación con la cinefilia y la cultura de masas, que no son necesariamente términos antitéticos. El cine –o lo audiovisual– viene a ser como una patria sustituta en la que se reconocen mejor que en las porosas fronteras geográficas en las que han crecido.
Una buena parte de las películas de estos directores, no obstante, en vez de perderse en las representaciones del no-lugar, se desplazan a los márgenes del país para darle entidad narrativa a unas geografías escasamente nombradas por la tradición cultural. Este mapeo etnográfico viene dándose desde décadas pasadas. El cine de Víctor Gaviria se vuelve así un referente ineludible del cine colombiano actual, incluso si esa ascendencia no es reconocida de forma explícita. La particular poética de Gaviria tuvo una fuerte visibilidad, refrendada por su doble presencia en la selección oficial de Cannes con Rodrigo D. No futuro (1990) y La vendedora de rosas (1998), y ha sido objeto permanente de atención académica, social y mediática, al punto de que muchas discusiones en torno a la categoría de pornomiseria terminan bordeando estos títulos.
Para entender el horizonte histórico en el que se inscribe la discusión sobre la pornomiseria hay que devolverse a 1978, año en el que los directores colombianos Luis Ospina y Carlos Mayolo estrenaron el cortometraje Agarrando pueblo, en el que señalaban la miseria moral y estética de las representaciones dominantes de la pobreza y el margen social en el cine colombiano y del “tercer mundo”. Este “documental”, irónico y autoconsciente, develaba el triángulo que hacía posible el “vampirismo de la miseria”. De un lado, la existencia de sujetos sociales marginados de las promesas del desarrollo y el bienestar. De otro, los cineastas que tomaban provecho de esas condiciones dadas. Y en tercer término, una mirada europea hambrienta de ver verificada, en representaciones muy esquemáticas, su buena (falsa) conciencia. En torno a este esquema triangular Mayolo y Ospina acuñaron la expresión pornomiseria, que ha sobrevivido al tiempo y se ha convertido en un termino comodín, que a veces aclara y otras oscurece el juicio sobre un corpus de películas que no para de crecer.
Muchas de las discusiones interinas sobre el cine colombiano terminan por preguntarse si en estos nuevos tiempos y considerando la nueva cinematografía colombiana puede haber trazas de esas prácticas, por la persistencia tanto de la inequidad social como de la mirada eurocentrista (que no sólo está ubicada en Europa, como se dijo antes) condescendiente sobre estas realidades. La respuesta –parcial– es que resulta indispensable actualizar los análisis examinando las situaciones concretas aquí y ahora, y las películas una a una.
El grupo de nuevos directores y obras no es en realidad nada homogéneo. No hay un programa político colectivo, aunque evidentemente existan las miradas que coinciden. Mi hipótesis es que se trata más de los condicionamientos propios de una época que, a fin de cuentas, es la autora inconsciente de las películas. Films como el mencionado El vuelco del cangrejo, Los colores de la montaña (Carlos César Arbeláez, 2011), Porfirio, La playa D.C (Juan Andrés Arango, 2012), La Sirga (William Vega, 2012), Violencia (Jorge Forero, 2015) , La tierra y la sombra (César Acevedo, 2015), Siembra (Ángela Osorio y Santiago Lozano, 2015) y Oscuro animal (Felipe Guerrero, 2016) rehúyen, por ejemplo, la tentación “pornográfica” de mostrar el acontecimiento de la guerra –siempre obsceno o difícilmente representable– y escogen perseguir sus marcas, dirigiendo el foco a quienes sufren las consecuencias del conflicto, incluso si son victimarios. En películas como el thriller Perro come perro (Carlos Moreno, 2008), los films de terror El páramo (2011) y Siete cabezas (2017), ambos de Jaime Osorio Márquez, o el western regional Pariente (Iván Gaona, 2016), es notoria la voluntad de hacer comentarios oblicuos sobre la violencia en Colombia, a pesar de la sujeción a los códigos del género.
Siete cabezas (Jaime Osorio Márquez, 2017)
Porfirio es un caso muy representativo de narrativa sin grandes clímax y de la concentración de este nuevo cine sobre los cuerpos lastimados, como huella principal de la guerra. La película de Landes, que se estrenó mundialmente en la Quincena de Realizadores de Cannes, se inspira en el caso de un aeropirata que secuestró un avión para buscar la atención del gobierno sobre una indemnización tras haber sido víctima de una bala que dejó su cuerpo impedido para muchas funciones básicas. Los momentos de un mayor interés narrativo, según una perspectiva convencional, como el secuestro del avión, son evitados. Así, el público centra su atención en el entorno familiar de Porfirio y en el trazo de la guerra en su subjetividad y sus relaciones más inmediatas.
Lo que ha llegado a conocerse como el cine de la violencia en Colombia tiene una tradición ininterrumpida y acumulada, a partir de los títulos fundacionales como el cortometraje Esta fue mi vereda (Gonzalo Canal Ramírez, 1958) y El río de las tumbas (Julio Luzardo, 1965). Como ya se dijo, las nuevas películas no desestiman totalmente esta tradición, sólo la desplazan y reenfocan. Filmografía reciente como la arriba mencionada se detiene en los síntomas que expresan los cuerpos, individual y social, después de décadas de conflicto. Si el cine anterior abundaba en motivos como los cadáveres en el río, el fuego arrasador, la mujer y el territorio violados, el nuevo cine visita con insistencia los espacios en ruinas y trabaja la idea de la nación como un “cuerpo enfermo”.[3]
Este macrorrelato incide tanto en el cine documental como en las ficciones, aunque con procesos de elaboración distintos. Casas y pueblos abandonados; nostalgia por el hogar perdido; invención del yo a partir de los repositorios de la memoria como cartas, fotos y archivos audiovisuales; intenso deseo y real imposibilidad de recuperar un centro del mundo que siempre es afectivo aunque pueda desplegarse arquitectónicamente, son temas que obseden y que películas como La tierra y la sombra llevan a un alto grado de elaboración formal y vuelo poético a veces manierista.
Las películas llamadas de autor –término equívoco y que no pocos consideran obsoleto por plantar una falsa disyunción con las películas definidas como comerciales– y en todo caso filtradas por la influencia de la cinefilia internacional al uso, son las que más concitan la atención de los festivales y todo el entramado institucional que las rodea. Esta producción convive, en el mercado doméstico, con una cinematografía de signo muy distinto: películas nacionales, especialmente comedias y cine con una clara vocación de entretener y llevar público a las salas. La asimetría entre el reconocimiento internacional y la recepción del público local para los trabajos autorales, sigue siendo un gran desafío. También la necesidad de evaluar de otras maneras la vida o el éxito comercial de las películas, donde se consideren tiempos de consumo más largos que los de su estreno comercial, que llevan justamente a postular la falsa disyuntiva mencionada arriba.
¿Otro cine? ¿Otro(s) país(es)?
La llegada de las FARC al escenario político como partido de izquierda y el triunfo de la derecha más recalcitrante en las pasadas elecciones de junio de 2018, abren un campo de interrogantes sobre el futuro inmediato del país y la flexibilidad de sus instituciones democráticas para admitir a quienes piensan distinto. La última campaña electoral politizó a sectores de la sociedad que llevaban años sintiéndose cómodos en su aparente neutralidad. El candidato de izquierda, Gustavo Petro –que finalmente fue derrotado en una segunda vuelta–, recibió el apoyo de cineastas, escritores, artistas plásticos e intelectuales, en una toma de posición inédita en el campo cultural colombiano. De otro lado, el escalamiento de la violencia contra líderes sociales, y, en fin, la transformación (pero no desmantelamiento) del conflicto colombiano, plantea un enorme desafío de representación.
En los últimos años, temas sumergidos por la centralidad de la guerra, se habían atrevido a despuntar. Ejemplo de ello son películas sobre dramas familiares o de pareja: Gente de bien (Franco Lolli, 2014), Ruido rosa (Roberto Flores, 2015), Anna (Jacques Toulemonde, 2015), Días extraños (Juan Sebastián Quebrada, 2015) o Adiós entusiasmo (Vladimir Durán, 2017). Allí emergía una dramaturgia de las emociones y los conflictos psicológicos, de escasa tradición en el cine colombiano, y un diálogo con otras herencias (avergonzadas o desplazadas) como las telenovelas o el teatro. Los dos últimos títulos, ambos rodados en Argentina, muestran también los desplazamientos en la producción de películas y la forma como se han intensificado los flujos e intercambios transnacionales que siempre estuvieron presentes en la industria cinematográfica.
Adiós entusiasmo (Vladimir Durán, 2017)
Aunque la visibilidad del largometraje de ficción sigue siendo mayor que la de otros formatos, y concentra el grueso de los estímulos oficiales que se desprenden de la Ley de Cine, es imposible entender la encrucijada creativa del cine colombiano sin considerar la producción documental, los cortometrajes o las películas producidas por fuera de esa política de estímulos (y por fuera del país). El documental colombiano tiene una robusta tradición, vinculado especialmente a la contrainformación, la denuncia y el compromiso político. Sin desprenderse de esa historia, aunque modulándola, el documental contemporáneo que se hace en el país sigue mostrando luchas de comunidades e individuos atravesados por la conflictiva historia colombiana de exclusiones y violencia, pero este tipo de documentales coexiste con miradas mucho más personales: un conjunto de obras que se agrupa bajo la extendida categoría de “documentales del yo”. La distinción, en cualquier caso, no es fácil, pues el yo se manifiesta de muchas maneras en la producción documental colombiana, por ejemplo ordenando el material narrativo como el caso de La impresión de una guerra (Camilo Restrepo, 2015), un cortometraje premiado en Locarno, o recabando en la historia familiar y personal para entender procesos sociales más complejos como en The Smiling Lombana (Daniela Abad, 2018) .
Documentales como Réquiem NN (Juan Manuel Echavarría, 2013), Memorias del Calavero (Rubén Mendoza, 2014), Un asunto de tierras (Patricia Ayala, 2015), o las trilogías Campo hablado (En lo escondido [2007], Los abrazos del río [2010] y Noche herida [2015]), de Nicolás Rincón Gille, y los tres trabajos sobre instituciones de Jorge Caballero (Bagatela [2008], Nacer: Diario de maternidad [2013] y Paciente [2016]), llevan el documental a nuevos búsquedas, no relacionadas con lo urgente o lo coyuntural, sino con los procesos de larga duración que para ser entendidos necesitan de una observación paciente; temas y personajes que no tienen una atención mediática.
Documentalistas veteranos como Luis Ospina, Marta Rodríguez y Óscar Campo mantienen, por su lado, una obra que le da continuidad a sus obsesiones, con lo que se completa un panorama rico en intensidad expresiva y lecturas diversas del país. Cuerpos frágiles (Campo, 2010), Testigos de un etnocidio: Memorias de resistencia (Rodríguez, 2007-11) y Todo comenzó por el fin (Ospina, 2015) reaccionan a nuevas circunstancias y tendencias del documental como la incorporación del archivo en un rico entramado narrativo.
Directores colombianos que viven fuera del país han articulado un eje de producción, con más acento documental, que les permite mantener su vínculo emocional y creativo con Colombia, gracias a los proyectos que realizan en una especie de in between entre sus lugares de residencia y el país nunca abandonado del todo, y donde la subjetividad (e identidad) del cineasta es redefinida y renegociada por el contacto con otras tradiciones y espejos. A esta producción pertenecen las obras de Ana María Salas (Frente al espejo [2009] y En la ventana [2011]), Felipe Guerrero (Paraíso [2006] y Corta [2012]), Laura Huertas Millán (Æquador [2012] y Sol negro [2016]), Juan Soto (Estudio de reflejos [2014] y Parábola del retorno [2016]), Carmen Torres (Amanecer, [2018]) y Felipe Monroy (Los fantasmas del Caribe, 2018), entre muchos otros.
Muchas de las tendencias aquí mencionadas (reiteración de la ruina; búsqueda de narrativas de lo personal, íntimo y familiar; un retorno a lo urbano) han tenido origen o al menos una notable expresión en el cortometraje y desde ese espacio de experimentación y aprendizaje han saltado al largo. Fue precisamente un corto, Leidi (Simón Mesa, 2014), que remite de muchos modos a los universos de Víctor Gaviria, pero que reelabora esa herencia, el ganador de la Palma de Oro de su categoría en Cannes 2014.
Leidi (Simón Mesa, 2014)
Los nadie (Juan Sebastián Mesa, 2016) arrancó también como un corto y en el camino se transformó en un largo –que inauguró en 2016 el más importante festival de cine de Colombia: el de Cartagena. Los nadie hace inevitable pensar en Rodrigo D. Las película de Mesa y Gaviria muestran a jóvenes de la misma ciudad, pero con más de dos décadas de diferencia. Mientras la opera prima de Gaviria era una potente declaración de impotencia frente a un futuro que lucía como proscrito, Los nadie es una celebración de la amistad y la utopía, aunque pervivan muchas circunstancias difíciles. Esta aventura de cinco amigos de Medellín que se resisten a ser encasillados por la violencia, y que buscan viajar juntos en una suerte de viaje de iniciación, expresa simbólicamente la mejor energía de un país que quiere, a pesar de sus contradicciones, no seguir repitiendo su trágica historia. Un país que reconoce a sus padres (y un cine que hace lo propio, en el caso de Los nadie con la herencia de Víctor Gaviria) pero busca transformar esa herencia para que los que están aquí, y los que vienen, tengan una segunda oportunidad sobre la tierra.
Pedro Adrián Zuluaga, periodista y crítico de cine colombiano, fue jefe de programación del Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias (2014-18) y editor de la revista colombiana especializada en cine Kinetoscopio. Es autor de los libros Literatura, enfermedad y poder en Colombia: 1896-1935 (2012) y Cine colombiano: Cánones y discursos dominantes (2013).
[1] Ver Totalidad e infinito: Ensayo sobre la exterioridad, de Emmanuel Levinas, Sígueme, Salamanca, 1999.
[2] Ángel Rama, «La imaginación de las formas», en La hojarasca, de Gabriel García Márquez, Bogotá, Círculo de Lectores, 1984, p. 11.
[3] Juana Suárez, «Economías de la memoria: Imaginarios de la violencia en el documental colombiano (2000-2010)» (ponencia), Segundo Encuentro de Investigadores de Cine, Biblioteca Luis Ángel Arango, Bogotá, octubre de 2010.
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