Sobre Abbas Kiarostami (3/3)

Sobre Abbas Kiarostami (3/3)

Por | 20 de julio de 2016

Sección: Ensayo

Directores:

Temas:

Aquí pueden leerse la primera y segunda partes de este texto.

Salvedades

He evitado a propósito, durante este ensayo, meterme con la relación del cine de Abbas Kiarostami y la sociedad iraní. Fue censurado y se exilió en Francia. Sé que El sabor de la cereza (Ta’m-e gīlās…, 1997) es por muchas razones una película astringente en su país. A pesar de esto, mi desconocimiento de su cultura, sociedad, religión y geografía, me impiden considerar las películas de Kiarostami (Teherán, 1940-París, 2016) desde esta perspectiva. Creo pertinente la disculpa pues esta incompetencia con respecto a su obra, disminuye por mucho, el verdadero alcance de su trabajo.

Por otra parte, quiero expresar mi resignación ante la vastedad de la obra del artista iraní. Abbas Kiarostami, además de cineasta, fue poeta sintético y perdurable, y como mencioné anteriormente, también un fotógrafo excepcional. Tuvo un interesante diálogo, un intercambio visual con Víctor Erice, otro poeta del cine, autor de la invaluable película El sol del membrillo (1992). Así como participaciones con otros directores como guionista. Fue un hombre prolífico y, según podemos saber, generoso.

Pero antes de terminar, para compensar de lo que no puedo hablar, de lo que omito, me gustaría enfocarme de un modo más concentrado (hasta aquí he hablado sobre elementos generales en la obra de Abbas Kiarostami), en una de sus películas. La que a mí más toca.

 

El viento nos llevará

Luego de ver El viento nos llevará (Bād mā rā khāhad bord, 1999) escuché a una muchacha que decía a su pareja antes de levantarse y salir de la sala: «Pero, ¿qué es esto? Debería llamarse: Ping-pong». La muchacha evidentemente, se refería a la acción reiterada que el personaje principal, un supuesto ingeniero, realiza para contestar su teléfono celular. Para esto, sube a su camioneta y recorre un largo trecho hasta una colina cercana, lugar donde por fin le es posible recibir la señal y contestar a la llamada. Esta repetición para algunos molesta, hilarante o absurda, sirve de un modo sencillo y absolutamente cinematográfico –son secuencias compuestas por dos o tres tomas que siguen la camioneta–, para contraponer dos fenómenos de la realidad actual: el mundo primitivo, rural y el mundo de la ciudad, industrializado.

Sin embargo, no es este fenómeno de contrapunto el único o principal interés de Kiarostami. El realizador utiliza en varias ocasiones un lenguaje particular e incluso irreverente con respecto a las convenciones del cine actual. Pienso, por ejemplo, en la utilización que hace del enfático y prestigioso primer plano. En una curiosa secuencia, utiliza este recurso colocando al personaje frente a la cámara mientras éste se rasura y platica con su vecina de enfrente, no acentúa nunca una emoción especial salvo el acto simple de rasurarse la barba. Tanto en el caso de la camioneta que va y viene como en la rasurada, Kiarostami establece un lenguaje propio, fundado en la imagen, donde su mirada reconoce en las acciones despreciadas o ignoradas por una mayoría de los directores, una extraña belleza que resulta, me parece, en desarrollos felices. La película comienza con algunos planos de la camioneta en el camino y unas voces en off, esta situación nos pone inmediatamente, en un camino que, como el del paisaje, resulta impredecible.

Es desde este sentido que la película de Kiarostami se va articulando como una apología del presente, una alabanza de la vida. Incluso la ambigüedad de la anécdota finalmente si el ingeniero y sus compañeros van a esperar la muerte de la vieja centenaria Malek; o si el tesoro, la ceremonia y la antropología, o la instalación para las telecomunicaciones, no son más que un pretexto para el desarrollo azaroso y siempre inconcluso de la realidad. Es la voluntad de vivir la vida como viene lo que hace alegre la existencia.

Pongo como muestra dos curiosas secuencias. Primera. Una tortuga con el caparazón polvoso y muy maltratado que el ingeniero sigue con la vista y, después, molesto por la llamada que ha recibido, voltea con el pie. La tortuga se encoge en su concha y el hombre sube a la camioneta, arranca. Inmediatamente, entre las nubes de polvo que ha dejado el vehículo, el animal hace un esfuerzo y se levanta para seguir caminando. Segunda. El ingeniero mira al piso –es el mismo lugar donde sucedió lo de la tortuga y no está de más decir que es un cementerio–, y descubre un insecto negro que empuja una bolita de tierra o estiércol dos o tres veces más grande que él mismo. El bicho, engrandecido por la cercanía de la cámara, demuestra una fuerza voluntariosa y obstinada en su tarea. La secuencia se interrumpe por un ruido que implica el accidente de un hombre enterrado en un hoyo, que durante el transcurso de la película se ha venido cavando. Creo que queda claro que en los dos casos es la vida la que se presenta de manera directa y contundente.

Por otro lado, existen otras dos secuencias en las que también quisiera detenerme. Una de ellas corresponde al momento en que el ingeniero, buscando conseguir un poco de leche fresca, llega a una casa donde el establo se encuentra en un espacio subterráneo. Cuando el hombre entra en este lugar, la pantalla durante varios segundos queda en un negro absoluto. Posteriormente se oye una voz en off que, sobre ese negro, pregunta por la muchacha que sabe que esta ahí, para pedirle la leche. La muchacha contesta y por fin se enciende una lámpara de gas que comienza a desplazarse hasta llegar a la vaca. Ahí comienza a ordeñar mientras el ingeniero le pregunta sobre el trabajo en la oscuridad, a lo cual ella responde parcamente que ya está acostumbrada. Esta respuesta, desde mi punto de vista, evidencia una gran tranquilidad sobre la situación precaria de esa muchacha que estudió, como nos enteramos en el diálogo, hasta el quinto año.

La imagen en ese momento es extraña. Una mancha roja –el vestido–, rodeada de penumbras. Entonces el hombre decide esperar recitando el poema de una poeta que también estudió hasta «el cuarto o quinto año» –ni más ni menos que Forugh Farrojzad, pero eso nunca se nos dice– y que, de alguna manera, cifra la historia que vive esa muchacha, pues tanto ella como lo que dice el poema, contienen los encuentros clandestinos de dos amantes. El ingeniero sabe que ella se ve con uno de sus compañeros detrás del pozo por las noches, entonces dice: «En la noche tan breve las hojas y el viento, se encuentran». El poema termina con el verso que da título a la película: «El viento nos llevará». En el algún otro verso también se dice que «estamos sin techo». La muchacha termina y el hombre sale a la superficie. El espectador al igual que el personaje queda deslumbrado por la luz del día. Al finalizar esta secuencia, visualmente no hemos percibido casi nada, un detalle de color apenas iluminado. Sin embargo, el resultado de todo el suceso produce una gran emoción.

La otra secuencia que quiero comentar –realidad son varias que componen una sola impresión–, es la siguiente. Cuando el hombre enterrado es rescatado, el ingeniero pide al doctor que asistió al accidente visitar a la vieja enferma, que aparentemente espera morir. En el trayecto en motocicleta entre los pastos amarillos, crecidos y agitados por el viento, los dos hombres tienen un diálogo simple pero, al mismo tiempo, rotundo. Después, al llegar al pueblo, el doctor atiende a la enferma, mientras el ingeniero busca a sus compañeros. No los encuentra. Le han dejado un plato con fresas. Se entiende que lo han abandonado, después dirá que es «un general sin ejército». El bebé, un recién nacido, de su anfitriona llora y va a mecerlo. Llega la mujer que ha ido por leche. El ingeniero se encuentra con el doctor que sale de la visita. Van por los medicamentos para la enferma y suben nuevamente a la motocicleta. Continúan su diálogo. Las últimas palabras del viejo doctor son: «Vive el presente». La imagen muestra cómo se pierden al final de una colina. Han hablado sobre la muerte como una enfermedad. Esto se explica bajo la consideración de que lo único que se conoce y puede conocerse es esta vida –nadie ha regresado de la otra–, el sabor del vino y la naturaleza.

Como puede notarse hasta ahora, la película esta llena de infinidad de situaciones comunes y diálogos sin pretensiones, salvo la ordeña. Nada en estas situaciones se resuelve y, desde luego, una gran intensidad se encuentra ahí. La relación que el ingeniero vive con Farzhad, el niño que los recibe, puede leerse desde muchas perspectivas. Una de ellas quizá, como un recurso para contraponer lo absurdo de las complicaciones emocionales del mundo “civilizado” o adulto representado por el ingeniero, frente a la intensidad llana e inocente de un niño que cree que las personas son buenas porque sí. Al final quien pide una disculpa por lo incorrecto de sus actitudes es el ingeniero. El niño, en cambio, conserva su actitud de dignidad humana frente al maltrato verbal del ingeniero, cumpliendo lo que éste le ha pedido: no buscarlo hasta tener buenas noticias. Esto es significativo si se piensa desde el panorama del cine de los noventa que delimita Rafael Aviña: cine de relajamiento sexual –sida, gays, lesbianas–; cine de violencia –asesinos seriales y patologías pisicológicas–; o cine de la desesperanza –juventud desenfrenada o el azar como infortunio. Kiarostami, sale por supuesto de cualquiera de estos parámetros.

Para volver con mi argumento, esta situación no se resuelve. El ingeniero y el niño no aclaran sus posiciones. Por otro lado, no termina de quedar claro bajo qué consigna ha sido hecho el hoyo que ha sido excavado. Tampoco se entiende si el ingeniero se levanta muy temprano, casi al final de la película: a) para ver la muerte de la anciana –antes vimos que ha ido con el médico para darle los medicamentos, donde de modo ambiguo se sugiere que son para aminorar sus dolores haciéndola dormir–, situación que puede suponerse después de que el ingeniero mira la casa de la enferma, mientras se escuchan llantos de unas mujeres; b) para tomar las fotos de la ceremonia en la que las mujeres vestidas de negro desfilan; c) o simplemente para regresar a su casa.

Después de los dos diálogos con el doctor, la decisión de no concluir la película sobre ninguna de sus posibilidades esbozadas no sólo evidencia la persistencia de Kiarostami por ceder a algún tipo de facilidad, dada por lo tajante de un final cerrado y conclusivo. De alguna manera, estaban ya planteadas sus inquietudes. El remate sobre cualquiera de las situaciones sugeridas no hubiera más que complacido la inquietud de algunos espectadores sobre lo anecdótico. Lo que, para este director, no constituye más que uno de los elementos de la totalidad de la película.

En la secuencia final, el ingeniero da un cubetazo de agua al parabrisas de su camioneta con los limpiadores encendidos que posteriormente apaga. Después de unos segundos, toma el hueso que había recogido mucho antes en el cementerio y lo avienta a un río que en su persistente movimiento –al fondo pastan unos chivos–, arrastra. Me gustaría pensar que esta imagen simple representa la decisión de desprenderse de la muerte, para aceptar con dignidad y alegría la realidad desordenada y continua, la vida irreductible, la vida a quemarropa.

Por último, y a manera de señalamientos para más reflexiones, no quiero dejar de mencionar ciertos aspectos de la película que forman parte de los recursos del cine de Kiarostami. En primer lugar, su fotografía. La mayor parte de los encuadres tienden a la abstracción o recortan de modo extraño la realidad que retratan. Creo que esto establece un distanciamiento que intenta hacer consciente al espectador de que lo que se está viendo es una película. En segundo lugar, la riqueza del movimiento de las imágenes. La cámara realiza constantemente desplazamientos largos en los que los eventos que se contienen están llenos de detalles de vida: personas, sombras, animales, árboles, pastos, nubes, automóviles, máquinas. Dentro de este aspecto, cabe mencionar la proyección de secuencias “azarosas” –la manzana que resbala o el monólogo de una mujer sobre el té– que parte de lo ya mencionado, presentar la realidad de un modo directo o “documentado” de la realidad.

Finalmente, el audio. No recuerdo un sólo momento de silencio absoluto, contrariamente a lo que se pensaría de una película “poética”. En las películas de Abbas Kiarostami no hay ninguna convención en este sentido. Como en la realidad, el silencio es extraño. La mayor parte del tiempo, son los sonidos de las actividades cotidianas del mundo lo que suena de fondo. Perros ladrando, hombres roncando, el motor de la camioneta, el cuchicheo de la gente, los pájaros, el viento, la radio. Kiarostami, siguiendo sus intuiciones singulares de artista, salvo en la última secuencia y de manera discreta, no utiliza la música para manipular la emoción del espectador. La austeridad es su rasgo más distintivo. Ya lo dijo el poeta peruano Emilio Adolfo Westphalen:«la poesía transita por vías soterradas».

Aquí pueden leerse la primera y segunda partes de este texto.


José Luis Bobadilla es el director editorial de la revista Mula Blanca y uno de los responsables de MaNgOs de HaChA, la única editorial mexicana con una colección dedicada al cine. Sus libros más recientes son Las máquinas simples (poemas y ensayos, 2009), Un mundo (poemas, 2014), Vieytia (novela, 2014) y La realidad (nouvelles, 2015).