Sobre Abbas Kiarostami (2/3)
Por José Luis Bobadilla | 19 de julio de 2016
La primera y tercera partes de este texto pueden leerse aquí.
Desde la butaca
Desde la aparición de Primer plano (Nemā–ye nazdīk, 1990) tengo entendido que han venido aumentando el número de comentarios y consideraciones sobre Abbas Kiarostami en el ámbito de la crítica cinematográfica internacional. Kiarostami (Teherán, 1940-París, 2016) a su vez ha participado en los últimos años en cada vez más y más entrevistas. Sus películas antes imposibles de ver en un país como México, son trasmitidas incluso en la televisión. Este fenómeno de reconocimiento paulatino se debe en gran parte a la radicalidad formal que Kiarostami ha venido practicando e inventando a lo largo de casi ya tres décadas en contraposición al cine de entretenimiento en general. Este trabajo en gran medida busca unirse a esta posición de defensa de un cine que podríamos llamar duro y austero, comparado al realizado por cineastas como Satyajit Ray, Éric Rohmer o Jaques Rivette.
Se dice del cine de Kiarostami que posee una composición compleja, elaborada mediante recursos paradójicamente simples. Se utilizan adjetivos como “poético”, “lírico”, “meditativo”, “auto-reflexivo”. Pero sobre todo se menciona su trabajo en la frontera entre la ficción y el documental en la que se presentan hechos como ficciones y ficciones como hechos: «…y así llegamos a Kiarostami, en cuyos filmes hay una mezcla indiscernible de materiales documentales y ficción».[1]
Raúl Beceyro defiende en su artículo a ciertos cineastas –Raymond Depardon, Frederick Wiseman, Otar Iosseliani, Artavazd Peleshián y Kiarostami– que participan de lo que llama “tentación documental”. Según Beceyro este recurso se establece como una estrategia en contra del cine comercial:
El cine documental es, desde el punto de vista de la industria, una especie de pariente pobre, y sólo muy excepcionalmente accede a un nivel de cierta normalidad económica. Esta marginalidad tiene un correlato: cierta posibilidad de libertad en lo que concierne a la duración, por ejemplo…
…El cine documental se caracteriza justamente porque sus materiales tienen particularidades (por ejemplo los personajes, hechos, lugares existen independientemente de que se haga con ellos un filme o no) y en consecuencia requiere de ciertos procedimientos adecuados a estos materiales. El filme resultante no es, en el fondo, fundamentalmente distinto si es un filme documental o de o si es de ficción…
…Lo que sucede es que el cineasta documentalista propone y la realidad dispone. Nada que no pase en realidad, en la realidad, puede estar en un filme documental. Y el cineasta debe estar en el momento cuando eso pase, listo para poder filmarlo…[2]
Ciertamente en las películas de Kiarostami que ha sido posible ver en México, este recurso, borrar la línea entre la ficción y lo documental, ha sido utilizado. Concuerdo absolutamente con las ideas de Beceyro. Sin embargo, considero necesario explicar que Kiarostami no hace tampoco cine documental: «No podemos llegar a la verdad excepto a través de la mentira».[3]
Esta tendencia documental implica, me parece, una relación de mayor austeridad en cuanto a los recursos cinematográficos utilizados debido a lo azaroso de la realidad. Es de esta manera que la parquedad de la que he hablado anteriormente practicada por los realizadores de cine de autor y la tendencia documental coinciden. La afirmación de Robert Bresson de que trabajar con lo menos, acrecienta las potencialidades de su cine, se repite ahora en Kiarostami pero de un modo diferente.
En concreto, ¿cuáles son estos elementos documentales? Es la respuesta a esta pregunta lo que me parece hace de Abbas Kiarostami un miembro de la tradición del cine de autor, pues es mediante la cada vez más consciente radicalización de estos recursos que Kiarostami inventó una de las obras más singulares e independientes del cine actual.
Estos elementos pueden encontrarse desde su primer largometraje: El viajero (Mossafer, 1974). Un niño se entera que la selección nacional de futbol jugará en Teherán. Para conseguir dinero y asistir al partido, engaña a sus compañeros de escuela tomándoles fotos con una cámara inservible. Viaja a Teherán. Mientras se encuentra formado en la taquilla los boletos se terminan, aunque finalmente consigue un boleto. Se entera que faltan tres horas para el partido y sale a caminar. El niño no ha dormido. Se recuesta en un camellón. Tiene un sueño en donde es sorprendido por su maestro durante un examen, para el cual debía prepararse, y pateado por sus compañeros. Al despertar corre al estadio. El partido ha terminado. El estadio se encuentra vacío y con basura.
En ¿Dónde está la casa de mi amigo? (Khāne-ye dust kojāst?, 1987), de nuevo un niño protagoniza la película, éste, es recriminado por su profesor debido a que no entrega la tarea. Otro niño descubre que su amigo, el niño regañado, ha olvidado su cuaderno y por lo tanto no podrá hacer la tarea. El resto de la película vemos correr de un lado a otro al niño en busca de la casa de su amigo. Esto ir de un lado a otro, es algo que Kiarostami filma permanentemente, la vida entonces de algún modo es eso para él, una ida y vuelta, algo como aquello que Borges citaba del místico alemán Angelus Silesius: «La vida es sin por qué», es simplemente una cadena de acontecimientos. Finalmente al llegar la noche, sin conseguir su objetivo, regresa a casa. Decide resolver la tarea de su amigo. Al otro día los dos niños entregan su tarea.
En Primer plano, un mediocre estafador se hace pasar por un renombrado cineasta para obtener módicas cantidades de dinero de una familia. El estafador es descubierto y enjuiciado. La película comienza con un reportero que quiere saber por qué ha hecho lo que hizo. Llega a la casa de la familia estafada y realiza una entrevista. Mientras esto sucede el taxista que llevó al reportero patea una botella y vemos cómo baja por la calle. Después el estafador también es entrevistado en la cárcel. Al contar lo que hizo llega un momento en que comenzamos a ver lo que le pasó. Vemos el proceso del juicio. Llega el director renombrado por el cual se hizo pasar, el estafador es perdonado. El cineasta lo lleva a pedir perdón a la familia. Lo que ha pasado es que la ficción ha alcanzado a la realidad. En la penúltima secuencia camino a la casa del estafado, el audio se va, después de unos instantes, regresa. Esto se repite varias veces. Al llegar a la casa, el estafador entrega un ramo de flores a la mujer que abre la puerta. El audio interrumpe lo que ya no es ficción, lo documental, pero esa interrupción en realidad, al igual que en los rompimientos del teatro de Brecht nos devuelven como espectadores a la butaca.
En cuanto a El sabor de la cereza (Ta’m-e gīlās…, 1997), la anécdota es otra vez simple. Un hombre quiere suicidarse. Para hacerlo necesita de la ayuda de otro hombre que lo ayude a enterrarlo después de haber consumido unas pastillas que lo matarán. Toda la película transcurre en una camioneta y sobre el mismo camino que es recorrido varias veces y que consiste en el tramo entre el hoyo donde quiere enterrarse y la ciudad. El suicida sube a la camioneta para comunicar sus intenciones a un joven soldado, a un seminarista y por último a un viejo taxidermista, quien le comparte una anécdota de suicidio, por supuesto fallido. El conductor vaga un poco por la ciudad y ve un atardecer atravesado por grúas y máquinas que trabajan a lo lejos. Queda claro que el suicidio es una necedad, sin embargo, el conductor sale de su casa en la noche, llega al lugar determinado y se acuesta, vemos la luna llena y después de un larguísimo fade a negro, aparece Abbas Kiarostami filmando su película. Pasa un grupo de soldados y la cámara los sigue.
Después filmaría, más bien grabaría, pues el asunto de hacer cine solo le interesaba en la medida de poder realizar películas muy personales, muy íntimas, como antes de la cámara digital era imposible, Diez sobre Diez (10 on Ten, 2004), en la cual Kiarostami nos explica mientras maneja lo que piensa del cine y cómo hizo su película Diez (Dah, 2002). En ésta última, una mujer taxista, algo imposible, políticamente incorrecto en el régimen dictatorial de Irán, tiene diez encuentros, conversaciones donde muy sutilmente descubrimos a partir de detalles simplísimos, una palabra, una mirada, la diversidad, la complejidad y la grandeza humana. En Diez sobre Diez, Kiarostami detiene después de 80 minutos su camioneta, desmonta la cámara del tablero, se baja y graba a una hormiga que por azar pasaba por ahí.
Entre las películas anteriores radicalizaría su idea de trabajar con lo mínimo, de llevar el cine a una zona “cero”, pero donde el movimiento de la vida sigue ejerciendo su belleza. En Cinco dedicadas a Ozu (Five Dedicated to Ozu, 2003) nos somete a cinco secuencias, todas en mismo lugar, la única variante es la distancia desde donde miramos. La cámara está fija. Primero es un palito que se menea en el mar. Luego seguimos frente al mar pero más lejos, personas atraviesan el encuadre de un lado a otro. No vemos sus rostros. En la siguiente secuencia, con un horizonte amplio de arena y el mar a lo lejos, unos perros distantes juegan, se relajan. Después, cuatro patos pasan de un lado a otro sobre el mar. En la última secuencia se escuchan ranas en la oscuridad, de pronto, tras unos minutos algo blanco aparece en la pantalla, descubrimos que es la luna, es un estanque, todo vuelve a oscurecerse, comienza a llover, sonido de ranas, perros, más adelante cantan gallos. ¿Qué tipo de película vimos? ¿Ozu? Yo pienso más bien en Peleshián, aunque los dos trabajan de modo distinto, uno, Kiarostami a través de secuencias largas, otro mediante una edición trepidante, los dos realizan lo que enunció Tarkovski: esculpen el tiempo. El cine es movimiento.
Finalmente en Copia fiel (Copie conforme, 2010) una de sus últimas películas, Kiarostami nos cuenta la anécdota de un experto de arte interesado en la falsificación. Da una charla, conoce a una mujer, al siguiente día pasean, hablan de arte, cuestionan su relación. Cuando la película termina flota la ambigüedad. De nuevo el punto de donde empieza la ficción y donde la realidad pero desde otro punto de vista. ¿La pareja ya se conocía? ¿Qué vimos, una representación, un juego entre ellos o ya tenían una relación?
He decidido exponer los argumentos de estas películas en primer lugar para hacer notar que por encima de las anécdotas que pueden calificarse de simples, se encuentra el oficio de hacer cine, es decir, el énfasis sobre cómo se dice lo que quiere decirse, y en segundo lugar para ver cómo desde El viajero hasta Copia fiel existen algunas constantes. Razón, según Cesare Pavese, para comprobar que Kiarostami pertenece al tipo de personas que podríamos considerar artistas, pues: «Todo auténtico escritor es espléndidamente monótono en cuanto en sus páginas rige un molde al que acude, una ley formal de fantasía que transforma el más diverso material en figuras y situaciones que son casi siempre las mismas».[4]
En los ejemplos mencionados, Kiarostami utiliza entrevistas –la mamá del viajero con el maestro, el niño por los ancianos del pueblo a quiénes pregunta por el domicilio de su amigo, la explícita entrevista del reportaje a la familia y al estafador, el suicida y los demás personajes, etc.– que se presentan generalmente en planos medios. La utilización del primer plano en el cine de Kiarostami existe pero de una manera en que la selección del rostro nunca abarca por completo la imagen, nunca dejamos de perder la conciencia sobre la realidad o el mundo del personaje. Esto establecería inmediatamente una diferencia brutal con el primer plano de Hollywood.
Pensemos en una película como La boda de mejor amigo (My Best Friend’s Wedding, P. J. Hogan y Alexi Tan, 1997). El director nos somete constantemente, hasta el hartazgo, a ver los labios, la nariz, la barbilla, los ojos, el cabello, o el conjunto de todos estos valiéndose de la belleza de Julia Roberts y evitando a toda costa cualquier situación dramática. Por lo tanto no sólo no vemos hasta aburrirnos el rostro de Julia Roberts, sino que además pretenden que con ponerla ahí experimentemos por quien sabe qué razón un “sentimiento” muy hondo. No hay nada en la presentación de ese rostro que pueda provocarnos una emoción. En Gritos y susurros (Viskningar och rop, 1972), Ingmar Bergman utiliza demasiado el primer plano, en su obra general lo utiliza, pero a diferencia de la comedia norteamericana, nos maltrata con los rostros y aun con las bocas gritonas de sus protagonistas. En Bergman, cada acercamiento de la cámara al rostro es un crecimiento que desplaza hacia fuera a los demás personajes e intimida al espectador, lo apela. Kiarostami en El viajero, nos presenta una serie de posibles fotografías de rostros de niños mientras el protagonista hace como que les toma retratos. Sin embargo, los rostros se suceden uno tras otro de tal manera que por un lado establecen una distancia con el espectador, pues en ese momento se nos recuerda que se está haciendo cine. Por el otro, la espontaneidad de los rostros de estos niños producen hilaridad, situación que se acrecienta cuando uno hace conciencia de que son víctimas de un engaño. En El sabor de la cereza, Kiarostami corre todo el tiempo con el peligro de saturar sus secuencias de primeros planos por el espacio tan reducido, una camioneta, lo mismo por supuesto sucede en Diez. A pesar de todo, el personaje de El sabor de la cereza nunca sale de su espacio real. La conclusión nos la da el mismo Kiarostami:
En un primer plano eliminamos todos los elementos de la realidad mientras que para poner al espectador en estado de entrar en situación y poder juzgar, es necesario que esos elementos estén presentes. Un enfoque justo, respetuoso del espectador, sería el de permitirle elegir por sí mismo en una escena lo que le emociona. En un plano-secuencia es el propio espectador el que elige el plano cercano en función de lo que siente.[5]
Lo anterior nos llevaría a pensar que la contenida utilización del primer plano exigiría de los actores una importancia fundamental. Pues mientras Bergman necesita de grandes actores que puedan resistir la embestida de la cámara, Kiarostami puede trabajar con actores no profesionales, otro recurso “documental”. Por otro lado, a diferencia de varios de los protagonistas del neorrealismo italiano, con quienes su selección de elencos podría compartir algunas similitudes, Kiarostami hace que sus actores sean más expresivos. Este rasgo se ha venido enfatizando de tal manera que del niño de El viajero al suicida de El sabor de la cereza, exista una marcada diferencia. De nuevo pueden desarrollarse algunas reflexiones.
La utilización de actores no profesionales ha propiciado en las películas de Kiarostami que sus personajes carezcan de patologías. Son las acciones, los acontecimientos dentro de la película lo que emociona en el cine de Kiarostami. El viaje emprendido para ver un partido de futbol, la búsqueda del domicilio, el reportaje o el intento suicida, no pueden calificarse como problemas neuróticos, psicóticos o esquizofrénicos, pues estos actos nunca separan o impiden las relaciones de estos personajes con el mundo. Esta característica me parece muy significativa porque no sólo marca una nueva diferencia con el cine que impera en las salas del mundo, sino que además establece un cine donde los temas, por muy graves que puedan ser –finalmente el suicidio es el tema de la vida y la muerte–, se traten de una manera directa y sin complicaciones. Lo que quiero decir es que en el cine de Kiarostami las actitudes humanas aparecen ricas y complejas como en la realidad, no requieren de exageraciones, imposiciones de diálogo u otros trucos para que podamos reflejarnos. Los personajes se encuentran tan vivos que nos dan la impresión de ser nuestros vecinos.
Como consecuencia de estos motivos encontramos que en los momentos más inesperados de la narración cinematográfica surgen grandes instantes emotivos. Kiarostami aclara que las interpretaciones sensibles surgen de la relación afectiva que establece con sus actores, pues es esta condición la que permite que se revele algo. A esto habría que agregar, desde luego, que el tratamiento austero de su trabajo, carga de intensidad sus películas, como sucede, por ejemplo, en El sabor de la cereza. Toda la película hasta antes del relato del taxidermista, vemos al personaje sumido en una actitud lacónica. Sabemos que quiere suicidarse pero no sabemos por qué –Kiarostami nunca nos lo dice. Hemos visto al personaje hablar con un soldado, con un seminarista, recorrer manejando varias veces un mismo trecho. Lo vimos caminar por un lugar envuelto en nubes de polvo. No sonríe, no se queja, sólo habla o guarda silencio. Sabemos que el suicidio para la religión islámica es un acto terrible y muy condenado. Hay algo sutilmente político que no podemos omitir. El suicida es interrogado por los otros personajes, pero Kiarostami ha contenido la indignación del soldado y el seminarista y, al mismo tiempo, la diversidad de los planos. Ha restringido la edición mediante planos secuencia. Ha reducido los diálogos a la repetición de una misma exposición, la del suicida versus las preguntas del seminarista y el soldado. Sólo hemos visto cuatro personajes y, sin embargo, con estos mismos pocos elementos, nos presenta después la anécdota del taxidermista y la película en ese momento desborda una intensa emoción.
Lo que cuenta el hombre viejo, el taxidermista, es solamente que en un intento de suicidio antes de descolgarse de un árbol ya con la soga al cuello, apachurra unas cosas carnosas y viscosas que descubre son cerezas. Ese simple y breve acontecimiento, algo muy concreto, pero también sensual en un sentido amplio, una acción detonada por un accidente –las cerezas activaron el tacto, y la carnosidad y viscosidad, otra vez, las cerezas, además despertaron el gusto y el olfato–, nos revela que la vida pasa por el cuerpo y que más allá de si la vida tiene o no sentido, habitamos el mundo y podemos experimentarlo con sencillez y placer. Lo demás, lo que el suicida decida, poco importa. Kiarostami deja por lo mismo un final abierto, y luego rompe la ficción:
Siempre tenemos que recordar que estamos viendo un filme. Aun en los momentos en que parece muy real, desearía que dos flechas se enciendan y se apaguen a los costados de la pantalla para que el público no olvide que está viendo un filme, y no la realidad. Es decir, un filme que hemos hecho fundiéndonos con la realidad… Creo que necesito de un espectador advertido. Estoy en contra de jugar con sus sentimientos, de convertirlo en mi rehén. Cuando el público no sufre ese chantaje sentimental, es su propio dueño y mira los hechos con un ojo más conciente. Mientras no estemos sometidos al sentimentalismo podemos dominarnos y dominar el mundo que nos rodea.[6]
El cine, por lo tanto, es experiencia, una mirada que expande los sentidos:
Por todas partes, Kiarostami sustituye las imágenes y los signos por mirada. O, con más exactitud, no “sustituye”, en el sentido de que no hace desaparecer ni las imágenes ni los signos, sino que moviliza estos últimos hacia la mirada, y la mirada hacia lo real. La mirada: la precisión del encuadre, la de una sensibilidad del negativo, la de una iluminación –estación, momento del día, un coche que ha caído preso del objetivo– en una palabra, nada más que el cine… pero si se puede decir así intensificado, empujado desde el interior hacia una esencia que lo separa en gran medida de la representación para dirigirlo hacia la presencia (lo que finalmente significa captar el auténtico mecanismo de la susodicha “representación). Y la presencia no es mera cuestión de visión: se ofrece en un encuentro y en una inquietud o en una preocupación. Por eso la mirada también está formulada por las preguntas que surgen en las películas: ¿de dónde vienes?, ¿de dónde eres?, ¿qué haces?, ¿qué piensas de…? […][7]
El sonido en las películas de Kiarostami también constituye un elemento importante. Desde luego carecen de un soundtrack capaz de conseguir un primer lugar de ventas, porque aunque la música de El viajero es vigorosa y expresiva, fuera de la película, tengo la impresión de que se convertiría en música folklórica. Con las demás películas la música es cada vez más escasa. Aunque el audio es rico en complejidades de textura: «El sonido es muy importante para mí, más importante que la imagen. En la toma podemos, como máximo, obtener una superficie bidimensional. El sonido da a esta imagen la profundidad, la tercera dimensión».[8]
Dejando de la lado la musicalidad de los diálogos por mi desconocimiento del persa, puedo intentar interpretar algo que me parece podría ser significativo del trabajo de Kiarostami con el sonido. En un acontecimiento de Primer plano, casi al final de la película, el director por el que se hizo pasar el estafador y el estafador que ha salido de la cárcel se dirigen en una motocicleta a la casa de la familia estafada. Durante el trayecto se escucha el tráfico y desde luego el ruido del motor de la motocicleta. El audio es brutalmente interrumpido en varias ocasiones. Este gesto, este “accidente”, desde el punto de vista más obvio, busca crear un distanciamiento para el público entre su vida y lo que ve, se le recuerda que lo que está viendo es una película, pero también puede leerse como un curioso homenaje al cine mudo. Pienso esto porque son las imágenes las que determinan las acciones, la interrupción en el audio no modifica dramáticamente en lo absoluto el sentido de lo que vemos. En cambio sí nos revela que el audio ha estado funcionando importantemente a lo largo de la película. Creo que también podría arriesgarse una interpretación en la que Kiarostami, al introducir un efecto sonoro como éste, busca preparar mediante una inestabilidad de las convenciones del cine, afectar al espectador, prepararlo para el final de la película.
Pero quisiera agregar algo más citando de nuevo a Abbas Kiarostami: «Busco las realidades simples, que están ocultas detrás de las realidades aparentes. Cuando hago un filme a veces encuentro acontecimientos y relaciones que se desvían del tema principal del filme que se está haciendo. Tan atrayentes que tengo ganas de girar mi cabeza hacia esos acontecimientos».[9]
Encuentro en este planteamiento una manera muy efectiva de dar frescura y naturalidad a las películas de un modo que antes no se conocía. Como ejemplos pueden enumerarse muchísimos, pues una buena parte de las estructuras de las películas de Kiarostami, parecen fundarse bajo este principio. Así en ¿Dónde está la casa de mi amigo? se construye casi toda la película sobre casualidades durante la búsqueda del protagonista. En Primer plano, el taxista patea una botella que baja arbitrariamente por la calle empinada. Kiarostami abandona al actor para seguir la botella. Este pequeño detalle adquiere una rara belleza, pues a pesar de no contener una aparente necesidad dramática, enfatiza de un modo sutil la relación de Kiarostami con el mundo. Se plantea una nueva alianza con las cosas. Un modo feliz de aceptar la realidad. No es una interrupción de la narración, pero nos da la sensación de que las cosas ocurren simultáneamente y de que la belleza es algo que podemos perdernos si no sabemos verla. La botella no tiene ninguna relevancia dentro de la narración, es relevante en otro sentido.
Lo mismo sucede en El sabor de la cereza con el largo plano de las máquinas trabajando que levantan nubes de polvo y a su vez deforman la sombra del personaje principal provocando un efecto visual muy hermoso y nuevo. Estos ejemplos son bellos en gran medida, porque no son el resultado de una fotografía que busque ser particularmente hermosa, lo que no significa que sea sofisticada –no olvidemos tampoco que Kiarostami fue un fotógrafo de cámara fija, original y propositivo– de un paisaje o cualquier otra convención de belleza, generalmente ligada a la naturaleza. En cambio, sí contienen una visión concreta del mundo. Lo que quiero decir es que encuentran su belleza como resultado «del paso del hombre por el mundo», según escribió Ezra Pound con mucha precisión. Son objetos y situaciones plenamente humanas y por desgracia muchas veces ignoradas. Hemos perdido el mundo. Toda la obra de un poeta como Charles Olson es la lucha por hacernos ver eso y recuperarlo. Pero me desvío. Lo que puede observarse, notarse, tanto en la botella que rueda, como en las máquinas trabajando, es que no son ni paisajes, ni rostros, ni templos, ni cosas grandilocuentes. Sin embargo, el tratamiento visual y sonoro al que Kiarostami los somete, hace que estos objetos, estos acontecimientos en realidad –siempre hay movimiento a pesar de que la cámara no se mueva como ya mencioné al hablar sobre Cinco dedicadas a Ozu–, aparezcan de forma azarosa y entrañable y que, como ya he dicho, se produzca, súbita, amorosamente un vínculo de reconciliación, nuevo y armonioso, a través del cuerpo, la mirada, la mente y los sentidos, con el mundo mismo.
La primera y tercera partes de este texto pueden leerse aquí.
[1] Raúl Beceyro, “Los sobrevivientes”, Punto de vista, año XXI, número 60, Buenos Aires, abril de 1998, p. 41.
[2] Idem, p. 41.
[3] Jamesheed Akrami, “Taste of Cherry”, zeitgeistfilm.com, 1998.
[4] Cesare Pavese, El oficio de poeta, Universidad Iberoamericana, México, 1994, p. 32.
[5] Abbas Kiarostami, “Declaraciones”, en Poesía y poética, número 33, México, primavera de 1999, p. 52.
[6] Idem, p, 56.
[7] Jean-Luc Nancy, La evidencia del filme: El cine de Abbas Kiarostami, Errata Naturae, Madrid, 2008, p. 82.
[8] Abbas Kiarostami, op. cit., p. 53.
[9] Idem, p. 56.
José Luis Bobadilla es el director editorial de la revista Mula Blanca y uno de los responsables de MaNgOs de HaChA, la única editorial mexicana con una colección dedicada al cine. Sus libros más recientes son Las máquinas simples (poemas y ensayos, 2009), Un mundo (poemas, 2014), Vieytia (novela, 2014) y La realidad (nouvelles, 2015).
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