Sieranevada

Sieranevada

Por | 17 de agosto de 2017

Sección: Crítica

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Los lazaron a todos como reses: al primo paranoico y al hermano paternal; a la tía cornuda, que es un manojo de nervios, y al tío malacopa, responsable de sus desgracias; a la abuela que extraña los días dorados de la dictadura, reprobada duramente por la hermana y su alergia al comunismo; a Laura (Cătălina Moga) y a su esposo Lary (Mimi Brănescu), quien parece llevar al resto sobre sus hombros. Hasta a la sobrinita apática y a su amiga croata que se cae de borracha. Fueron arreados juntos en una fecha irrepetible, por el lazo idiosincrático de una Bucarest multigeneracional y nada mal acomodada, para jugar los roles que se esperan de ellos en el convite familiar de Sieranevada (2016), aglomerante incómodo y enternecedor al mismo tiempo, como suelen ser nuestras reuniones consanguíneas.

El pretexto es serio y la finalidad, sencilla. Ante todo (y pese a todo), cenar, bendecir los platillos con la mano santa de un sacerdote calificado (y muy poco puntual) antes de que cualquiera les pueda clavar el diente. Con la paciencia de los comensales se prepara el escenario, en la intimidad de un apego costumbrista que no les teme a los golpes críticos ni a la sátira velada, de una jornada tumultuosa, absurda y reveladora.

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O tal vez los invocaron como espíritus en comunión intermitente, que reincide cuando se puede con las pautas de la ortodoxia bizantina, recordatoria, en esta ocasión, de que hace cuarenta días murió el patriarca y hay que velar por el cariño comunitario que se le tuvo en vida. El incienso de una parastas estrictamente documentada purifica la morada de los vivos expandiéndose de cuarto en cuarto, en un peregrinaje de pasos arrinconados por la miniatura de un departamento laberíntico que se fracciona y se ensancha en sus encuadres “a lo oriental” —eufemismo para seguir citando a Yasujirō Ozu y a su inagotable compartimentación de interiores, un lenguaje fractal con la misma pertinencia de hace seis décadas cuando se observa, en un mismo año, renovado en piezas como Tras la tormenta (Umi yori mo mada fukaku, Hirokazu Koreeda, 2016) y energizado en la cinematografía que emplean Cristi Puiu (Bucarest, 1967) y su director de fotografía, Barbu Bălășoiu (Bucarest, ¿?), para su ritual cristiano, que reconstruye los espacios reducidos de una vivienda diminuta con paneos de caprichosos ejes que, como espejos, encuentran ágilmente sus fundamentos en los rincones de cualquier estancia de la casa.

En un flujo atropellado de idas y venidas, en el abrir y cerrar de puertas, los familiares convocados establecen una tensión constante entre lo público y lo privado; lo público amalgamado en luces y sonido de la calle, lo privado en la expectativa antidramática (pero verborreica) por el cura en la comodidad del hogar; lo público del enfrentamiento coral del argumento y la mofa, lo privado del disentimiento silencioso; lo público del porte, lo privado de la fachada que se devasta súbitamente cuando el peso de la memoria (y las culpas que trae consigo) ya es mayor a lo que puede sostener la falsedad en el rostro. El contraste entre estos dos extremos es además evidente en la construcción gradual (a pesar de cierto cinismo y cansancio de algunos participantes de los ritos aquí descritos) de un espacio sacramental: el departamento de luto lejos del devenir mediático, un encierro anacrónico entre la masa urbana de la contemporaneidad rumana.

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Finalmente, los dividieron como enemigos de mil bandos políticos distintos, tirando con manos invisibles de una fisura que arde siempre como llaga en el centro de todas las disputas filiales, sean ideológicas, generacionales o afectivas, y que proyecta lastimosamente a las partes involucradas hacia distancias incompatibles. Los delirios conspiracionales del primo Sebi (Marin Grigore) son los de un hombre que percibe una realidad completamente ajena a la de Lary, el médico pragmático, y la degradante agonía de la tía cornuda, de un candor lacerante que nunca se apaga, es muy diferente del alejamiento discreto de la esposa, Laura, que desde un principio había dejado en claro, con recursos variados y excluyentes de la vía directa (en la claustrofobia automovilística de un asedio de jump cuts furiosos) que no tenía ni un mínimo de ganas de estar ahí.

La fragmentación de los dolientes, tan específica y exponencial como la puesta en cámara, también apunta a una brecha humanística que deja de ser exclusiva de las rivalidades fraternales para desbordar su ponzoña en el entorno social y ponerse de manifiesto, por ejemplo, en los muy reprobables vicios de tránsito con los que los personajes de Puiu y sus vecinos ilustran el color callejero de ese mundo que existe, por momentos, fuera del claustro funerario.

A pesar de ello, esta separación es necesaria para que los más afortunados puedan encontrarse de nuevo, reunidos alrededor del comedor una vez que ha bajado el aire denso de las exequias y sosteniendo su incredulidad ante el padre reencarnado en un traje sastre, posicionado por fin en la cabecera de la mesa, para dispensar los sagrados alimentos —de seguro fríos por la larga espera— que nos unen felizmente en el rito primigenio e infinito de comer entre los nuestros.


Rodrigo Garay Ysita es parte del equipo de Prensa de la Cineteca Nacional. ​Ha colaborado con Canal Once, Cinema Móvil, F.I.L.M.E. Magazine y Corre Cámara, y participa en el programa sabatino Filmofilia, de Radio Fórmula. @Rodrigo_Garay