No es más que el fin del mundo

No es más que el fin del mundo

Por | 22 de diciembre de 2016

No es más que el fin del mundo (Juste la fin du monde, 2016) es una película insoportable con la cual Xavier Dolan regresa a uno de sus temas principales: las familias fracturadas y sus ausencias. En lo que parece el nuevo paso de una búsqueda tangencial por lo autobiográfico, conocemos un entorno desde los ojos de un personaje que se sabe –o se siente– distinto, un outsider dentro de su propio microuniverso.

Basada en la obra homónima de Jean-Luc Lagarce, ésta es la historia de un joven escritor que, después de 12 años, regresa a casa para anunciar su inminente muerte. No sabemos bien de qué está enfermo, cuánto tiempo lo ha sabido ni por qué la distancia física se convirtió también en una distancia emocional constantemente reprochada por su familia. Tampoco vemos demasiado de la cotidianidad de esta familia más allá del reencuentro excepcional con Louis (Gaspard Ulliel). Sólo nos es mostrado un hogar que parece girar alrededor de la huella que dejó, una familia que se aferra a la ausencia como patético vínculo con aquél que se fue.

La desesperación coral se convierte en una especie de pesadilla: múltiples voces –el hermano iracundo, la hermana anhelante de contacto, la madre esperanzada, la cuñada sumisa–, palabras que se unen en un gran frenesí y, al final, terminan anulándose en su estridencia. Cada personaje vive la urgencia del encuentro a su propia manera. El dolor es mediado por el lenguaje pero no hay diálogo, sino un choque de monólogos que simplemente parecen rebotar sin llevar a ningún lado. Los cuartos se convierten en escenarios claustrofóbicos donde las palabras se acumulan. La familia muta en una masa amorfa frente a los ojos de Louis: no es que no existan sus realidades, sino que sólo tenemos acceso a la realidad de este protagonista, desde donde todo se ve difuso. Cual ojo de un huracán, Louis ­opta por el silencio.

Ésta es una historia sobre lo ajeno, sobre una otredad inalcanzable. Louis existe en un plano aparte como Esther en la novela de Sylvia Plath, «Para la persona encerrada en la campana de cristal, vacía y detenida como un bebé muerto, el mundo mismo es la pesadilla».[1] Ya sea por la homosexualidad, el reproche por el abandono, la enfermedad mantenida en secreto, –o todo lo anterior–, hay un puente que se quebró entre el que se fue y ese microuniverso que abandonó.

Lo dije al principio: No es más que el fin del mundo es una película insoportable. No permite que respiremos mostrándonos algún otro punto de vista. Louis se siente solo justo en aquel núcleo donde se supone que uno debería encontrarse más acompañado y Dolan (Montreal, 1989) nos coloca en una complicidad asfixiante bajo la misma campana de cristal desde donde alcanzamos a ver sólo atisbos de las soledades del resto de los personajes. Seguramente también ellos están viviendo sus propias pesadillas.


[1] Sylvia Plath, The Bell Jar, HarperCollins, Nueva York, p. 237.


Ana Laura Pérez Flores es licenciada en Comunicación Social por la UAM-X y coordinadora editorial de Icónica.  @ay_ana_laura