Parque Lenin

Parque Lenin

Por | 27 de octubre de 2016

El recuerdo es mirada, interpretación y permanencia. ¿De qué depende que existan momentos aparentemente mundanos que se quedarán fijados en nuestra memoria? Un simple gesto, una mirada, una palabra, pueden trascender sobre eventos mayores. La memoria nos constituye y nos vincula con los otros de maneras misteriosas.

Parque Lenin (Itziar Leemans y Carlos Mignon, 2015) es un retrato fragmentado que se construye a partir de la tensión entre recuerdos y presente. Yesuán, Antoin y Karla son tres hermanos que, tras la muerte de su madre, han seguido con sus vidas hacia distintos caminos. Mientras Yesuán y Karla permanecen en Cuba, Antoin decide irse a vivir a Francia para perseguir una carrera como cantante de ópera. El mismo duelo se vive en distintas latitudes y, aunque desde la distancia, cada uno de ellos sabe que eso que siente no es sólo suyo.

Justo antes de la partida de Antoin, vivieron un momento sencillo que se trifurca en tres recuerdos personales: fueron juntos al Parque Lenin y se divirtieron muchísimo. Así, sin más, los hermanos han convertido este pequeño rato de convivencia en un ancla común y lo cuentan, desde sus respectivos puntos de vista, como quien comparte una partecita de su ser. No están narrando una anécdota, se están narrando a sí mismos y a sus vínculos. Además de la historia propia, uno siempre carga con historias compartidas.

La cámara funciona como un confidente silencioso que nos permite tener acceso a aquel episodio determinante en la historia de los hermanos al registrar sus monólogos, las risas cuando Karla dice que ese día se despeinó toda, «¡Pero qué gozadera!» o la emotividad con que Yesuán acepta que, fuera de ese rato en el Parque Lenin, no tiene mayores recuerdos con su hermano. Ahí está el simple –aunque no tan sencillo de lograr­– éxito de los documentalistas: no hay manera de retratar los recuerdos sagrados de alguien más sin respetar esa realidad como si fuera propia y dimensionarla a partir de quien la vivió. El carro que los llevó al parque, las motos a las que se subieron, el pelo despeinado de Karla, todo forma parte de esa postal feliz previa a la separación. El cine funciona entonces como encapsulador del tiempo. No vemos un episodio, vemos el acto de recordarlo y sus huellas –en forma de risas y nostalgia– en aquel presente registrado. ¿No es el cine –especialmente el documental– también un ancla en el tiempo?

Nuestras memorias casi nunca son espectaculares porque nuestras vidas tampoco lo son, pero a fuerza de estarlas narrando –tanto para los demás como para nosotros mismos– adquieren un halo mitológico. ¿Por qué atesoramos los instantes que atesoramos? ¿Cómo evolucionan los sentimientos, las impresiones, cada que uno regresa a ellos? ¿Cómo nos vinculamos con quien también estuvo ahí? Los recuerdos que compartimos también sucedieron frente a otros ojos. Así, quien resguarda una versión de aquello que sucedió habita también la versión de los otros. La memoria es el único lugar donde quien se fue puede seguir presente. Tal vez seguimos regresando a los recuerdos porque ahí es donde nos reunimos.


Ana Laura Pérez Flores es licenciada en Comunicación Social por la UAM-X y coordinadora editorial de Icónica.  @ay_ana_laura