Despegando a la vida

Despegando a la vida

Por | 18 de mayo de 2017

Dicen que los treinta son los nuevos veinte. Entonces, ¿qué supondrán los veinte? ¿Emprender el vuelo para redescubrir lo ilícito y lo canónico de los impulsos adolescentes? ¿O simplemente son la continuación de aquellos años de nostalgia, ironía y resentimiento que no necesariamente culminan al terminar la adolescencia? En cualquier caso, estas ideas no siempre responden al momento de aislamiento personal y desconcierto que a los 15 o 16 años tiraniza la existencia de cualquier persona, con confusiones y dudas derivadas de la obligación por cruzar el arco hacia una nueva etapa definida, muchas veces, como una tarea determinada por normas sociales y morales. Los veinte significarían, entonces, la prolongación de ese momento.

De ahí que el título del último trabajo del realizador islandés Rúnar Rúnarsson resulte un prólogo si de los veinte se quiere hablar. Gorriones, en su traducción original, ya que para su exhibición en México se decidió manejar el erróneo y soso rótulo de Despegando a la vida, es un relato iniciático sobre un joven en medio del caos de la mocedad que renuncia a la magnificencia del ideal juvenil. Ari (Atli Óskar Fjalarsson), un chico de 16 años, se halla obligado a mudarse de vuelta con su padre en un pueblo remoto en los Fiordos Occidentales islandeses después de que su madre lo abandona porque emprende un viaje a África. Ahí se reencuentra con los amigos de la infancia y lidia con su progenitor, un hombre alcohólico que trabaja muy poco y aprovecha la caridad de su propia madre al depender, en cierta medida, de su comida y su casa. La tendencia dictaría que Ari se halla en busca de su propio camino, y poco a poco florecerían en él los impulsos adolescentes ya mitificados por la figura del rebelde sin causa en el cine.

Sin embargo, la mirada de Rúnarsson (Reikiavik, 1977) tergiversa esto y Despegando a la vida (Þrestir, 2015) se convierte en una sólida introspección reflexiva sobre las vicisitudes de la adolescencia. Desde el inicio, con el canto de Ari y sus compañeros de coro envueltos en vestimentas blancas que parecen esperar para emprender el vuelo (de ahí que resulte mejor apelar al título original para entender el meollo de la película), se advierte una puesta en escena que incitará a la deliberación, gracias al ritmo pausado apoyado en los silencios y miradas de los diversos personajes y del propio Ari, con su semblante apacible, sereno y contenido. El nicho de incertidumbre que se genera a los 16 años es desarrollado desde un punto de vista que renuncia a todo circo mediático y tecnológico. Facebook y Youtube no son parte del entorno de Ari, como sí lo son las fiestas al pie del mar con botellas de plástico llenas de alcohol, los juegos con la manguera en el trabajo o ver los traseros de las señoras mientras hacen ejercicio en la alberca. Todo ello acompañado de una relación complicada entre padre e hijo, vista desde las fiestas del primero y la ineptitud por no reconocer un cariño filial más allá de los ideales toscos de masculinidad que parecen permear en el pueblo.

Rúnarsson construye un escenario dictado por el establecimiento de códigos sociales poco visibles, pero sí muy arraigados en la estructura psicológica de sus personajes, usando los majestuosos paisajes de las montañas islandesas como un recordatorio simbólico de la pequeñez de la vida cotidiana. En el caso de Ari, los códigos son vistos desde sus emociones, las cuales transitan por un factor: el autodescubrimiento, sea a partir del pasado (la casa donde vivió en su infancia y ahora es el refugio para evadir el presente), el presente (el coqueteo y romance con Lára [Rakel Björk Björnsdóttir], su amiga de niñez) y el futuro (la proyección de una imagen en su padre alcohólico y el inicio de su vida sexual de forma curiosamente particular pero también cruel). No obstante, también se presentan sus limitaciones y las maneras en que no puede asumir la catarsis del desconcierto provocado por el aislamiento personal y las distorsiones perjudiciales del propio pueblito, nublado por una atmósfera fría y gris, analogía del cielo contaminado por el que transitan los gorriones aludidos en el título de la cinta.

Despegando a la vida no es una película de drogas, sexo, alcohol y disfunción familiar. Si bien son elementos presentes en el relato, no son sino parte de la postal monótona del desencanto actual de la juventud, no necesariamente enraizada en el ideal del desmadre y los actos ilícitos. Apoyada por la angelical música de Kjartan Sveinsson, exintegrante de Sigur Rós, la cinta evoca el conflicto interno de cada adolescente en la aprehensión del mundo que le rodea, con una observación capaz de evidenciar la herencia familiar que todos cargamos. Cuando la historia parece circular por el vacío de Ari, en vez de explorar con un aura ilícita las perversiones de su deseo, se orienta hacia la profundidad emocional con un final que, pese a su carga metafórica, resulta más bien la bienvenida a esos veinte, un motivo que en nuestros tiempos se traduce como la prolongación de un vuelo en constante vigencia.


Edgar Aldape Morales es asistente editorial en la Cineteca Nacional.