Landrú: Opereta mexicana en cine
Por Daniel Escoto | 31 de enero de 2020
Sección: Ensayo
Landrú-opereta (Juan José Gurrola, ¿1974?). Cortesía Fundación Juan José Gurrola / Filmoteca de la UNAM.
La puesta en escena de Landrú-opereta –musicalización de Rafael Elizondo a un texto de Alfonso Reyes[1]– representó un momento interesante en el panorama teatral mexicano de los años 60 y en particular de la carrera de Juan José Gurrola, artífice del proyecto. Cerca de una década posterior a su estreno en 1964, el mismo director realizó, en coproducción con el entonces estatal Canal 13, una versión fílmica con algunos de los integrantes de la escenificación original. A falta de una copia completa disponible, recientemente vi, junto con Rosa Gurrola, los rushes de esta película, donados por la Fundación Gurrola a la Filmoteca Nacional. Este pietaje constituye una especie de eslabón perdido dentro de una experiencia artística de larga duración que ocupó al director en varios momentos de su extensa trayectoria.
Gurrola (ciudad de México, 1935-2007) es una figura clave para entender las actividades artísticas interdisciplinarias de México en la segunda mitad del siglo XX. A finales de los 50 tiene el rol de enfant terrible del circuito de teatro universitario, en el cual se destaca como actor y director. A lo largo de la siguiente década, será también escenógrafo, traductor, productor creativo de televisión, músico y artista visual y conceptual. Pertenece a las filas de Poesía en Voz Alta y después al grupo habitual de Casa del Lago, en suma, está en un lugar privilegiado en los círculos de la élite que se encuentra al centro de la vida intelectual y creativa. Desde ahí, Gurrola toma posición como agente provocador, y aunque siempre regrese a lo teatral, su impulso nato será desbordarse a través de las diversas expresiones artísticas.
Como a muchos de sus coetáneos del Medio Siglo lo seduce el cine, e incursionará en él dentro de distintas tesituras experimentales. Incorpora, en su montaje de Los poseídos de Dostoievski-Camus, el cortometraje La confesión de Stavroguin (1962) que él mismo dirige; realiza para la UNAM tres documentales experimentales, titulados La creación artística (1963) sobre los pintores José Luis Cuevas, Alberto Gironella y Vicente Rojo; participa como director y coguionista de una de las películas trascendentes del Primer Concurso de Cine Experimental, Tajimara (1965), basada en el cuento homónimo de Juan García Ponce; documenta su viaje a Documenta 5 junto a Arnaldo Coen y Gelsen Gas en Robarte el arte (1972). También participará, en su paso por televisión, como director de adaptaciones de piezas dramatúrgicas. Entre ellas figurarán algunos títulos que antes había escenificado, como será el caso de Landrú-opereta.
El texto original de este opúsculo atípico en la escritura de Alfonso Reyes aborda un tema popular en la historia del escándalo y la nota roja: el caso y proceso del francés Henri Désiré Landru, estafador, seductor y asesino serial de mujeres. Guillotinado en 1922, Landru desató la imaginación popular como una especie de Barbazul contemporáneo –y por cierto, sería también llevado a la pantalla por Chaplin en su Monsieur Verdoux (1947), y por Claude Chabrol en, precisamente, Landru (1963).
Reyes escribe el libreto, de apenas algunas páginas, en momentos de esparcimiento, comenzando en Buenos Aires en 1929 y dándole fin en la ciudad de México 24 años más tarde. No tiene Landrú-opereta una trama definida sino que hila una serie de siete secciones o viñetas que giran alrededor del personaje, versificadas con una ironía a veces liviana y hedonista, otras más culterana y críptica, y casi siempre de un talante macabro –que, de ser escrita hoy, probablemente heriría la sensibilidad contemporánea con respecto a temas de género.
La primera sección, titulada “I. Preludio en la soledad”, nos presenta a Landrú en monólogo: descubrimos a un caballero burgués imbuido en una suerte de estado melancólico e hipersensible, con versos como éstos:
¿Un vate en gorro de dormir? ¡Oh qué sorna
de los frutales cincuentones,
pulidos ya en la miel de su café,
tabaco, siesta, paz, almohadones!
Sigue “II. Coro de las amas de llaves en el mercado”, donde un grupo femenino (¿futuras o posibles víctimas de Landrú?), se expresa en clave de albur:
Somos nostálgicas cuando,
para rehacer la vida,
la andamos, Landrú, buscando,
entre nabos y rábanos perdida.[…]
¡Landrú, no me da la gana!
¡Landrú, que no, que no voy! ¡Saca esa garra sutil
de debajo del mandil!
En “III. Himno de amor”, “IV. Pretextos de la razón” y “V. Exégesis de la razón” regresamos a un Landrú monológico que interpela al público, ya bien en la exaltación del seductor o siendo «todo orden y método», como lo describe Reyes en la didascalia cuando guarda el dinero que roba a sus víctimas en sobres después de incinerarlas. Luego, emerge de nuevo un coro en la sección “VI. La policía agolpada en la reja”. El tono, de opereta al fin y al cabo, ridiculiza sin amargura a la institución:
Somos la policía;
siempre llegamos tarde:
el crimen es cobarde,
ni aviso nos envía.
Un giro particular sobreviene en la última sección, “VII. Monólogo del jefe de policía”. Esta voz propone una especie de alianza entre crimen y justicia o perseguidor y perseguido:
Del crimen mi rostro es
el justo hueco-relieve,
y es justo que me lo lleve
de esposas aherrojado,
porque soy su otro lado
como lo es del seis el nueve.[…]
La mano que apuñala
la mano que sujeta
el crimen policía
el completo hermafrodita.
La escenificación de este Landrú-opereta por Gurrola será sintomática, por donde se le vea, del panorama cultural de los 60. No es Reyes, venerado por la intelligentsia aún después de su muerte en 1959, quien circula o publica el texto, sino su viuda, doña Manuela, quien desentierra el libreto inédito y lo acerca a Gurrola. Landrú-opereta aparece publicado póstumamente en Todo en febrero de 1963 y luego, acompañado de dibujos de Rafael Coronel, en la Revista de la Universidad –pilar de la vida cultural y de la gestión de Difusión Cultural de Jaime García Terrés– en abril de 1964. Ese mismo año, Gurrola monta un espectáculo en la Casa del Lago que incorpora tanto el cuento humorístico, también de Reyes, “La mano del comandante Aranda”, leído por Martha Verduzco y Claudio Obregón, como la consabida opereta musicalizada por el compositor Rafael Elizondo, quien ya había trabajado antes para teatro.
De esa manera, a partir de dos obras menores y excluidas del canon, un consentido del sistema rinde homenaje al autor, patriarca y figura titular de su círculo. Doña Manuela será la más grande entusiasta, acudiendo a muchas o todas las funciones. Y al mismo tiempo que hace la caravana, Gurrola es capaz también de explorar su interés por las formas del teatro musical. Otras puestas suyas del periodo –el espectáculo poético-político-musical Jazz palabra, la pieza de Arthur Kopit ¡Oh, papá, pobre papá, estoy muy triste porque en el clóset te colgó mamá!, el show musical 2+8 en pop con Pixie Hopkin y Nacho Méndez y las óperas de cámara El teléfono (de Gian Carlo Menotti) y Emilio y Emilia (de Ernst Toch)– muestran a este Gurrola que de chico viviera en Nueva York y ahí quedara fuertemente marcado por el rigor y precisión del mundo de Broadway.
La concepción musical de Elizondo para Landrú-opereta combina canto y recitativo, con arreglos sencillos para piano, guitarra y batería. Su partitura recurre al tango y el charleston para brindar el color de la época de la historia, los años veinte. Las fotografías de los ensayos en el espacio de la Casa del Lago nos dan vistazos de un trazo escénico cargado del vigor del music hall y de una gestualidad afín a la sorna del texto. La dinámica se centra en la interacción del señor Landrú, interpretado por Carlos Jordán, y el coro femenino, compuesto por colaboradoras asiduas de Gurrola: Pixie Hopkin (a la sazón su esposa), Tamara Garina, Martha Verduzco y María Antonieta Domínguez. Destaca en esas imágenes un detalle de suprema ironía que muchos espectadores serán capaces de señalar: el parecido de Jordán, sobre todo a partir de la barba, con el doctor Reyes en la década de 1920.
Posteriormente, la puesta será presentada por Gurrola en el VI Festival de Teatro Latinoamericano en La Habana (1966) y en el Festival de Teatro Internacional de Bogotá (1967). Juan García Ponce la califica «de una rara vitalidad y ésta no es una característica común en nuestros escenarios».[2] Juan Vicente Melo la llama uno de sus mejores trabajos, «rápida, fresca, no exenta de cierta nostalgia por otros tiempos».[3] Luis Ruis propondrá que se grabe en sonido para la colección de discos Voz Viva de México (recordemos que dicha serie se inaugurara con la voz del mismo doctor Reyes). El noticiero Cine mundial registra la obra para uno de sus segmentos culturales. En 1984, Gurrola la volverá a montar, esta vez con una música distinta a la de Elizondo.
En medio de esta ovación general, hay que mencionar una curiosa polémica o bien querella familiar, pues participaron en ella integrantes del ya mencionado grupo intelectual extendido. Ésta ha quedado registrada en distintas narraciones, incluido el breve libro de Vicente Leñero, Los pasos de Jorge. En pocas líneas, ésta es la anécdota: Jorge Ibargüengoitia, quien en esa época ejercía como crítico teatral, osa denostar el espectáculo La mano del comandante Aranda/ Landrú-opereta en nada menos que la Revista de la Universidad. En el siguiente número, Carlos Monsiváis defiende acérrimamente la puesta y al siguiente número, Ibargüengoitia claudica, entregado su última colaboración como crítico teatral en la revista, titulada elocuentemente “Oración funebre en honor de Jorge Ibargüengoitia”.[4]
Después del fervor, el director se aboca a otros proyectos pero mantiene a Landrú-opereta en la mira. Un par de notas hemerográficas en el Archivo Gurrola sugieren que el director contempla adaptar el texto para incursionar en el cine comercial, ya bien con la compañía Películas Mundiales o para una película de episodios que preparaba Gustavo Alatriste con otros directores: Marco Bellocchio, Glauber Rocha y Alberto Isaac. Dicha oportunidad se concreta hasta los años 70, en una coproducción de Canal 13 (Trecevisión Activa) y Foro 70, aunque por «dificultades de orden diverso», como las clasifica Emilio García Riera en una crítica en 1974, ésta no es televisada.[5] En ese mismo texto, García Riera lamenta la precariedad de la producción, en particular del audio, aunque exalta el talento de Gurrola y sus intérpretes, quienes hicieran eco de la exitosa puesta en escena.
En este Landrú fílmico de Gurrola, fotografiado por Antonio Reynoso, se repetirá la avasalladora figura central encarnada por Carlos Jordán, quien muere poco después de la filmación. El pietaje silente de la película muestra su encarnación del perverso y corpulento caballero burgués, siempre en una mezcla de lo dandiesco y lo bufo. Una grabación de la obra teatral, recogida por los Servicios Coordinados de Radio, Televisión y Grabaciones de la UNAM y que puede ser consultada en la Fonoteca Nacional, permite apreciar la precisión y la dicción impecables de su interpretación de los maliciosos versos de Reyes. El otro gran protagonista de la pieza, el coro femenino, se compone de tres integrantes distintas a las de la producción original –Marta Aura, Tina French y Colombia Moya– y una que repite su rol: Tamara Garina. Esta actriz, nacida en el aún Imperio Ruso en 1901, había ya hecho su aparición fantasmagórica en Los Caifanes (Juan Ibáñez, 1967), quizá el papel de su vida y con el que dejará huella en el imaginario colectivo al pasar las generaciones. Era además una figura recurrente en la vida social del círculo artístico e intelectual, omnipresente en las fotografías de ocasiones y fiestas. Como única dama mayor, contrastaba en una concurrencia de gente más joven. Esto es visible, por ejemplo, en su cameo en las secuencias de grupo en la película Tajimara. En la versión teatral de Landrú-opereta, Gurrola aprovecha esta diferencia al hacerla parte del ensamble femenino al lado de tres muchachas. En la adaptación fílmica, el efecto permanece. La cámara se fascina con el rostro apergaminado y de pómulos marcados de Garina, cuya presencia excéntrica aúna a lo rocambolesco de la atmósfera aunque en un registro distinto al que brindara como la misteriosa novia de El Gato, líder caifán.
En cuanto al relato, el pietaje permite aducir que Gurrola repite la inteligente solución que dio al texto episódico de Reyes. Sin inventarse un relato convencional, hila las diferentes viñetas con la música de Elizondo y, de manera más importante, enfatiza la idea de aparejar criminal y justicia (en palabras de Reyes «el crimen policía / el completo hermafrodita») al vestir, en la última escena, al coro de víctimas de Landrú como mujeres-policía y al protagonista como su Jefe. Muchas tomas en el pietaje, que probablemente correspondan al “Preludio en la soledad”, muestran a Jordán de noche, atónito, mirándose frente a un gran espejo en una recámara cubierta de un largo cortinaje blanco. Algunas veces aparece en ropa y gorro de dormir blancos («un vate en gorro de dormir»); otras, vestido con una casaca y gorro policiales. De detrás del portentoso marco de madera del espejo, se asoman como su consciencia o daimon las cuatro mujeres. Portan sombreros de ala ancha y pajaritas al cuello: un cuerpo policiaco de los años veinte. Más adelante, otras tomas los muestran, con esta misma vestimenta, por diversas estancias de una residencia que, a saber de Rosa Gurrola, era la del padre del director, el publicista y empresario de radioteatro Juan José Gurrola Borrego (y de hecho, en algún momento vemos, colgada de una de las paredes, una fotografía de Juan José hijo, seguramente puesta ahí de manera muy deliberada).
Otra secuencia nos muestra otro rincón en la semipenumbra del ya mencionado dormitorio, el Landrú burgués, en ropa de dormir, canta a dúo sobre una cama adoquinada con una de las mujeres, Marta Aura, también en espeso camisón blanco y cofia. En los brazos de Landrú, ella, una de las amantes-víctimas, permanece tiesa, postrada sobre la colcha, la mirada fija, la boca abierta y en forma de una “O” acentuada agresivamente con el labial. La imagen de la actriz, recuerda ya bien el rigor mortis, ya bien el estatismo de una muñeca inflable.
Vienen a la mente los versos de Reyes acompañados del momento musical que quizá sea el más pegajoso de la música de Elizondo para la opereta (interpretados, en la grabación de la puesta en escena a dúo por Jordán y Pixie Hopkin con su característico acento):
Los ojos implorantes, la boca en do de pecho,
y los miembros que, flácidos, confiesan: “¡Esto es hecho!”
¡Ven, Himeneo, ven; ven, Himeneo!
Buena parte de los rushes revela un momento del rodaje situado en una locación con arquitectura art déco, posiblemente El Parián sobre la avenida Álvaro Obregón, en la colonia Roma de la ciudad de México. Entre estantes con frutas y legumbres, el Landrú burgués (bombín, saco y pajarita) baila y coquetea con las cuatro mujeres del coro, ahora vestidas para el charleston (zapatos de medio tacón, collares de perlas y bonetes): probablemente corresponda esto a “Coro de las amas de llaves en el mercado”. El espacio es un extenso patio-corredor que se estrecha hasta llegar a la calle. Lo surcan dos edificios con ventanas. Desde una de ellas se coloca la cámara para filmar otras tomas en picada: las mujeres comparando frutas para comprar, o bien riñendo entre las cuatro a empujones. También se filma, en esa misma locación, una secuencia con los intérpretes en sus trajes policiacos, avanzando en hilera, llevando en la mano sus porras: las fuerzas de la justicia en su intento de opereta por tomarse en serio. (Otras secuencias similares son filmadas en exteriores situadas en el Parque Xicoténcatl, cerca del centro de Coyoacán, con su curioso teatro al aire libre con bancas como butacas.)
Las mencionadas secuencias en el mercado tienen una constante: gente común y corriente que circula entre los puestos y muchas veces se queda atenta al espectáculo que son los intérpretes. No parecen extras pues visten de los años setenta, miran fijamente lo que ocurre y a veces directamente a la cámara. Es factible que Gurrola usara la extrañeza del anacronismo (amén de que son rostros mexicanos, no parisinos) en su beneficio, al ser un creador que aprovechaba constantemente la improvisación y la espontaneidad del momento. También resulta interesante cómo la cámara capta las caras absortas, a veces divertidas, de la gente del pueblo. Muy probablemente esté detrás de esto Reynoso mismo, fotógrafo fundamental de ese “otro” cine mexicano, unos años antes responsable junto con Rafael Corkidi de tantas imágenes poderosas en Tajimara. El pietaje de Landrú-opereta está repleto de imágenes de estos espectadores del pueblo, enmarcados por ventanas y balcones del patio-corredor. Como lo señala Elva Peniche una de las obsesiones más presentes de la obra fílmica y fotográfica de Reynoso es la aparición de umbrales (ventanas, arcos, puertas), como es tangible tanto en su película rulfiana El despojo (1960) como en su emblemática fotografía La gorda, de ese mismo año, que muestra a una voluminosa mujer desnuda, empleada doméstica, sosteniendo un espejo de mano frente a una puerta de madera.[6]
Aún más importante en cuanto a su participación es la paleta de colores que dota a este Landrú-opereta fílmico. Tonalidades de rojo, ocres y caqui conforman una fotografía que remite a viejas estampas o postales. Los propios colores de los vestidos de las cuatro “amas de llaves” son amarillo, rojo, rosa y crema. La atmósfera lograda es ambivalente, pues tiene el sabor del music hall de un pasado entrañable que la producción gurroliana evoca, y al mismo tiempo el tufo burgués y edulcorado de una sociedad de buenas maneras donde puede solaparse plácidamente la perversidad.
Este doble filo del filme Landrú-opereta, condensado en su última frase sobre el hermafrodita, opera en varios niveles. Añora y a la vez ridiculiza una época y un género; elogia y parodia a la figura paterna, Reyes. Por otro lado, aparece deliciosamente a destiempo: rememora, en los años setenta, la gran experiencia de los sesenta del grupo intelectual de Gurrola. El carácter festivo de la pieza original —en su esteticismo con pretensiones de amoralidad, su entusiasmo por el cuerpo y su oscilamiento constante entre exquisitez y putrefacción— recuerda, por ejemplo, a algunas de las páginas más memorables de S.nob (1962), una de las efímeras revistas de la generación. La fábula del asesino pareciera haber servido, en primera instancia, para que una época, los sesenta, hablara de sí misma en clave de los años veinte; luego, en la versión fílmica, se desplegará una doble nostalgia.
Y al repasar la experiencia completa de Landrú, la gran broma, con todas sus aristas, permanece envuelta en una adivinanza abierta. ¿Es Alfonso Reyes un pretexto para hacer teatro musical, o la elección de la forma “menor” de la opereta una infiltración para decir algo más? Los muchos pliegues del humor gurroliano están ahí para que los recuperemos en los remanentes materiales de su obra: basta con bucear entre los escombros.
Daniel Escoto es maestro en Historia del Arte por la UNAM y doctor en Comunicación por la Universidad Iberoamericana. Escribió la novela Mujer de pieles infinitas (2012) y fue becario del programa FONCA Jóvenes Creadores (2013-2014).
Agradezco a la Filmoteca de la UNAM, la Fundación Juan José Gurrola, la Capilla Alfonsina (INBAL, Secretaría de Cultura), Álvaro Vázquez Mantecón y Julia Palacios.
[1] Reestrenada por la Compañía Nacional de Teatro en 2017, junto a La mano del comandante Aranda, también de Alfonso Reyes. Dirigió Martha Verduzco, quien participara en la producción original.
[2] Juan García Ponce, “Landrú-opereta y La mano del comandante Aranda: El texto y la representación”, La Cultura en México 107, revista Siempre!, México, 4 de marzo de 1964, pp. XIV-XV.
[3] Juan Vicente Melo, “Landrú-opereta y La mano del comandante Aranda, de Alfonso Reyes: La música y la dirección”, La Cultura en México 107, op. cit., pp. XIV-XV.
[4] Vicente Leñero, Los pasos de Jorge, Joaquín Mortiz, México, 1989, pp. 83-89.
[5] Emilio García Riera, “Landrú”, Excélsior, México, 10 de mayo de 1974.
[6] Elva Peniche, “Antonio Reynoso: La fotografía como umbral”, Antonio Reynoso, cinefotógrafo, editado por Elva Peniche e Israel Rodríguez, Secretaría de Cultura/ Centro de la Imagen, México, 2018, pp. 77-99.
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