Adaptarse o morir (a cuadro) o mover (el

Adaptarse o morir (a cuadro) o mover (el cuadro) o salir (de cuadro)

Por | 17 de enero de 2018

No hay dos cerros iguales, pero en cualquier lugar de la tierra la llanura es una y la misma.
J.L. Borges

Ha sido, por supuesto, a través de un anuncio o envío en redes sociales (mi resistencia al uso y abuso de barbarismos como post y posteo apela –de manera irremediable– al título de este texto) que he tenido esta epifanía. Exagero, por supuesto, aun considerando que ha sido, sobre todo, por los contenidos que recibo a través del internet que me he convertido en un consumidor pasivo-agresivo que prefiere los accesos privilegiados de páginas como Vimeo que el trato VIP de sala. Lo leo un poco desde el membrete de apocalíptico –que me adjudico más por pose passé, burlándome un poco de mí mismo y otro tanto de las etiquetas a las que no les veíamos caducidades en el presentáneo que se sigue consumiendo– y otro tanto desde la perspectiva cumplida de la “utopía del hombre que está cansado” –prevista por Borges– para quien el lenguaje es un sistema de citas: no hay una diferencia real entre los traslados entre planetas y habitaciones (dado que, en última instancia, no se puede evadir el aquí y el ahora) y el arte (o la representación) está más allá de nuestra percepción. Considerando –además– que sólo median diez años entre el tratado de las nuevas mitologías de la cultura de masas de Eco y la fantasía postfuturística que propone Borges como su último agotamiento, me quedo atrapado en la maraña producida por ese parpadeo y la sucesión de imágenes posibles que se articula y despliega –como discurso de lo contemporáneo– entre el diagnóstico semiótico y la prognosis de esta fantasía borgeana que alude, en principio, al cansancio que supondría llevar a cuestas ese lugar donde están sin confundirse todas las cosas del orbe, o, al menos, todas las cosas que representan, dicen o hacen que el orbe sea lo que pensamos que es. (Me resulta irresistible pensar, por ejemplo, que el lenguaje armado con citas que nos promete Borges se anticipa, de alguna manera, a la comunicación que se construye a partir de gifs y emojis). Esa visión-más-allá-de-la-visión que comparte Borges con Homero (tal vez de manera alevosa y petulante, como mi propia etiqueta de apocalíptico ja-já, pero sin duda, acomodable y modular si se pasa por alto el vínculo insalvable y perentorio que implican las asociaciones libres) como ciegos que vislumbran, atisban, perciben o imaginan mundos posibles que enuncian o dicen para que alguien más los ponga por escrito. Esa brecha que se abre, entre quien dice (quien dicta) y quien escribe (quien toma dictado) se abre un campo para la fatalidad que está más allá del propio criterio (y que venimos a demostrar todo el tiempo al dictarles a nuestros teléfonos inteligentes tal búsqueda o la siguiente) y que podemos corregir o no, como cuando no llegamos a descifrar las líneas repetidas por tal o cual el actor en tal o cual escena, por lo que la repetimos una y otra vez, en un mínimo ad nauseam que nos compruebe o certifique que dijo una cosa y no la siguiente, en un ejercicio que revela no sólo los trazos maquinales de la representación sino, también, la ilusión o transformación que tiene para nuestra percepción. Estamos frente a la duda y corroboración de que una de las cabezas parlantes del two shot o el eterno campo/contracampo del diálogo a cuadro dijo algo más allá del decir algo, del signo que implica decirlo, como sombra o alusión, en la esperanza –la fe– de que nuestros sentidos no nos mienten (tanto como tememos que lo hagan), dado –encima– que extremamos la ilusión que implica completar el hiato que ser abre entre estímulo y respuesta. Ante el ruido ambiente en el que se ha convertido el mundo (como lugar, como referencia y sobretodo virtual) me veo tentado a bajarme de la caminadora incesante en la que los contenidos audiovisuales se canibalizan (o hacen acto de canibalización) entre sí mientras me abstraigo en los gestos –tan significativos– de un niño pequeño frente al contenido animado que despliega ante sus ojos el monitor de un teléfono listo (decirle así, en español, suena tan tonto). Lo veo ver, convertido yo mismo en un espectáculo en una puesta de abismo que tiene como punto de partida mi verlo ver los pingüinos generados digitalmente en una interacción que se complementa a cada momento por cables invisibles, me puedo distraer un momento o el siguiente, pero –a diferencia mía– esos momentos de conexión y reconexión que se suceden de tan fugaces se hacen imperceptibles. Frente a esta velocidad y su ilusión de instantaneidad, la brecha temporal que abre mi teléfono, recién adquirido, que más que listo es tonto (no lento, sino tonto) hace como que se conecta a un wifi y al siguiente para entonces –avisándome de su intermitencia– diferir las búsquedas y contenidos de sus vínculos con la red varios minutos, me ha llevado a tener una relación pospuesta con los contenidos que le requiero al buscador, lo que lo ha vuelto comparable al tratamiento que se lleva para superar una adicción; un añadido continuo de retrasos y frustraciones que me lleva a resignarme (qué voy a hacer, aventar el teléfono) pero también a meditar sobre las necesidades que tengo de (o frente a) lo instantáneo. Una botella al mar o un deseo que le pides al pozo que llega (o se cumple) cuando no estás viendo. El salto entre planetas o habitaciones se vuelve a sentir en la intermitencia de las duraciones, perdida la ilusión de lo instantáneo (tardaríamos ocho minutos con diecinueve segundos en darnos cuenta que nos han apagado el sol) podemos volver a habitar los espacios que hay entre los contenidos, haciendo Gestalt sobre las pausas que nos permiten reconocer los estímulos. Es la intermitencia la que nos provee con una sensación de continuidad, el prendido y apagado de los focos de la marquesina que nos dan la ilusión de movimiento. Es la paradoja que se abre entre edición y señal: la continuidad que da el corte, el abismo que cierra el que se restablezca la señal. Decirte frente a las luces, opacado por su resplandor, luchando con las convenciones del autorretrato en video para conseguir en mejor ángulo, decir una cosa o la siguiente en la esperanza de que no se la coma el ruido ambiente. Es un brazo mecánico el que sostiene al teléfono con el que estás haciendo una película. Es el brazo mecánico que sostiene el teléfono durante la transmisión en vivo del lugar y los hechos, apareces a cuadro, desapareces, vuelves a aparecer a cuadro, vuelves a desaparecer, vuelves a aparecer, corres a cuadro, como si fuera el fin del mundo (o de ese instante). Si te caes, y si lo haces de manera aparatosa, la caída se verá una y otra vez, se compartirá, se convertirá en un vínculo y una referencia. La cámara se detendrá para buscarte y encontrarte en el suelo, y en eso, en esa mínima evidencia de continuidad, le darás consuelo a millones.


Ricardo Pohlenz es poeta, escritor y crítico. Actualmente conduce La vocación renacentista del mil usos en el canal de radio del Centro de Cultura Digital. Su libro más reciente es Bac Kga Mon (2015). @rpohlenz