Cínicos: La huelga interminable

Cínicos: La huelga interminable

Por | 23 de octubre de 2023

Cínicos se puede pensar como una película manifiesto. Como se dice en el texto del prólogo respecto de las obras de los cínicos griegos, es una «sátira» y una «diatriba”. Pero no exactamente «contra la corrupción de las costumbres y los vicios de la sociedad de su tiempo», sino contra las formas, la lógica de producción y de distribución del cine mainstream. Los manifiestos son textos que funcionan como banderas. Se levantan en defensa de una visión del mundo o de una estética, y en contra de otras que se presentan como hegemónicas. Si la cultura se estructura alrededor del conjunto de los lugares comunes de una comunidad dada, los manifiestos enuncian los contenidos de una variante de la contracultura y esbozan la forma virtual de una comunidad que se proyecta en el porvenir.

Uno de los rasgos distintivos de las vanguardias históricas es que recurrieron profusamente al género manifiesto. Así pues, Cínicos (Raúl Perrone, 2017) representaría el manifiesto de un programa cinematográfico vanguardista. Vista en conjunto, la obra de Perrone se ha desplazado desde las formulaciones de un cine narrativo que recuperaba rasgos de la estética realista en sus primeras películas, hacia una poética expresionista que pone en tensión, y que en última instancia erosiona, la función narrativa del cine en sus películas más recientes. Sin embargo, en ese arco de transformación que va de las primeras experiencias narrativas a un expresionismo por momentos lírico, la obra de Perrone (Ituzaingó, 1952) ha sostenido siempre una concepción del cine que se inscribe dentro de la tradición de las vanguardias.

Un manifiesto es por necesidad el texto de un militante. En ocasiones roza lo conspirativo porque suele expresar una crítica de lo existente. Implica una prédica, un ejercicio de evangelización. Cabe recordar que los Evangelios son la narración de las hazañas espirituales de un mesías. En Cínicos no falta un personaje en quien se insinúan los rasgos de un salvador: Íbico (Antonio Cavaso). Pero si conviniésemos en que efectivamente asume el papel de un mesías, se trata de uno que, extrañamente, ya no predica. De hecho, no le escuchamos la voz. Íbico no convence con la palabra. O mejor, lo que busca no es convencer. Es un pastor sin logos, previo o posterior al orden simbólico. Como Cristo, es coronado por otros, y un poco también es arrastrado a exhibir su pasión. Cínicos es un evangelio filmado que recoge las peripecias de un mesías que vive en un mundo sin Dios, que calla pero gesticula la buena nueva. Es un evangelio paradójico: busca la prédica de un espíritu que carece de predicación. Es también un manifiesto contradictorio: levanta las banderas de un cine ajeno a la pedagogía, que no dice lo que debe ser, que muestra más bien un desastre. Con todo, es una película que, si recoge las aventuras espirituales de un personaje que ensaya los gestos de un salvador, dichas aventuras no son más que las modestas peripecias de un perdido.

Cínicos es también una película de encierro: todo sucede en el interior de una fábrica abandonada, un espacio que contiene los restos de lo que alguna vez tuvo que funcionar como unidad de explotación. Los personajes habitan la fábrica, pero no están encadenados a una lógica productiva. Ni siquiera parecen tener memoria de haber producido nada alguna vez. Los cuerpos de los cínicos de Perrone son eslabones de un encadenamiento de espasmos improductivos. Lejos de la eficiencia de las fábricas fordista y toyotista, que en el contexto del capitalismo industrial ordenaban a los operarios en series alienantes pero a la vez razonables, la cámara recorre las ruinas caóticas de una fábrica llena de extravagantes. Encerrados en ese antro mugriento e improductivo, los cínicos desorganizan lo que les queda de un mundo apenas reconocible, sin la menor intensión de salir. El adentro es terrible y el afuera aparentemente no existe. Y si existe, no es imposible que sea peor.

Como los mineros, los cínicos tienen el rostro y el cuerpo tiznados. Pero si aquellos cavan túneles a cambio de un salario, los cínicos raspan la mugre de las máquinas fosilizadas y surcan la niebla de la fábrica a cambio de nada. Mientras miraba la película pensaba en los mineros de Eugen Smith. Después corregí esa primera impresión y pensé en los lúmpenes de La huelga (Stachka, Serguéi Eisenstein, 1925). No son más que referencias culturales, en función de las cuales a veces no podemos dejar de orientar la mirada para reconocer de algún modo lo que nos parece irreconocible. En realidad, los cínicos de Perrone no son estrictamente mineros, y de ninguna manera se pueden pensar como lúmpenes al servicio de la burguesía. Podríamos recuperar la famosa fórmula de TarkovskI y decir que, más que cavar, esculpen el tiempo de una huelga interminable, en la fábrica improductiva dentro de la que han levantado un templo para sus rituales.

El nombre cínicos, dice el texto del prólogo, «proviene del término κύων [kýōn] que significa “perro” en griego». Salvo Íbico, quien como puede sostiene la “compostura” de un mesías, o cuanto menos la de un extraviado maestro de ceremonias, los personajes de la película actúan como perros: jadean, gruñen, babean, etc. Si en la tradición cristiana los animales no entran al paraíso, en Cínicos tampoco. Pero no porque carezcan de la jerarquía espiritual del ser humano, sino porque la fábrica de los cínicos es una iglesia dentro de la cual no cabe la idea de salvación. Ahora bien, de manera semejante a los personajes, la cámara tiene el comportamiento de un perro. Salvo muy pocos planos con cámara fija, la constante es un registro con cámara en mano que husmea y persigue a los personajes. En este sentido, la cámara es como un perro, lo que registra es la mirada de un cínico más.

Por otras razones y con otros recursos, los lúmpenes de La huelga también experimentaban una suerte de devenir animal. Pero en el film soviético se trataba de una animalidad que cargaba con el peso de lo negativo. Eisenstein jerarquizaba el mundo sobre un eje vertical. De acuerdo con la moral del marxismo, pero también de acuerdo con la doctrina cristiana, construía un mundo a partir de la tensión entre lo alto y lo bajo. Si, por un lado, los trabajadores organizados se elevaban hacia la jerarquía de los espíritus que luchan, los lúmpenes, aliados ocasionales de la burguesía, se hundían en las oscuras profundidades de la contrarrevolución. Y si el montaje comparaba a los lúmpenes con animales, no era para poner en cuestión la diferencia de lo humano respecto de lo animal, sino para representar las bajezas del lumpenproletariado.

En Cínicos, casi siempre hay un centro: buena parte de las acciones giran alrededor de Íbico, quien no por nada lleva una corona de espinas en su cabeza. Sin embargo, no hay jerarquías. El caos de la fábrica confunde lo alto y lo bajo, tiende a horizontalizar las relaciones sociales. Es por eso que a Íbico lo tienen que llevar a la fuerza, cuando ya está demasiado exhausto, cuando casi no tiene fuerza de voluntad, hacia el primer piso de la fábrica. Recién entonces se presenta frente a los feligreses desde un balcón. No lo hace porque haya tenido un rapto de soberbia, sino porque una camarilla de cínicos codiciosos, descarriados entre los descarriados, lo arrastra a ese lugar. Por lo demás, cuando eso pasa, desde abajo, no son pocos los cínicos que lo insultan. No toleran la construcción vertical de la escena que se les presenta. Buscan bajarlo a gritos del pedestal.

En Cínicos, casi siempre hay un centro, pero ningún personaje monopoliza de manera exclusiva esa posición. Si la figura central suele ser Íbico, no faltan pasajes en los que otros personajes ocupen el centro de la escena. Es el caso, por ejemplo, del Lector (Roly Serrano). Cabe preguntar: ¿cómo leen los cínicos?, ¿cómo se relacionan con los libros? En ocasiones, como los perros, los huelen. Es lo que hace Íbico. Otras veces arrancan, despedazan y soplan las hojas del libro. Es lo que hace El Lector. Lo destruye, y las hojas quedan a su alrededor, despedazadas y desparramadas en el piso. Es posible que lo haga porque ya lo ha leído demasiadas veces y se lo sepa de memoria. De hecho, sean fragmentos del libro que rompe o de otro, El Lector recita. Son varios los personajes que recitan en el film. Portadores de un archivo literario culto que no cesan de reproducir, para ellos el tiempo de la lectura ha caducado. Es el tiempo de la fragmentación de los libros leídos, es la hora del regreso a una literatura oral.

Los cínicos no leen, acaso porque ya se leyeron todo. Perrone da vuelta el paradigma de la gauchesca (le da una vuelta más a ese género literario argentino que funciona como fuente inagotable de resignificación). Si la fórmula de la gauchesca consistía en la apropiación de la voz de los de abajo por la cultura letrada, en Cínicos son los portadores de la cultura letrada los que ocupan el lugar de los de abajo. No se trata de los trabajadores rurales del siglo XIX. Tampoco de los trabajadores industriales del siglo XX. Ni gauchos ni proletarios, los cínicos parecen encarnar los restos de una comunidad que ya no tiene antagonismos de clases pero tampoco esperanzas de reconciliación; que ya no se relaciona con el trabajo, no porque no le importe, sino porque la noción de trabajo no existe. Cínicos es en este sentido una película distópica. La fábrica está cerrada, y sobre las ruinas de los medios de producción se han dispersado los símbolos ambiguos de una iglesia donde ya nada ni nadie puede prometer un empleo, y mucho menos la salvación. En esta perturbadora imaginación del día después del fracaso de las sociedades postindustriales, el arriba no existe, y abajo de la cultura letrada, ni siquiera queda un otro al que expropiarle la voz.

La primera escena de la película es un plano general con cámara fija. Hay el cuerpo de un hombre tirado en el piso. Hay un perro a su lado que vela por él. Lo cuida, es un perro piadoso. Alguien llega en moto, se detiene, levanta al caído, lo sienta detrás y lo saca del encuadre. Hay una nube de humo que recorre el espacio y que le confiere a la fábrica un matiz enigmático. La moto es la única máquina que funciona. Es una excepción a la regla, acaso porque no sirve para producir. El perro es quizá la cámara cínica que después rastrea y persigue a los personajes. Hay un momento en el que la moto ya no está y el perro se ha vuelto casi imperceptible. Sólo queda el poder atractivo de la nube de humo flotando sobre las máquinas fósiles. Cuando la puesta en escena se vacía, lo alto y lo bajo tienen lugar. No para reinstalar alegóricamente la forma de un mundo dividido entre el bien y el mal, sino para recordarnos que, incluso en medio del desastre, la belleza de lo enigmático flota sobre los restos.


Mariano Carreras es docente de literatura, graduado en Letras por la Universidad de Buenos Aires.