Graciadió: Una épica de los televident

Graciadió: Una épica de los televidentes

Por | 29 de mayo de 2023

Quizá sea posible escribir una historia del cine a través de las escenas en las que los personajes miran a cámara. Sería una historia de aquellos momentos en los que el cine interrumpe el juego de la ficción y se hace cargo de que es cine, en el sentido en que la producción, por medio de la mirada del personaje, reconoce la presencia de la cámara. Sería además una historia del cine a través de esos momentos en que el espectador participa de la puesta en escena, porque el personaje, desde la pantalla, de algún modo, lo integra, lo mira mientras es mirado por él. Se produce allí una conexión entre dos instancias discontinuas. Si se quiere, el espacio del espectador funciona como un fuera de campo suplementario respecto del encuadre dentro del cual el espectador es reconocido como tal por el personaje. Pareciera que ambos se miran mutuamente, pero lo que ve el personaje es el lente de la cámara, y lo que ve el espectador es la pantalla. De cualquier manera, el efecto de reciprocidad escópica entre personaje y espectador es en tales casos un elemento más de la representación.

Hay películas en las que el actor que mira a cámara interpreta a un personaje que simplemente interpela al espectador con la mirada. Hay películas en las que, en cambio, el actor, además de poner en juego un efecto de interpelación al espectador, interpreta a un personaje que mira algo más. En esos casos, la reciprocidad escópica entre personaje y espectador, por decirlo de algún modo, se escribe y se tacha. Pero no sólo es cierto que la tachadura nunca borra lo que se tacha, sino que, en ocasiones, más bien actúa como resaltador: queremos leer lo tachado, queremos entender su relación con el significante con el que se lo busca reemplazar. Los personajes de Graciadió (Raúl Perrone, 1997) miran a cámara todo el tiempo. Es decir, son muy frecuentes los momentos en los que la producción, a través de la mirada de los personajes, reconoce la presencia de la cámara; son frecuentes los efectos de interpelación en relación con el espectador, aunque, en realidad, cuando eso pasa, los personajes miran algo más. Así, por ejemplo, Gus (Gustavo Prone) y Mendo (Mauro Alchuler), sentados en un sillón, cuando miran a cámara, cuando parece que nos miran mirar, lo que actúan es mirar televisión. Miran Los Simpson (Matt Groening, 1989 a la fecha), la historia de una familia que, a su vez, tiene la costumbre de mirar televisión. En el momento en que Mendo prende la tele, la puesta en escena incluye tres espacialidades distintas: la de los personajes de Graciadió, la de los personajes de Los Simpson y la del espectador. A partir de las relaciones que se tejen entre esas tres espacialidades, la película propone una reflexión sobre el problema de la relación entre el espectador y la pantalla chica.

Estamos, entonces, en un momento de la historia del cine en que mirar a cámara puede suponer por lo menos tres cosas: reconocer la presencia de la cámara, interpelar al espectador y pensar la relación entre el espectador y la pantalla. Es el tiempo del cine que nos toca. Gus y Mendo regresan eufóricos después de robar unas remeras en la tienda del Gordo. Pero enseguida la euforia se diluye y el silencio apremia. Entonces vemos que Mendo mira a cámara y nos sentimos mirados por él. Se levanta, se acerca al lente, saca una mano del encuadre por el borde lateral y en ese preciso momento irrumpe en la banda de sonido el ruido de la tele. Casi no hay distancia entre el momento en que Mendo constata con la mirada la presencia de la pantalla y el momento en que decide encenderla. Es como si la propia constatación fuese razón suficiente: si el aparato está, se enciende, no hay opción. Así como el hábito hace al monje, la presencia de la pantalla hace al espectador.

Frente a la televisión, sentados en el sillón, Gus y Mendo ríen juntos. Lo que miran no sólo los divierte, también es parte de una enciclopedia que tienen en común. La amistad que los une está hecha de un conjunto de gustos compartidos que incluye lo que miran en la tele. Lo que sigue es un contraplano: el pequeño aparato, centrado en el encuadre, como una ventanita de colores fríos muy desaturados que perfora el espacio de una puesta en escena construida en cambio con una paleta de colores cálidos de mayor saturación. Todo es austero, precario, desvalido. Pero lo que se ve en la pantalla, aunque el aparato es tan precario como todo lo que lo rodea, contiene los destellos de una luminosidad que hace señas, que obliga a mirar. También Homero está sentado en el sillón de su casa. Pero no tiene la televisión encendida, lo cual explica sus palabras: «March, estoy aburrido». «¿Por qué no lees algo?», sugiere March. La respuesta de Homero inserta la lectura en el tópico del aburrimiento: «Pues porque entonces me voy a aburrir más». La televisión contra la literatura. Homero dispara desde su trinchera en una guerra que no declaró pero que asume como propia. Una guerra que, desde su perspectiva, implica toda una cadena de oposiciones que se orientan en un mismo sentido: la televisión contra el aburrimiento, la cultura de masas contra la intelligentsia, la cultura a secas contra la contracultura en la que se inscribe la propia Graciadió, etc. Homero tiene la televisión apagada y se aburre, pero el aburrimiento podría ser todavía peor. Hay un límite que no está dispuesto a cruzar.

Lo interesante de Graciadió, una película que forma parte de la historia del cine independiente argentino, es que se enuncia desde uno de los términos de la contradicción que plantea Homero, pero no para confrontar con el término opuesto sino para citarlo, en un gesto casi de reivindicación: en Graciadió, Los Simpson, una de las series más significativas del mainstream televisivo durante más de tres décadas, que a su vez funcionó como un dispositivo narrativo que ha puesto en juego la posibilidad de releer en clave propia toda la cultura occidental, aparece no como un producto bastardo, no como un consumo cuestionable, sino como parte de un ecosistema cultural. La película reconoce que la guerra, quizá en los propios términos en los que Homero la experimenta, existe, pero al mismo tiempo desiste de participar de la confrontación. Esto no quiere decir que se proponga como una síntesis superadora respecto de una contradicción a la que le habría encontrado la vuelta, quiere decir en todo caso que la película señala la contradicción, incluso desde adentro del campo de batalla, pero que, al mismo tiempo, asume una posición de registro no beligerante. Perrone (Ituzaingó, 1952) no se pelea desde el under contra la televisión, más bien pone la cámara frente a la experiencia de mirar la tele como quien comenta los avatares de un hábito propio.

Gus, Mendo y Pao (Violeta Naón) no se aburren. Los jóvenes de Graciadió siempre encuentran algo para hacer: miran televisión, pero también hablan de lo que miran, escuchan música, bailan, lloran, juegan al pool. En verdad, se los ve bastante poco mirar televisión, pero no porque se ajusten a un imperativo de moderación. El problema no es ético, es económico: Gus, por falta de dinero, vende los televisores de todos. Hizo lo propio con el suyo, después con el de Pao, con el de la prima de Pao y con el de Mendo. No se detiene hasta que dentro del entorno ya no quedan televisores ni para ver ni para vender. Entonces, queda un vacío que, si deja abierto un espacio para atravesar la experiencia del aburrimiento, los personajes cancelan esa posibilidad. Allí donde estaba el televisor de Mendo, sobre el esquinero, frente al típico sillón de los televidentes, se instalan primero el Imitador (Carlos Bartaburu), después Astroboy (Adrián Dárgelos), personajes que ofrecen sendos espectáculos. Son performances, las suyas, un poco incomprensibles, un poco absurdas, pero no se despliegan para llenar de sentido el vacío de la existencia, sino para subrayar ese vacío como algo que permanece y que siempre había estado ahí. Los propios performers son personajes ostensiblemente superficiales: no sabemos de dónde vienen ni a dónde van, no tenemos la menor idea de lo que les pasa, o mejor, lo único que les pasa es la performance con la que exhiben el vacío que los constituye.

Para Gus y Mendo, mirar a cámara es mirar la tele. Cero jerarquías entre personajes, espectadores de cine, televidentes y aparatos de reproducción. La película establece una relación de equivalencia entre la cámara de cine independiente y la pantalla chica. Además, en Graciadió, los bordes de todos los encuadres son borrosos, como si la posibilidad de lo visible se abriera dentro del marco de una televisión virtual, como si el propio régimen de visibilidad que se construye en la película estuviese mediado por la experiencia de un televidente. La baja calidad del registro fílmico tiene que ver con la pobreza de las condiciones de producción, pero también con la formulación de una poética relacionada con ciertas condiciones perceptivas. Vemos el mundo que habitan los personajes como si se proyectara desde una tele demasiado vieja o de mala calidad. Intuimos que los personajes tienen las retinas quemadas por los rayos catódicos, y que viven sus vidas como si fuesen los personajes de un sketch de televisión. Por eso la película se puede pensar como una épica de los televidentes, y por eso el destino de los personajes es la salvación.


Mariano Carreras es docente de literatura, graduado en Letras por la Universidad de Buenos Aires.