Héroes opacos en Argentina, 1985 y El método Tangalanga
Por Mariano Carreras | 2 de febrero de 2023
Sección: Ensayo
Temas: Argentina 1985El método TangalangaMateo BendeskySantiago Mitre
Argentina, 1985 (Santiago Mitre, 2022)
Hacer de personajes controvertidos figuras de relativa excepcionalidad. Hacer películas que pongan así la pregunta acerca del héroe en el contexto de una imaginación pública que acaso esté ávida de héroes. Repitamos la pregunta una vez más: ¿qué es un héroe hoy, cuando todos parecemos más o menos resignados a que las cosas sigan como están?, ¿y qué un héroe cinematográfico, cuando parecen agotadas las variaciones de los héroes hollywoodenses, tengan cuerpos hipertróficos o apenas marcados, tengan mentes infalibles o sean paradigmas de la distracción? Son las preguntas que me hice, en todo caso, cuando vi Argentina, 1985, donde un fiscal que durante la sangrienta dictadura del 76 fue funcional a la represión aparece como el “héroe nacional” que llevó a cabo, en democracia, la gesta de juzgar a las Juntas Militares. Y no es que el hecho de haber sido acomodaticio en tiempos difíciles no esté señalado en la película. Lo está, pero dicho señalamiento no es más que un matiz en el cuadro general de un personaje al que vemos luchar apasionadamente, una vez que se decide, cuando el viento sopla bastante más a favor, tan a favor que casi no le queda alternativa, para que se haga justicia. Son también las preguntas que me hice cuando vi El método Tangalanga, donde el gris empleado de una empresa de jabones supera sus inhibiciones y acomete con sus bromas telefónicas pequeños actos de justicia. Dos películas muy distintas, que abordan acontecimientos cuyos valores históricos no tendría ningún sentido comparar, pero que, por alguna razón, en el núcleo de sus respectivos sistemas de personajes, construyen una misma estructura y producen un desplazamiento similar.
Si se pudiera generalizar, se podría decir que los héroes del cine argentino contemporáneo son modestos en un sentido específico: no llegan a la pantalla grande para cambiar drásticamente el rumbo de la historia, sino para asegurar que nada ni nadie se lleve puesto (en relación con un trauma colectivo en un caso; después de un trauma individual en el otro) lo que queda en pie, lo que el desastre político o el desarreglo doméstico no alcanzó a arrasar. No vienen a transformar el statu quo, más bien lo conservan y lo convierten en una circunstancia tolerable. Son héroes opacos. Las luces del set no modifican ni disimulan la opacidad que los constituye. Toman en sus manos la parte de la historia que les toca, sólo que asumen la responsabilidad un poco tarde, una vez que el momento decisivo ya pasó, cuando es preciso trabajar muy duro apenas para reparar, hasta cierto punto, lo que ya está roto. Sea que se trate del comienzo de un trabajo imprescindible en la construcción de una memoria colectiva que reivindique a las víctimas del terrorismo de Estado y que permita juzgar a los culpables, sea que se trate de un trabajo necesario para revisar la construcción de una memoria individual y superar los límites de un mutismo que alcanza la desesperación, Strassera (Ricardo Darín) en un caso, Tangalanga (Martín Piroyansky) en el otro, no se quedan ciertamente sin hacer lo que pueden, pero dejan la sensación de que lo que pueden es poco. En un contexto en el que circulan con desenfado en los medios de comunicación enunciados que hace algunos años circulaban en la marginalidad de una ultraderecha sin capacidad de penetración social, cuando la matriz ideológica neoliberal ha logrado incluso penetrar en los programas políticos de gobiernos que se reconocen como progresistas, el cine deja ver que si es posible todavía un héroe, no podemos esperarlo todo de semejante posibilidad.
En este sentido, quizá, hay que entender que la película argentina contemporánea sobre el primer juicio a las Juntas Militares hable de Strassera. Casi no habla, en cambio, sobre las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo. En efecto, Argentina, 1985 (Santiago Mitre, 2022) cuenta la historia de un individuo que, cuando muchas de las condiciones necesarias estaban dadas para que eso pase, se hizo cargo de acusar a los culpables, y no de las agrupaciones que, cuando ni siquiera era factible que alguna vez ocurra, lucharon y arriesgaron todo para que el juicio finalmente tenga lugar. La ficción cinematográfica parece proponer que el héroe existe, pero que en todo caso no es un epítome de la virtud. En este sentido, quizá, se explica también que la película de hoy sobre la tradición cómica argentina del siglo XX es sobre Tangalanga, y no, por ejemplo, sobre Niní Marschal. Porque El método Tangalanga (Mateo Bendesky, 2022) es efectivamente sobre un modesto bromista telefónico que escandalizaba a los desprevenidos, que construía de manera inopinada un público, a través de un mecanismo de circulación original, pero que básicamente decía malas palabras donde no eran esperadas, y no sobre una comediante que forjó su prestigio en una extensa trayectoria en radio, teatro, cine y televisión, es decir en medios mucho más convencionales, pero que hizo de las diferencias lingüísticas una cantera de producción cómica y de reflexión actoral. Un fiscal, por un lado, que hizo lo que el gobierno y buena parte de la sociedad estaban preparados para que se hiciera, y no el movimiento político que movió cielo y tierra para transformar el horizonte de posibilidades históricas. Un comediante amateur, por el otro, que pudo salir de la sombra bajo el amparo de la mediación de las comunicaciones telefónicas, y no una actriz profesional, que modificó el medio artístico local con personajes entrañables, que conquistó una posición de capo cómica hasta entonces reservada a los varones.
«Mirá quién vino a verme. El héroe nacional. Disculpame que no me pueda poner en pie». En Argentina, 1985, es el Ruso (Norman Briski), uno de los amigos en los que Strassera se apoya para pensar su posición y para desplegar su estrategia, quien, por segunda vez en la película, después de la esposa del fiscal, dice “héroe nacional”, quien califica a su amigo con semejante título. Pero lo hace en el marco de un vínculo de amistad en el que dicha expresión adquiere un matiz chistoso. No alcanza a ser una ironía, no se lo dice queriendo decir lo contrario. De hecho, el Ruso está orgulloso de lo que sabe que su amigo acaba de hacer (culminar el proceso acusatorio contra las Juntas y pronunciar un alegato que va a quedar en la historia). Pero, cuando se lo dice, sabe también que esa calificación no se ajusta exactamente a lo que piensa de él. Cuanto menos un poco, lo sobra. El peso de la experiencia de toda una vida lo respalda para decirle “héroe nacional”, entre la broma y la consideración, a quien tuvo que haber visto especular más de una vez a la hora de jugar sus cartas. Con todo, es su mentor, y le dice entre comillas “héroe nacional” desde ese lugar. Pero se lo dice: además de exagerar, además de hablar un poco en broma, lo convierte en un bronce. Por eso, cuando le pregunta por el resultado del juicio, Strassera no se puede achicar, y entonces le miente. No le queda otra, quizá. El Ruso está muy enfermo, está internado en un hospital, son sus últimos minutos de vida, y quiere saber. Por eso Strassera le dice lo que espera escuchar, lo que si el proceso judicial hubiera sido un éxito rotundo hubiera debido ocurrir. «Bueno, dale, ¿qué querés saber?», pregunta Strassera. «Todo», dice el Ruso. «¿Ganamos o no?» Quien responde ya no es Julio Strassera, es el bronce que el propio Ruso acaba de construir: «Ganamos, sí». «¿Perpetua para todos?» «Perpetua para todos». Si el Ruso primero bromeaba con la hipérbole del “héroe nacional”, después, una vez erigido, cuando el bronce habla, le cree. En todo caso, le quiere creer.
El método Tangalanga (Mateo Bendesky, 2022)
«¿Me permite una expresión cotidiana? Las cosas nos van como el culo». Son palabras de Tangalanga, en una de sus emblemáticas bromas telefónicas. Pero, en El método Tamgalanga, no es una broma más, puesto que está dirigida nada más ni nada menos que a un estafador. La víctima de la estafa había sido Adela (Lucía Maciel), la mujer de Sixto (Alan Sabbagh), amigo y compañero de trabajo del comediante. Como el Ruso, Sixto está internado en un sanatorio. Adela había llamado a un parapsicólogo en medio de su desesperación. Quería ayudar a su esposo a como diera lugar. Después, por supuesto, se da cuenta de la trampa en la que cayó. En el pasillo del hospital, en la puerta de la sala donde está internado Sixto, se lo confiesa a Jorge Rizzi, el hombre detrás de Tangalanga. Jorge le dice que no se preocupe, que en una situación complicada como la que les toca atravesar, algo así le podría haber pasado a cualquiera. Pero la cosa no queda ahí, porque entonces, Tangalanga, el módico héroe, entra en acción. A su modo, hace justicia: engaña a quien se dedica al engaño, humilla al victimario de los humillados, hace que todos se rían de él. Pequeña venganza simbólica, sin trascendencia mayor: la broma no alcanza a reparar nada, tampoco puede evitar que otros más adelante sean estafados, pero, por un momento, nos reconforta. Sixto no sabe que Tangalanga vengó a su esposa. Pero escucha en la cama las bromas de Tangalanga. Es su primer espectador, su fan número uno, quien ve nacer al comediante de un barro del cual parecía que no podía nacer ninguna espectacularidad. Sixto alienta al intérprete, lo anima a seguir. Además, difunde al personaje en el sanatorio, primera cámara de resonancia del extravagante fenómeno cultural. En suma, como el Ruso, Sixto se convierte en un mentor yacente.
En ambas películas, si el héroe es un personaje opaco, carente del brillo y del esplendor que supone la heroicidad clásica, el mentor yace, y en su postración lucha contra la muerte. Los protagonistas de ambas películas, cuando se animan, en la medida de lo que pueden –y uno y otro pueden cosas muy distintas–, hacen justicia, ponen en marcha mecanismos de compensación. Que dichos mecanismos sean insuficientes, que no alcancen a completar procesos de reparación, no quita que dentro de la lógica de cada relato se trate de mecanismos necesarios. Argentina, 1985 postula como un acto urgente e imprescindible escuchar a las víctimas y a sus familiares. Incluso quien no estaba muy informado, cuando los ve en la pantalla y los escucha en el estrado, percibe la necesidad histórica de cada testimonio. Incluso quien no estaba convencido de las razones del juicio a las Juntas, no puede, después de ver y escuchar, no comprender. A su vez, sobre todo quien nunca escuchó a Tangalanga, quien nunca antes lo ha visto entrar en acción a la hora de ridiculizar a sus desprevenidos interlocutores telefónicos, entiende que, en El método Tangalanga, se juega algo del orden de la revancha, que buena parte de las víctimas de sus llamadas merecían caer en la trampa, que han hecho cosas por las que, tarde o temprano, de algún modo tenían que pagar. Pero ni Strassera ni Tangalanga son héroes sacrificiales. El primero se la juega cuando casi no le queda otra y el riesgo de ser afectado por el poder de los militares era menor. El segundo, a decir verdad, arriesga muy poco: opera al amparo de la distancia de las telecomunicaciones, con un pseudónimo que cubre a Jorge Rizzi de los conflictos con los que de otro modo debería lidiar.
Argentina, 1985 y El método Tangalanga: dos películas muy diferentes, con algo en común: ambas construyen héroes opacos. Pertenecientes a géneros muy distintos –al drama histórico por un lado, a la comedia por el otro–, con temáticas y poéticas inconmensurables –el problema de la justicia frente a los crímenes de Estado desde una perspectiva realista por un lado, la vida de un cómico excéntrico filtrada por el tamiz de lo fantástico por el otro–, ambas películas ponen en pantalla, para decirlo con una fórmula archiconocida, héroes humanos, demasiado humanos. Con todas sus diferencias, son películas que le quitan el brillo y la grandilocuencia a la heroicidad, que narran hazañas por las que sus héroes no pagan grandes costos, al mismo tiempo que, de manera complementaria, delegan en la figura del mentor la parte sacrificial, desplazan del centro de la escena la parte del héroe menos dichosa.
Mariano Carreras es docente de literatura, graduado en Letras por la Universidad de Buenos Aires.