Imágenes que forjaron una patria 12: Ma

Imágenes que forjaron una patria 12: Maclovia, el Indio, Figueroa y Luis Márquez, o del film al filmstill

Por | 17 de marzo de 2023

La imagen desde un principio se revela significativa. Presenta a seis lavanderas de hinojos en una orilla lacustre. Están colocadas en un punto de fuga ligeramente forzado hacia la derecha, desplazando el punto de vista, acorde con la “sección áurea” tradicional, que exige ver la proporción perfecta del encuadre como rectángulos donde el primero, de izquierda a derecha, debería contener a las protagonistas. La idea es obligar a ver ese lado y sentir con ello la tensión que se percibe en el encuadre. Porque algo sucede entre las dos mujeres en esa parte final del plano, que las abarca con cercanía, recargándose sobre el lado derecho de ese dinámico escorzo.

Las otras cuatro mujeres, separadas apenas por un breve espacio, suspenden su actividad. Dominan el lado izquierdo de la pantalla. Miran curiosamente a las dos protagonistas, que quedan en la esquina privilegiada de la escena. Hay un par de compañeras, en el extremo izquierdo de la imagen, con rebozo oscuro encima de sus claras faldas sabalinas, sujetadas por un ceñidor. El resto de su vestuario es blanco, tal vez de manta, con bordados a la altura del cuello, los hombros y las mangas respectivas.

Una de las otras lavanderas, ostensiblemente, se apoya sobre las piedras y destaca: ve directamente a las dos principales que no llevan vestidos sino sendas blusas –casi con calidad de marmóreo labrado– hasta los codos. Se notan atentas a lo que escuchan: tal vez un chisme. Pertenecen todas al mismo pueblo pero por lo visto la pareja que destaca es de condición social diferente al resto. Acaso por ello están colocadas donde parece más cómodo el espacio que es piedra pura.

Estas dos presencias principales lucen un collar artesanal. El de la desafiante es de tela; el de la otra, de pequeñas cuentas. Ésta, atrapada en medio de la escena, se percibe con toda su atención hacia lo que la primera dice; un complemento bajo su collar destaca: se adivina hecho de diversas filigranas metálicas, de plata probablemente, sugiriendo una delicada artesanía de factura tarasca.

Es la pausa de un pequeño drama.

Ninguna lava. La ropa espera en bandejas, colocadas descuidadamente sobre las piedras. El espacio, mínimo, es una hilera forjada por el tiempo; por la naturaleza misma, sin orden pero con un concierto que testimonia la ineluctable rutina de lavar desde tiempo atrás en esa pétrea falange destrozada; obliga a las mujeres a convivir durante esta labor. De ahí que el espacio sea estrecho: es intimidad y secreto. Sólo lo que ellas dicen, ahí permanece. Sólo ellas están ahí.

Enfrente del grupo femenino y a su alrededor, hay agua quieta, la ribera del lago; están en Pátzcuaro, como se insinúa por los contornos naturales, el paisaje, los evidentes montículos a media distancia, ligeramente difuminados, pelones de flora. El resto de la escena es nítido; el agua tiene un brillo vital. Nadie anda por ahí. Nada se mueve. La escena está enmarcada en una calma acentuada por la tintura ocre de la imagen; un instante en el tiempo a punto de estallar. ¿En qué? A saber.

Las dos mujeres principales del encuadre llevan la voz cantante, aunque sea evidente que nada se dicen. En ellas anida el conflicto. La que está al extremo derecho, ya no hace la colada. El bello rostro es adusto. Tiene dura expresión. Mira con el perfil en desafío orgulloso hacia el lago, o algún lugar de su mente. Está perfectamente peinada; apenas se nota la trenza que parece cubrirle la espalda. Su mano derecha se apoya firme en esa superficie que parece de basalto; la izquierda está incómoda. Lo sugiere el olvidado jabón junto a ella. Al extremo de su mano hay aún ropa para lavar.

La otra mujer, también bella, destaca por el contorno sensual de los labios apenas contraídos, que subrayan la expresión del resto del rostro, con tintes de preocupación y molestia; está con la mirada próxima al llanto o la furia. Mira directamente a su antagonista; asimilando con súbita vulnerabilidad lo que escucha.

El frío que se percibe en sus manos, parece concentrase, ¿en esconder el disgusto de ese sosiego subvertido por el resto de la escena? ¿En una posible respuesta física ante lo que parece un insulto? ¿Quiénes son estas mujeres y qué pasa entre ellas?

maclovia emilio indio fernandez

En la esquina inferior derecha se lee «Maclovia 1016 L. Márquez», la firma de la imagen.

Esta fotografía reinterpreta una escena de Maclovia (1948). Se basa en lo que se conoce como cinematography (fotografía para cine, en movimiento) hecha por Gabriel Figueroa (ciudad de México, 1907-1977). Todos los detalles del vestuario y la escena son responsabilidad de la férrea y meticulosa dirección de Emilio, el “Indio”, Fernández (Mineral del Hondo, 1904 – ciudad de México, 1986). El argumento original de Mauricio Magdaleno (Tabasco, Zacatecas, 1906 – ciudad de México, 1986) y Fernández, es una adaptación de una leyenda tarasca investigada por el autor del still, Luis Márquez Romay (ciudad de México, 1899-1978). Ubicada en 1914, al parecer estuvo en boga después de la Revolución. Contaba cómo la vida en la isla de Janitzio y las riberas del lago, Pátzcuaro, que la rodean, fue destrozada cuando la más bella indígena del pueblo obsesionó a un brutal militar, quien fabricó acusaciones contra el novio de la muchacha. Para liberarlo, intentó extorsionarla sexualmente. Ello provocó un duro conflicto.

El tema interesó vivamente a Fernández tras regresar de su exilio estadounidense a México en la década de 1930. Conoció y recorrió Michoacán cuando participó en el film pionero Janitzio (1935), de Carlos Navarro, escrito por Roberto O’Quigley y Márquez mismo. En éste, Fernández fue el actor protagonista.

Las coincidencias argumentales entre Janitzio y Maclovia, se nutren de la misma fuente, Márquez. Pero los personajes son sustancialmente diferentes. En el primero, Zirahuén (Fernández) es encarcelado sin razón por Manuel (Gilberto González), quien desea a Eréndira (María Teresa Orozco), novia del primero. En el segundo, el punto de vista se desplaza del hombre a la mujer. La historia es más compleja por la densidad política que asume. El sargento Genovevo de la Garza se jacta de ser superior por el color de su piel y ojos. El conflicto racista da a la trama un toque de actualidad al aludir al trasfondo que lentamente se filtró en lo nacional: la Segunda Guerra Mundial.

La temática de Maclovia tiene una variación importante sobre la Revolución. Lo racial se acentúa en este lugar idealizado, al que no llegó la Bola. La magnitud del “arremolino” es ajena: aquí aún es el siglo XIX. Las situaciones son cotidianas y sencillas: el pueblo sobrevive de la pesca. Es su trabajo de todos los días, de toda la vida, igual que en muchas imágenes representadas incluso en la época de la leyenda presentada. Lo único que altera esta rutina, es que se instala en Janitzio el usurpador ejército huertista, con el pretexto de una supuesta protección, necesaria, para los indígenas. Habría podido pasar, hasta cierto punto, desapercibido el hecho. El bien intencionado teniente Ocampo (Roberto Cañedo), ignora la perversidad del sargento De la Garza: al sentirse superior, y una vez quedando a cargo del resto de la tropa ahí estacionada, empieza a hacer de las suyas; impone su particular ley.

Janitzio fue un experimento que buscó darle tinte indigenista a una historia en apariencia convencional, un triángulo amoroso, que se comercializó como film ciento por ciento mexicano. Respondía a las ideas estéticas del nacionalismo vasconcelista. Sólo que el misterioso Carlos Navarro (director de misteriosa y nada documentada trayectoria en el cine nacional; sin parentesco con el actor homónimo), aplicó un estilo del cine silente 1920, en vez del sonoro 1930.

Fernández quedó insatisfecho ante lo que sintió faltaba: ubicar el drama en el paisaje. Las intuiciones del fotógrafo Jack Draper carecían de equivalencia con lo que en sus stills Márquez hizo. Eran evidentes “cuadros” en claroscuro intenso con un enfoque al infinito, nítido y, cierto, muy posado. Pero compartían el estilo y la concepción visual de Figueroa, lo que es evidente en Maclovia.

Márquez tenía un sentido visual agudo para la fotografía de paisaje. Conocía bien Janitzio-Pátzcuaro, que desde los años 1930 era popular para cierto tipo de turismo, entre burgués e intelectual, interesado por the real Mexico. Era de esos lugares, para solaz y esparcimiento, con un ámbito de “tiempo detenido”. Ayudó a esto la promoción que hizo el general Lázaro Cárdenas durante su sexenio (1934-1940), cuando creó infraestructura para acceder rápida y cómodamente a lugares como éste. En ese período abocado a reconstruir el país, el fomento al turismo fue sustancial, tanto que para la era de Miguel Alemán (1948-1952), cuando se rodó Maclovia, los ingresos por este rubro eran considerables. Fue, pues, lugar idóneo para rodar películas.

Las obras de mejoramiento realizadas en Pátzcuaro, se debieron a que era cercano al corazón del general Cárdenas: ahí tenía su casa de descanso. El tramo ferroviario México-Pátzcuaro, construido en 1868, durante el porfiriato, sobrevivió en buen estado a pesar de la Revolución. Pronto llegó un turismo admirador del México intacto, “pintoresco”, que se confirmaba nomás ver el hotel Acha, o Diligencias, o Casa de las Diligencias, celebérrimo por ser el hostal más antiguo de la zona desde que el dueño, don Miguel Acha, dio posada a la Marquesa Calderón de la Barca en 1843, cuando abordo de una diligencia característica y elegante de aquellos años, llegó a ésta, otra estación en su peregrinar por México.

El atractivo recorrido empezaba en Morelia. Concluía en una loma, desde la cual los viajeros admiraban la grandeza de Pátzcuaro a la distancia. El Acha/Diligencias quedaba a tiro de piedra, a media hora. Sus huéspedes encontraban en sus estancias una mezcla de historia y leyenda. El historiador local Antonio Salas, asegura que esta futura posada, fue la prisión de donde salió Gertrudis Bocanegra, oriunda precisamente de Pátzcuaro, hacia su fusilamiento el 11 de octubre de 1817.

El turismo, que empezó a tener presencia alrededor de 1920, cuando concluida la Revolución el país empezó a vivir, al fin, en santa paz, fue importante para Cárdenas. Decididamente promocionó que Pátzcuaro fuera una ventana al mundo. La zona atrajo políticos y empresarios, quienes aportaron obras y servicios dignos de gran turismo. Se mejoraron y construyeron hoteles y casas de campo, y el tramo ferroviario Morelia-Pátzcuaro; también restaurantes y tranvías. Se multiplicaron servicios específicos para visitantes foráneos. Una estrategia completa de fomento que el cine mexicano aprovechó. Qué mejor publicidad para las bellezas naturales del país que una película ambientada en ellas, con argumento impregnado por el impulso filosófico de Vasconcelos, promotor del muralismo, con interesante veta en la zona. Idea presente en Janitizio pero cristalizada con eficacia en Maclovia.

La plusvalía cultural de Pátzcuaro fue sustancial para su exitosa promoción. Visitantes célebres como Diego Rivera, atrajeron mucha prensa. Igual otros destacados pintores oriundos de ahí como Alfredo Zalce, que seguían trabajando en la zona. A Zalce, el general Cárdenas encargó la escuela indígena de Caltzontzin. Lugar, en el que junto a Ignacio Aguirre y Pablo O’Higgins, en 1950, pintó el mural Éxodo de la población de la Región del Paricutín. No fue su único mural michoacano. Tampoco el único pintor ahí activo. José Clemente Orozco hizo su mural Alegoría de México en la Biblioteca Pública Municipal de Jiquilpan. En 1940, en la Biblioteca Pública Gertrudis Bocanegra de Pátzcuaro, Juan O’Gorman, pintó en sus muros Historia de Michoacán. Cárdenas para su casa particular, hoy Quinta Eréndira / Sala de Banderas, encargó a Ramón Alva de la Canal otros murales. Y a Roberto Cueva del Río, en 1943, que hiciera los del monumento, en Janitzio, a Morelos.

Esto lo aprovecharon cineastas como Fernández y Figueroa. Éste en sus iluminaciones y encuadres siguió el estilo muralista. Sus inspiraciones fueron Rivera y David Alfaro Siqueiros. Las que fusionó con el estilo naturalista y documental, sobre lo estático del paisaje, del fotógrafo Ansel Adams.[1]

En razón de esto, Figueroa sugirió a Fernández que el imaginario visual de Maclovia respondiera a características específicas: la luz natural del lugar y sus sombras a lo largo del día; representar Michoacán, país de peces, como el auténtico jardín de la naturaleza, poético, donde reside Xochiquetzal, la diosa de las flores y el amor.[2] Jardín pisoteado por el sargento y sus subalternos; un gobierno de facto, externo y violento.

A Figueroa interesó la modificación que Fernández y Magdaleno hicieron de la leyenda según Márquez. A diferencia del elemental melodrama que fue Janitzio, Maclovia incluía pinceladas de Shakespeare. Ello le inspiró convertir la narración literaria en una visual. Con el cambio de punto de vista, de masculino a femenino, podría dársele mejor cabida a la naturaleza, con cierta dimensión antropológica, como la intuida por Jacques Soustelle: en las zonas precolombinas había interacción entre geografía y sociedad,[3] lo que consolidó la calidad mítica que Fernández impuso a la película.

Las equivalencias visuales para estas sutilezas son de estilo trascendental –cuya definición, propuesta por Paul Schrader, es vigente: el uso funcionalista o preciosista de cada elemento cinematográfico (planos y movimientos de cámara) para un fin específico: la presentación traslúcida de una forma de vida.[4] Atrapar la luz del lugar sin precisar del todo al objeto, en este caso los sentimientos o las sensaciones de los pobladores de Janitzio. Para ello, el fotógrafo en jefe estudió cómo era esa vida; siguió de cerca, pero sin intervenir, las rutinas de los habitantes.

Fernández, para entonces, era un director consagrado internacionalmente (en 1946 ganó el Grand Prix del Festival de Cannes; Figueroa también obtuvo un reconocimiento especial en la misma edición del festival), tanto como para darle un giro al tema, no tanto el de Janitzio/Pátzcuaro, sino el que le importaba: lo indígena. Imponiendo un matiz sustancial: lo mestizo.

En Janitzio reside el arquetipo definitivo de la mujer. La insularidad del lugar se hace imagen mítica: virgen y madre. El conflicto entre Sara y Maclovia es, en esencia, entre dos conceptos femeninos: la virgen, Maclovia, una joven Hera que no puede sacrificarse en aras de la libertad de José María. Y Sara, quien resulta ser una Hera malvada: presiona a Maclovia para que se entregue al sargento y salvar así a José María. Dado el peso moral de la situación, Maclovia duda: si toma ese camino, no tendrá regreso. Sara, incluso, se propone como víctima sacrificial buscando demostrarle a Maclovia que ama más que ella a José María; que irá más allá del honor o la muerte. Una empresa condenada al fracaso: el sargento rechaza a Sara. Ésta de inmediato asume el error. Ambas, en la mirada del director, son el arquetipo ancestral al borde de ser vulnerado. El contacto físico contaminaría a una u otra, lo que sí sucede en Janitzio. En Maclovia, nunca se besan los personajes, ni filial ni, mucho menos, románticamente. Rasgo significativo en la obra de Fernández.

Maclovia cuenta con dos protagonistas de fuerte personalidad, favoritas del director, María Félix y Columba Domínguez. Lo que capta el still es la escena clave, previa al tercer acto, donde se desencadenan los hechos más dramáticos. En cuanto Columba, se queda a solas con las otras cuatro, una de ésta comenta irónicamente «Cuando dos quieren a un mismo hombre, pues una tiene que perder», revelando el trasfondo del hecho que todas conocen. Sara sugirió a Maclovia que de amar a José María, el amor en disputa, debería acceder a la petición nada sutil del sargento De la Garza.

Figueroa cuenta en sus Memorias:

[…] cuando fuimos a Pátzcuaro para buscar locaciones para Maclovia, [Diego] Rivera nos acompañó a Emilio Fernández, María Félix y a mí. El maestro quería quedarse un día más por el tianguis; me invitó a ir con él […] tenía una pequeña libretita donde hacía bocetos señalando los colores y copiando el movimiento de los indígenas en acción a una gran velocidad. Doblaba la hoja, hacía otro y otro más […] yo veía a través de sus ojos lo que los míos miraban pero no veían.[5]

Buscando equivalencia cinematográfica a los trazos de Rivera, Figueroa ajusta la propuesta de Fernández: explora la estética de las sombras. Así, trabajó tanto las sombras inclinadas como las emitidas. Inclinadas por la posición del sol, para dar cierto declive: el anuncio de la tragedia, la que, justo, sucede al amanecer. Emitidas por la forma en que los personajes se mueven en espacios de abundantes redes, altos contrastes y contornos de casas y calles estrechas. El toque visual dominante fue sombrear cada escena. Aplicaba lo estudiado por Michael Baxandall con respecto a la Ilustración.[6] Aquí hizo la equivalencia de una ilustración nacional: el muralismo.

El método de Figueroa consistió en asimilar rápidamente las enseñanzas de sus maestros. A los bocetos de Rivera agrega iluminación; no calca el trazado, pero claramente logra una equivalencia con luces y sombras. Estudia como Rivera los contornos para definir masas y objetos, que aplica en las redes de Maclovia; las sombras proveen un trasfondo con fisuras de luz que hieren rostros; crea atmósferas de desconcierto y tensión. Pero la escena clave, ese instante de desequilibrio, se inspira en Siqueiros.


José Felipe Coria es profesor en la UNAM y colabora en El Universal. Es autor de varios libros, entre los que destacan Cae la luna: La invasión de Marte (2002) e Iluminaciones del cine mexicano (2005). Ha colaborado en medios como ReformaRevista de la UniversidadEl País y El Financiero.


[1] Éste atrajo atención con un Proyecto Mural, hecho en 1941, donde fotografió reservas naturales para el Departamento del Interior de los Estados Unidos. Esta idea, influyente para fotografiar paisajes, logró cierto dramatismo con un alto contraste para iluminaciones naturales.

[2] Gilbert Durand, The Antropological Structures of the Imaginary. Boombana Publications, Brisbane, 1999.

[3] Jacques Soustelle, El universo de los aztecas, Fondo de Cultura Económica, México, 2012.

[4] Paul Schrader, Transcendental Style in Film, University of California Press, Berkeley, 1972.

[5] Gabriel Figueroa, Memorias, UNAM / DGE | Equilibrista, México, 2005.

[6] Michael Baxandall, Shadows and Enlightenment, Yale University Press, Londres, 1995.