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Imágenes que forjaron una patria 10: Gabriel Figueroa 1: En el cubo blanco

Por | 27 de enero de 2022

Flor Silvestre (Emilio Fernández, 1943).

El año previo a su muerte, acaecida el 27 de abril de 1997, Gabriel Figueroa recibió el mejor homenaje de su dilatada vida. Nacido en 1907, fue objeto de una magna exposición, Gabriel Figueroa y la pintura mexicana, llevada a cabo en el Museo de Arte Contemporáneo Álvar y Carmen T. de Carrillo Gil entre agosto y septiembre de 1996.

La curaduría de la exposición, a cargo de Elías Levin, fue saludada por el entonces presidente del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes, Rafael Tovar y de Teresa, con la importancia del caso: destacó los «importantes vínculos que su arte tiene, más allá de las fronteras de la creación cinematográfica, con otros dominios estéticos y con artistas y obras que en otros terrenos compartieron sus búsquedas y preocupaciones».[1]

El cubo blanco del museo presentó diversos cuadros de José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Gerardo Murillo –el Dr. Atl–, Alfredo Zalce, José Guadalupe Posada, Alberto Beltrán y Leopoldo Méndez. Ninguna novedad si se considera que la propuesta era acorde a las iniciativas, que desde su origen mismo, el museo propuso como parte de su ADN. Su directriz principal consiste en difundir la pintura mexicana representativa de nuestra modernidad. Con un planteamiento específico: preservar las obras de caballete de los muralistas, principalmente las de los mencionados Orozco y Rivera, que son prominentes presencias en la colección Carrillo Gil.

Junto a las obras seleccionadas se colocó un fotograma de películas significativas, en las que Figueroa fue el director de fotografía: Flor Silvestre (1943), La perla (1945), Enamorada (1946), Cuando levanta la niebla (1952), entre otras, de Emilio Indio Fernández, con quien sostuvo una de sus colaboraciones más fructíferas; El rebozo de Soledad (1952), de Roberto Gavaldón; El fugitivo (The Fugitive, 1947), de John Ford, y varias más que definieron a la estética de la cinematografía nacional.

La idea sustancial de la exposición era confirmar el diálogo entre pintura y cine; distinguir sus vasos comunicantes. Puesto que previamente, en número especial de Artes de México dedicado a Figueroa, éste dio cuenta de diversas anécdotas, destacando la referida a Orozco y Flor Silvestre 

([D]urante la proyección de la película, Orozco, quien estaba sentado al lado de Figueroa, dio un respingo: la composición de la escena [hombres y mujeres de espaldas en la entrada de una vivienda donde se lleva a cabo un velorio] era igual a la que había utilizado en El réquiem, una de sus obras de caballete de tema revolucionario. El fotógrafo puso su mano en la pierna del pintor mientras le decía en voz baja: «Maestro, soy un ladrón honrado». «Oiga no, usted tiene una perspectiva ahí que no logré yo, necesita invitarme a verlo trabajar para saber cómo logró ese plano»[2]),

era natural que hubiera un interés firme por parte del museo para presentar la confrontación entre obra pictórica y obra cinematográfica; comprobar las referencias que Figueroa atentamente traspasó del plano pictórico a las películas.

Figueroa, cuando recibió en 1971 el Premio Nacional de Ciencias y Artes, en su discurso de recepción, dijo:

Durante 40 años, en compañía de otros hombres igualmente apasionados en el oficio de inventar imágenes, no he hecho otra cosa que delimitar la realidad entre las manos de una cámara fotográfica. Este privilegio excepcional me ha enseñado a conducir los sentidos hasta el corazón de la realidad y constituirme en la mirada de importantes inquisidores del alma humana.[3]

Esa insistencia en la realidad, en llevar los sentidos hacia ella y delimitarla, la hizo basándose en un conocimiento profundo del arte nacional. En el mismo discurso concluía con:

Recuerdo en estos momentos a hombres de la calidad de Diego Rivera, José Clemente Orozco, David Alfaro Siqueiros, Leopoldo Méndez, glorias de la plástica mexicana, amos del color y de la luz y maestros míos en el modo de ver a los hombres y las cosas. Estoy seguro de que, si algún mérito tengo, es saber servirme de mis ojos, que conducen a las cámaras en la tarea de aprisionar no sólo los colores, las luces y las sombras, sino el movimiento que es la vida.[4]

El movimiento vital al que se refería no era exclusivo de su vida detrás de cámara sino a lo que admiraba profundamente: la pintura.

Álvar Carrillo Gil (1898–1974), junto con su esposa Carmen Tejero, comenzaron desde 1938 a coleccionar arte contemporáneo nacional, la base de su museo. Incluía a los por ellos apreciados Orozco y Rivera. También a Siqueiros, Gunther Gerzso, Wolfang Paalen, Luis Nishizawa, así como obra de artistas de la vanguardia europea.

La vasta colección de los Carrillo Gil, a la fundación del museo, constaba de 1,417 piezas: pintura, escultura, dibujo, serigrafía, litografía, collage, grabado, libro de artista, arte objeto, instalación, fotografía y video. El espacio para la sede estuvo disponible en 1969, en la esquina de Altavista y Revolución de la ciudad de México, lugar que fue acoplado por su primer director, Fernando Gamboa, quien encargó al arquitecto Augusto H. Álvarez transformar un espacio para casa habitación en un museo que preservará el carácter íntimo del hogar de los Carrillo Gil, donde se reunió la obra, pacientemente, a lo largo de años.

El arquitecto Álvarez diseñó un espacio con techos bajos, al que sumó las características rampas que definen la personalidad del museo, un lugar con gran intimidad para contemplar las obras. La construcción se llevó varios años. Su inauguración formal fue en 1974, justo el año de la muerte de Carrillo Gil. Dentro del amplio mapa museístico de la ciudad de México, el Carrillo Gil representa una suerte de anexo del Museo de Arte Moderno. Su más modesta aspiración, sin embargo, confirma «cómo la participación de este tipo de museos en la formación de una cultura simbólica de la identidad nacional constituye su principal característica y da cuenta de su importancia».[5]

A su vez, representa lo que la museóloga española Aurora León, define como «diálogo permanente entre la tradición y el Progreso». Al interior del museo se nota que «el tiempo es un factor esencial en el concepto de museo que puede abordarse desde dos puntos de vista: sicológico y filosófico. Esa ineludible coordenada temporal es constatada si se analiza la idea del museo en relación con la concepción que cada civilización tuvo del tiempo».[6] La concepción de la permanencia temporal la tenía clara Carrillo Gil desde que imaginó el museo. El tiempo decantó parte sustancial de su colección. Como las obras de caballete, en su gran mayoría, pensadas para ampliar la mirada hacia la obra más personal de los muralistas.

En cierto sentido, la propuesta del museo parecía recuperar un aspecto esencial que estuvo en el origen del primer gran museo de arte moderno, el neoyorquino MoMA. En los planes del fundador de éste, Alfred H. Barr, estuvo, en sus dos primeros años, entre 1929 y 1931, exponer pintura, escultura y algo de gráfica. Lo que de inmediato amplió sustancialmente. En 1932 hubo una muestra dedicada a la arquitectura. Esto marcó el inicio de una política de expansión pensada con sentimiento incluyente: ir sumando expresiones artísticas, para disfrute de sus múltiples visitantes, ya que no se pensó como museo nacional sino se asumió con carácter internacional. Por lo mismo, también en 1932 amplió la oferta con otra exposición, en este caso dedicada a la fotografía. Para 1933 programó exposiciones de diseño industrial.

Ello fue sustancial para expresiones poco valoradas en su momento y que Barr consideró sustanciales al esquema del MoMA. Por ejemplo, incluir una filmotek, una «biblioteca de películas». Esto fue una de las políticas del museo, que retomó una idea de V. I. Lenin, quien consideró al cine más útil que cualquier otro arte. Sin quererlo, esta declaración, tuvo un énfasis especial que no pasó desapercibido para Barr. En 1935 integró la filmoteca al museo. Para 1940, todo lo planeado desde 1929, tenía espacio en cada pared del cubo blanco del MoMA.[7]

En el caso nacional, sumar la obra de Figueroa al acervo del Carrillo Gil fue una propuesta acorde con los orígenes de éste. Era una suerte de “respuesta”, al decir de Rafael Tovar, en cuanto se fusionaba al conjunto de las propuestas pictóricas propias del museo ya que «cada una desde su particular perspectiva y con sus propios recursos, [encarna] una cuestión fundamental: la definición e interpretación de lo mexicano».[8]

El tema de la exposición se sostenía con una dialéctica particular entre pintura y cine, revisando ciertas obras de los muralistas. Al presentar las equivalencias logradas por Figueroa, se revela a un auténtico “artista de la lente”, como diría el lugar común, que quedaba inextricablemente unido a la esencia del museo.

En el aniversario 45 del Carrillo Gil, el Instituto Nacional de Bellas Artes difundió el siguiente comunicado:

El “Doctor” [Carrillo Gil] –como lo llamaban sus amigos artistas y colegas– logró recuperar del extranjero obras clave dentro de la construcción del pensamiento moderno de México; como recuerda Antonio Rodríguez, artista y crítico de arte, «invirtiendo grandes sumas, reconquistó para México, a veces después de verdaderos duelos entre compradores, obras tan importantes de Orozco, como el Prometeo. Fue un hombre que llevó su vocación de coleccionista no sólo a la reunión de las obras de los más importantes pintores modernos, sino a la creación de una gran biblioteca especializada en arte.[9]

Esa construcción es el alma del Carrillo Gil fue confirmada por la entonces directora del mismo, Sylvia Pandolfi, en la presentación de la exposición sobre Figueroa:

El Museo de Arte Carrillo Gil se honra en presentar una exposición en homenaje al fotógrafo más reconocido del cine mexicano: Gabriel Figueroa. Nos unimos a los festejos por el centenario del cine en México mediante una muestra cuyo interés para el museo radica no sólo en el reconocimiento de la labor artística del maestro Figueroa, sino en los valores que comparte con la colección formada por el doctor Álvar Carrillo Gil, la columna vertebral de nuestro trabajo.[10]

Era el momento adecuado para hacer esa retrospectiva. Aunque tenía un marco mayor, el del centenario de la llegada del cine a México, su importancia radicaba en que estaban claras las equivalencias entre las imágenes pictórica y fílmica.

La exposición comenzaba justo con la imagen más significativa. El fotograma de Flor Silvestre (Emilio Fernández, 1943), y su secuencia respectiva, era la puerta de entrada al espacio de las equivalencias. En este caso, la contraparte era el mencionado cuadro hecho en 1928, por Orozco, El réquiem. La coincidencia entre la pintura y su equivalencia cinematográfica, poseía una potencia poco vista. Literalmente la pintura se trasformaba, aunque en blanco y negro, en una expresión dramática con la que se obtenía una estética, en movimiento, o mejor aún: espectáculo; justo lo que define al cine: motion picture: un cuadro en movimiento.

Lo fílmico expresaba, en términos diversos, la noción de estar forjando una imagen nacional. Había, pues, de entrada, un refrendo de los valores acuñados para el museo, su razón de ser; confirmaba en directo, y gracias a la distancia que provee el tiempo, que el fragmento de película proyectado, actualizaba al cuadro en sus dos vertientes, la plástica y la fílmica. Destacando con ello el valor de ser una vanguardia: una cine-pintura.

El término “vanguardia” resulta problemático tanto en el contexto del muralismo mexicano como en la obra de Figueroa. Siendo el primero ejemplo de modernidad, basado en la asimilación de la pintura europea a un nuevo contexto que proveyó la Revolución, y que triunfó en las paredes por iniciativa del primer secretario de educación, José Vasconcelos, quien consideró sustancial hacer los murales para popularizar la pintura pero también para expandir la nueva ideología. Pero ello instituyó que el muralismo –a pesar de sus muchas contradicciones estéticas e ideológicas, lo que a su tiempo denunció Siqueiros–, era una vanguardia.

En esto hay un conflicto apuntado por Peter Bürger: «Los movimientos históricos de vanguardia niegan las características esenciales del arte autónomo: la separación del arte respecto a la praxis vital».[11] Ello en razón de que «la obra de arte autónoma se da individualmente. El artista produce como individuo, con lo cual su individualidad es percibida no como expresión de algo, sino como singularidad radical».[12]

Este tema permea la obra de Figueroa. Lo cinematográfico no fue en su momento considerado vanguardia. No estéticamente, a diferencia de las puntuales evaluaciones históricas de la pintura mural. A su vez, no podía evaluarse como obra individual al formar parte de un dispositivo más amplio, el cinematográfico, resultado de una creación colectiva.

La producción de Figueroa era consecuencia de decisiones previas, del guionista Mauricio Magdaleno, quien proponía ciertos aspectos dramáticos sujetos a la interpretación del director, Emilio Fernández. Este sugería cómo sería la escena. Figueroa la componía al final, proponiendo una solución visual resuelta con toda libertad.[13] Sin embargo, al extraer de las películas cada fotograma –o la secuencia citada– y luego recomponerlo sobre la pared del museo con el movimiento cinematográfico, y fuera del contexto de la dramaturgia con que fue construida la película, obtuvo una condición diferente. De cuadro en movimiento, el mencionado motion picture. En consecuencia, pasaría con el tiempo a ser un arte autónomo. Un arte que no es ni fotografía ni pintura, sino un híbrido que llegó al espacio del museo, confirmando la individualidad de su creador: sólo él podía concebir esos planos específicos que mantenían equivalencia con la pintura.

Por lo mismo, el tema de la exposición respondía claramente a lo apuntado en «la importancia de la investigación histórica de los museos radica, por tanto, en que permite el registro de las ideas, los mitos y las acciones que conformaron, en un momento determinado, a los valores colectivos predominantes de una sociedad».[14]

En el caso de esta exposición singular, que llevaba al cinematógrafo a la pared del cubo blanco, culminaba un largo devenir que reconocía la singularidad de la fotografía en movimiento, apartada de sus dos contextos rectores, el resto de la película y la interpretación de la obra pictórica, del lienzo, y la gran influencia que tuvo su momento. Después de largo tiempo se le evaluaba por una vía doble: la vigencia de los postulados estéticos del muralismo mexicano, y los de la generación fílmica que surgió al paralelo dedicándose a un arte considerado novedoso pero poco apreciado para una perspectiva museística, a pesar de su popularidad.[15]

En esto radica una dificultad esencial para evaluar la obra de Figueroa en el contexto histórico. ¿Qué y cómo fue en su origen? ¿Por qué se impuso? ¿Por qué tardó tanto tiempo en llegar al museo? ¿Puede considerarse obra individual, ajena a las decisiones tomadas por los directores respectivos? En esto radica el conflicto esencial de Figueroa y su aportación en el auge del cine nacional.


José Felipe Coria colabora en El Universal y es maestro del INBA. Es autor de los libros El señor de sombras (1995), Cae la luna: La invasión de Marte (2002), Iluminaciones del cine mexicano (2005), Taller de cinefilia (2006) y El vago de los cines (2007). Ha colaborado en medios como ReformaRevista de la UniversidadEl País y El Financiero.


[1] Catálogo de la exposición Gabriel Figueroa y la pintura mexicana, CONACULTA / Museo Carrillo Gil / INBA / IMCINE / Cineteca Nacional, México, 1997, p. 9.

[2] Margarita de Orellana, “Entrevista a Gabriel Figueroa”, Artes de México, México, invierno 1988, pp. 38-39.

[3] Gabriel Figueroa, Memorias, DGE / El Equilibrista / UNAM, México, 2005, p. 9. Las cursivas son mías.

[4] Idem., p. 17.

[5] Luis Gerardo González Moreno, Orígenes de la museología mexicana, Universidad Iberoamericana,  México, 1994, p. 24.

[6] Aurora León, El museo: Teoría, praxis y utopía, Cátedra, Madrid, 1986.

[7] Christoph Grunenberg, “The Politics of Presentation: The Museum of Modern Art, New York”, en Contemporary Cultures of Display, editado por Emma Barker, Yale University Press, New Haven, 1999.

[8] Gabriel Figueroa y la pintura mexicana, op. cit., p. 10.

[9] Las cursivas son mías.

[10] Gabriel Figueroa y la pintura mexicana, op. cit., p. 13. Las cursivas son mías

[11] Peter Bürger, Teoría de la vanguardia (3ª edición), Ediciones Península, Barcelona, 1974, p. 109.

[12] Idem., p. 106.

[13] Muy diferente a su trabajo con Luis Buñuel. Tampoco a la gran mayoría de sus más de 200 direcciones de fotografía fílmicas, llamativamente sin equivalencia a las obras seleccionadas para esta exposición.

[14] Gabriel Figueroa y la pintura mexicana, op. cit., p. 18. Las cursivas son mías.

[15] Es de suponerse que la existencia de la Cineteca Nacional, fundada en 1974, reemplazaría, como institución, al dispositivo del museo, tal cual lo planteó Barr para el MoMA. O sea, que la Cineteca asumiría cualquier papel museístico, volviendo innecesarias exposiciones como la presentada en el Carrillo Gil. Pero, debido a que la Cineteca se propuso sólo como lugar de exhibición y preservación, siempre ha quedado a deber en su papel como museo, más cuando fue abortado el proyecto, que por años y años se contempló, de hacer el Museo del Cine –incluso se planeó su construcción al lado del terreno que hoy ocupa la Cineteca. Ahora, que hubo oportunidad de hacerlo, tampoco se planteó. Aunque sí la ridícula aberración de proponer una segunda cinemateca para Chapultepec. En lugar de un museo, más cines, pues.