El misterio de la lesbiana inexistente

El misterio de la lesbiana inexistente

Por | 27 de noviembre de 2017

Me gusta pero me asusta (Beto Gómez, 2017)

La reciente “inclusión” de cierto personaje es significativa para un cine mexicano que reafirma valores promovidos desde su añejo pasado. Este personaje es el gay, con cierta presencia en Hazlo como hombre y Me gusta pero me asusta. En esta segunda está para recibir, literalmente, sombrerazos, y ser una especie de amiga escandalosa en su curiosa concepción dramática: son tres las amigas, como tres son los protagonistas de Hazlo como hombre.

Viene a cuento porque está de moda decir que el cine es un “bien cultural”, cualquier cosa que eso signifique. Así que este tipo de películas se supone nos representan. Dadas las extraordinarias coincidencias, tanto en concepto de estructura cinematográfica como de dramaturgia supuestamente cómica (melodramática, reaccionaria), la idea de que son bienes culturales permite analizar sus elementos específicos y reiterativos.

Tanto Hazlo como hombre (Nicolás López, 2017) como Me gusta pero me asusta (Beto Gómez, 2017) fueron taquilleras, sólo que la primera recaudó el doble. Pero los cien millones de pesos en ingresos de la segunda no son malos. La primera pretende decir cómo “aceptar” un homosexual en la familia, considerada ésta un promiscuo núcleo social de amigos. Que andan siempre juntos, incluso en el baño.

La tolerancia no es aceptación ni, menos aun, comprensión. Es soportar lo que disgusta, o permitir que lo “inmoral” se consienta. Hasta cierto punto.

Los detalles interesantes de la trama incluyen cómo Santiago (Alfonso Dosal) sufre al no ser él, pero está en ruta de su inminente boda con Nati (Aislinn Derbez). La echará in extremis para relacionarse, casi en off, con Julián (Ariel Levy). Su cuñado Raúl (Mauricio Ochmann) lo repudia, a pesar de ser un infiel en serie. Santiago recibe tolerancia inmediata, gratuita e incondicional de Eduardo (Humberto Busto). Sin embargo, resiste los besos de Julián demasiado femeninamente, casi arqueando histéricamente su espalda hacia atrás, poniendo las manos entre los dos, y lo corta cuando Julián le confiesa no tener bronca en dividir lo sexual de lo sentimental: es poliamoroso, estereotipo referido a lo gay que se subraya para cuestionar la tolerancia a Santiago. Su límite está en mantenerse casto. Lo que hace.

Los personajes homosexuales poca cabida tienen en el cine mexicano desde que por vez primera apareció veladamente uno en La casa del ogro (Fernando de Fuentes, 1939), luego ausente en el remake Casa de vecindad (Juan Bustillo Oro, 1951). De ahí en adelante, fueron denigrados en irredimibles bodrios tipo Las siete Cucas (Felipe Cazals, 1981) o vistos como carne de burdel, dignos de violencia tras la crisis depresiva postcoital en El lugar sin límites (Arturo Ripstein, 1978), películas con inferior nivel ideológico a las comedias producidas por «El Tal» Gomezbeck, «El Güero» Castro y Alberto «El Caballo» Rojas: 4 hembras y un macho menos (1979) y la serie Un macho en la casa de citas (1982), …en la cárcel de mujeres (1986), …en el salón de belleza (1987), …en el hotel (1989), …en la tortería (1989) y …en el reformatorio de señoritas (1989), donde al menos el machismo era homosexualidad vergonzante. Quedan pendientes los innumerables gays del cine de ficheras, siempre abofeteados para ser tolerados.

Quien nunca aparece, ni como tolerada, es una lesbiana (a pesar del sutilísimo antecedente magistral Muchachas de uniforme [Alfredo B. Crevenna, 1951]). A lo fílmico lo define sólo el machismo, aún hoy su ideología y estética dominantes. La lesbiana, igual que las otras mujeres, debe ocultar su sexualidad. Los machos de Hazlo como hombre bromean sexualmente hasta lo inverosímil; exageran su homoerotismo porque es algo que al cine mexicano gusta. Y asquea. Hace poco una lesbiana, inmadura a pesar de su edad, se ligaba a una ninfa y luego a una intelectual. Siempre era infeliz porque Todo el mundo tiene a alguien menos yo (Raúl Fuentes, 2011). El anacrónico estilo en blanco y negro acentuaba su rara existencia entre sombras, esa neurótica sexualidad que jamás tendrá los vibrantes colores de La vida de Adèle (La vie d’Adèle, Abdellatif Kechiche, 2013).

El tolerado personaje gay es condenado a ser patiño, a recibir el pastelazo, semejante hipocresía o manipulada aceptación sexual (aunque haya ejemplos de cine gay dignos, lo dominante en cartelera impone la distorsión emocional), impide ver cómo son estos personajes más allá de cuán simpáticos, por bocabajeables, resultan. Lo que supuestamente se hace en “buena onda”, como lo confirman las ligerísimas y banales comedias recientes. La lesbiana inexistente es un síntoma: es aquello a lo que ni se alude porque es intolerable (¿cuál sería la diferencia en Me gusta… de incluir una lesbiana en la trilogía de amigas? Ninguna, dramáticamente, excepto por el lugar común: tendría que echarle los perros, por fuerza, a la protagonista; intentaría seducirla acorde al canon del melodramatismo nacional, lleno de prejuiciados clichés, donde una lesbiana depredaría la fragilidad ajena). En las comedias recientes el bien cultural es la diversión machista, nunca femenina. O sea, hazlo como “hombre” porque me gusta pero me asusta.


José Felipe Coria es autor de los libros El señor de Sombras (1995), Cae la luna: La invasión de Marte (2002), Iluminaciones del cine mexicano (2005), Taller de cinefilia (2006) y El vago de los cines (2007). Ha colaborado en medios como ReformaRevista de la UniversidadEl País y El Financiero.