La novedad es una etiqueta (formal)

La novedad es una etiqueta (formal)

Por | 21 de noviembre de 2017

Me gustaría creer que tenemos un gusto exacerbado por las palabras, por la manera en la que nos dicen tal o cual cosa, para discernir (o más bien, transgredir) tema y forma más allá de lo que se describe (y que acaba por ser –más allá de lo simbólico– algo siempre circunstancial). Me gustaría pensar que sucede lo mismo con las imágenes, que nos seduce el montaje –la sucesión que nos lleva de una imagen a la siguiente– de cierta manera y no de otra, a lo largo de una serie de eventos que –como en el texto– se vuelven algo circunstancial. Es desde ahí que me pregunto por cómo compartimos esta experiencia, cómo hacemos resumen de los acontecimientos –que son al final (y en el mejor de los casos) un en-lugar-de– y dejamos de lado el detalle minucioso con el que redundamos sobre disposiciones, movimientos de cámara y cortes al que apelamos –a partir de una experiencia que sólo es compartida en apariencia. Quiero creer que el hilo narrativo es algo que le damos a la sucesión de palabras o imágenes a pesar de sí misma, una manera de explicarnos –desde su orden temporal– el decir de los acontecimientos. Nos decimos unas cosas, nos decimos otras, las confrontamos y así, vamos dilucidando –en un largo a posteriori– lo que vimos durante ese lapso: desde el catálogo visual del diseño de producción, lo que dicen los gestos de los actores mientras estos dicen sus líneas o la extraña omnipresencia de la banda sonora que siempre acaba por compensar las carencias de lo visual… Esta distracción o pereza o falta de atención es compensada con los dispositivos en los que vemos estos contenidos, mismos que han sufrido –a través de lo digital– una transformación que los hace, de algún modo, inmanentes. Los dispositivos –como contenedores– tienden a recordarnos que tal inmanencia ocupa un espacio. Es eso lo que convierte a la gran bodega que nos muestra Spielberg al final de la primera de Indiana Jones en una alegoría del almacenamiento de datos: es algo que está y no está ahí, es algo que se cuantifica y se consume. Es también la ilusión de profundidad que da una pintura. Podemos repetir una y otra vez esa última escena, llevarla en el bolsillo y mostrarla a un grupo de amigos, tener el vínculo en la computadora y ponerlo en pantalla para ilustrar justamente eso: el espacio por ocupar, pero también, todo aquello que sobrepasa nuestra visión en ese primer golpe que se abre la inmensidad de un paisaje interior. Y decir, como si se tratara de algo incidental, que esa escena corona o termina con una idea de cómo se hacía cine (más allá de arremedar a los seriales de propaganda de la Segunda Guerra Mundial) se ha dedicado a hacer una revisión sucinta y expedita de los recursos formales y temáticos que ha tenido el cine de acción hollywoodense –de Griffith a Kubrick– y dice un no-hay-más, de aquí en adelante todo será repetición, todo será redundancia, será oscuridad y puesta en abismo. No deja de ser fácil decir esto treinta y cinco años después del estreno del filme (veinte años antes se estaba estrenado Espartaco [Spartacus, 1960]), pero visto en la distancia sirve –de manera tan cómoda como categórica– como un último paradigma, el futuro es una bodega tan real como virtual, una inmensidad tan intangible y aún, tan ahí, que nos seduce como la materia oscura, la red oscura y el lado oscuro de la fuerza. Lo que viene después, lo que anuncia y encarna, es una cultura del reciclaje: latas, plástico PET, diseño de producción, papeles y –por supuesto– historia. No deja de haber una semejanza atroz entre las franquicias y las redes en las que apilan latas de refresco y botellas desechables –aparte de lo demás– los camiones de basura: es un excedente que se explota como capital. Siguiendo con las analogías de mal gusto, pienso que no hay mucha diferencia entre las franquicias cinematográficas y los restoranes de comida rápida. Unas y otras apelan a la comodidad de lo conocido y representan para uno, que discute y disputa, una manierismo industrial que se repite una y otra vez en su lucha contra los dioses del desgaste (siendo esto, el desgaste no sólo un tema sino un concepto, no sólo un concepto sino un modo en boga para presentar esos mismos contenidos). Esa comodidad, esos colores, ese diseño (que va desde las cajitas hasta los muebles) que se repite a lo largo del paisaje de la modernidad son, al igual que los superhéroes, una propiedad intelectual y ocupan (y comparten) un espacio semejante por el que cobran alquiler. Es una disposición –un acomodo– de elementos en el espacio –real o figurado– que se da como duración. Uno, dos, tres y contado. Nuestro último consuelo frente a este montaje visual que emula a sus carteles promocionales son los saltos de la acción y la cámara rápida que hace elipsis sobre todo lo que ya hemos visto o sobre todo lo que, de por sí, no queremos ni sabremos ver. Estamos asomados a una última ventana a un panteón que –en la paradoja de un churrigueresco iluminado con halógeno– se repite, se vuelve a repetir, y aún –en esa repetición– se etiqueta –y pretende deslumbrarnos– como una novedad. Abiertos a esta decadencia formal, temática y de recursos, no tenemos nada que hacer frente al producto y sus sucedáneos, no hay destino sino ramificaciones. El corte final es sólo el último corte, pueden hacerse más, ya no está todo dicho, todo puesto en su lugar. En la necesidad de satisfacer nuestra hambre de mercado, existen versiones extendidas y de director. Todo está previsto, son tantos los ojos y tantas las opiniones –anteriores y posteriores al corte que tenemos frente a nosotros– que entre el qué-queremos-ver y el cómo-queremos-que-se-vea alguien decide qué es lo mejor para nosotros. Más allá de los lugares comunes que se deben sortear como obstáculos de videojuego o a los que nos rendimos en aras de lo paradójico o lo satírico, demos como ejemplo el reciclaje que hicieron David Lynch y David Frost de la parodia de culebrón que produjeron en los noventa. La premisa, el ¿quién-mató-a-Laura-Palmer?, que, repetido como mantra le dio continuidad a la serie original, se ha convertido en un leitmotiv –casi casi una excusa– para llevar al extremo de lo abstracto la fórmula en aras de una textura visual de la que pende –agarrado de las uñas– el esquema argumental. No quiero llevar esta reflexión hacia lo didáctico, y aún, regreso a la analogía entre escenas y cubos de madera para ilustrar su naturaleza intercambiable, subrayando la importancia de la puesta en imagen sobre el hilo narrativo que –en nuestra necesidad de darle sentido o causalidad a lo que vemos– existe un poco de por sí (aunque sea más bien un añadido). Le debemos esto un poco a la negociación (el por-favor-por-favor-por-favor) realizada por intermediarios de la CBS para que David Lynch pudiera hacer lo que le diera la gana con el contenido de horario estelar de un canal de paga que puede consumirse, gracias a apps descargables que generaron para competir en los nuevos mercados, en cualquier lugar y a cualquier hora (desde donde se generan grupos, foros y conversaciones donde se discuten y airean opiniones sobre que es lo qué pasó, y, por supuesto, qué nos quiso decir) y elucubrando que puede significar mientras insisten (y vuelven a ver) tal escena o tal escena. No quiero ni pensar en la bibliografía que se han generado, más allá de los distintos avatares del agente Dale Cooper, los saltos temporales y la vorágine de imágenes que desfila en el episodio 8, donde la bomba atómica se convierte en una pregunta (o mejor aun, una alegoría) del futuro en el pasado, de la televisión como proyección última de la bombilla encendida de Edison (que igual sirve como alusión gráfica de una idea que de símbolo paradójico de lo moderno llevado a su extremo: el hongo atómico dentro del monitor que está dentro del monitor que está dentro de otro monitor) que brilla en lugar del fuego primigenio en el hogar estadounidense. Ese fuego que se lleva en antorchas electrónicas –como el fuego olímpico– iluminando este largo crepúsculo –cual idílico paisaje japonés– con sus breves –aunque intensas– luminiscencias.


Ricardo Pohlenz es poeta, escritor y crítico. Actualmente conduce La vocación renacentista del mil usos en el canal de radio del Centro de Cultura Digital. Su libro más reciente es Bac Kga Mon (2015). @rpohlenz