Mexican Moods

Mexican Moods

Por | 27 de septiembre de 2017

Ocupen su localidad para disfrutar a Cantinflas interpretándose a sí mismo, al cacique Maximino Ávila Camacho en traje de charro, a Mapy Cortés bailando rumba, todos previo a un sacrificio humano al pie del Templo Mayor. ¡En trepidantes colores! Una sobredosis de mexicanidad, tal como la entendieron los gringos que filmaron, en los boyantes años de la guerra, Mexican Moods.

La intrincada relación entre México y Estados Unidos oscila entre la rendida admiración al American way of life, el recelo y la incomprensión mutua. Nuestra vecindad se ha intensificado a lo largo del siglo pasado, familiaridad creada a fuerza de estereotipos –el gringo frente al beaner– y subordinaciones simbólicas.

Porque los gringos siempre han sido los que nos robaron la mitad del territorio en la guerra de 1846, trauma histórico que el gobierno estadounidense se aplicó a suavizar un siglo después. Los años cuarenta del siglo pasado fueron la época de la Unidad Nacional y del “panamericanismo”, estrategia geopolítica del gobierno norteamericano que, entre otros beneficios, nos legó una sólida industria cinematográfica que nos duró sus buenos treinta años.

Mexican Moods (Aldo Ermini, 1941) es una de varias películas de propaganda realizadas por la Oficina del Coordinador de Asuntos Interamericanos (OCIAA, por sus siglas en inglés), una dependencia creada por el presidente Roosevelt en 1940 y dirigida por Nelson Rockefeller, que buscaba fortalecer la unidad de todo el continente, por supuesto, en beneficio de los intereses norteamericanos en víspera de su entrada a la Segunda Guerra Mundial.[1]

El curioso cortometraje, dirigido al público estadounidense, es una oda a la cooperación entre Estados Unidos en México y un muestrario de los atractivos turísticos mexicanos, incluido su cine, que comenzaba a despuntar en la época. Todo fotografiado en colores. Un texto inicial revela la intención del filme: «El mutuo entendimiento entre la familia de naciones del hemisferio occidental es una fuente de fortaleza para nosotros en nuestra presente lucha y también de esperanza para el mejor mundo que está por llegar».

La cinta –narrada en off, como era usual en los noticieros fílmicos de la época– comienza con escenas del desfile militar del 16 de septiembre, por supuesto, destacando la presencia del presidente Ávila Camacho en el balcón central de Palacio Nacional y mencionando la presencia de un contingente de oficiales estadounidenses presentes «saludando a la bandera mexicana como gesto de buena voluntad».

Sigue una descripción de las bondades de la flamante carretera panamericana, proyecto continental, «importante para el comercio y la defensa», financiado por Estados Unidos que conectó a nuestro país desde la frontera norte hasta el sur y que permitió la llegada de «miles de personas de Estados Unidos hasta el corazón del país vecino». Ese corazón es folklórico y costumbrista, como se muestra con vistas del pintoresco Taxco, pueblo «fundado por Borda, el francés que se hizo rico hace doscientos años con la plata».

Los americanos también llegan por avión, gracias a las 23 rutas aéreas presumidas por el corto. Tres de esas rutas son hacia Los Ángeles desde donde llegan multitud de turistas que pueden hacer el trayecto aéreo en solamente un día. Una de las pasajeras del avión es la vedette puertorriqueña Mapy Cortés, pretexto para una oda al naciente cine mexicano.

La atractiva y frondosa Cortés era la actriz más famosa del incipiente cine mexicano de 1941, beneficiada en el proyecto panamericanista por su nacionalidad y por su carrera, que la había llevado a actuar con éxito en Madrid, Buenos Aires, La Habana y Nueva York antes de establecerse en México. Ese mismo año había filmado La liga de las canciones (Chano Urueta, 1941), película musical que jugaba con la idea de la unidad panamericana mientras resolvía una insulsa trama romántica entre la joven boricua y un galán mexicano interpretado por Ramón Armengod.[2] En Mexican Moods interpreta en plan de sketch una sabrosa rumba de Rafael Hernández titulada «Nada», en un salón del por entonces muy de moda Hotel Reforma.

Mapy era estrella también del teatro de revista y en esos años compartía cartel con otro personaje de Mexican Moods: Mario Moreno, cuyos bonos estaban por las nubes gracias al éxito creciente de Ahí está el detalle (Juan Bustillo Oro, 1940) y de Ni sangre ni arena (Alejandro Galindo, 1941), ambas con buena taquilla en Nueva York y casi todas las capitales latinoamericanas. La figura de Cantinflas tuvo un notorio empujón gringo, como se puede ver en una elogiosa nota de The New York Times en ese 1941, donde es comparado con Chaplin, por su dominio del «arte de la pantomima».

Si Mapy Cortés es hoy apenas una estrella olvidada, la mítica figura de Cantinflas da su mayor relevancia a Mexican Moods. Un breve cameo rodado en los estudios CLASA literalmente lo presenta a las audiencias anglosajonas: «Cantinflas, ¿lo conocen? Si no, es tiempo de que lo hagan. ¡Aquí está!, el hombre del teatro popular número uno en México y también una estrella de cine de primera magnitud. Tal como Chaplin es nuestro, Cantinflas es de México». El actor, enfundado en su atuendo característico avanza hacia la cámara, deteniéndose para hacer su gag de la “gabardina” (simular que se pone la gabardina, que es apenas una raída tira de tela), típico de sus primeros años. Mientras el locutor describe su estilo verborreico, lo vemos meterse a un camerino con su nombre y salir enfundado en un traje a la moda, listo para firmar autógrafos. Pasarán pocos años antes de que el actor-productor firme un contrato con Columbia Pictures para la distribución de sus muy lucrativas películas.

Luego de otro momento pintoresco –el Trío Mixteco ejecutando un estilizado baile típico, al estilo de las coreografías que años más tarde harían popular a Amalia Hernández–, se hace el elogio de un Mexican charro, encarnado nada menos que por el temido cacique poblano Maximino Ávila Camacho, hermano incómodo del presidente, «poderosa y exuberante figura de la vida nacional y el más colorido de los charros». La negra leyenda de Maximino (alimentada por la novela de Ángeles Mastretta Arráncame la vida, hecha película en 2008 por Roberto Sneider) concluiría pocos años después, en 1945, con su misteriosa muerte. La presencia de Maximino es seguida de una muestra de suertes charras ejecutadas en la flamante Plaza del Charro, recién erigida en los márgenes de la capital poblana.

La culminación del cortometraje es una curiosa muestra del “México antiguo”, según lo imaginaba el indigenismo posrevolucionario. En septiembre de 1941 se realizó en la ciudad de México el Segundo Congreso Interamericano de Turismo, que culminó con una fastuosa representación de la obra El mensajero del Sol, de Efrén Orozco Rosales. La muestra de “teatro de masas” realizada en el Estadio Nacional (ubicado en la colonia Roma y demolido en 1949) incluyó una pirámide de tamaño natural y 1,400 actores y bailarines caracterizados como guerreros mexicas entre los cuales se elegía al mensajero del sol –«el más notable de los prisioneros de guerra», según el cortometraje– que debía ser sacrificado para mantener saciada la sed de Huitzilopochtli; «una evidencia de cómo lucían los antiguos días sagrados de los mexicanos».

De los dos poderosos Ávila Camacho al emperador mexica, pasando por Cantinflas, Mexican Moods deja en claro la postura norteamericana de acercarse a México a través de un puñado de líderes, personajes que permiten dar orden al abigarrado pastiche de fiestas y tradiciones tan exuberantes y llamativas como incomprensibles. Un catálogo de sus curiosos y subordinados vecinos en vías de civilizarse.


[1] La búsqueda de “unidad panamericana” incluyó el apoyo al cine mexicano para su expansión a toda Latinoamérica, creando un jugoso negocio para la naciente industria nacional. El tema es desarrollado con mucho detalle por Francisco Peredo, Cine y propaganda para Latinoamérica: México y Estados Unidos en la encrucijada de los años cuarenta, UNAM, México, 2013.

[2] La supremacía de Mapy Cortés en el cine mexicano no trascendería los años de la guerra, cuando se especializó como dama joven con dotes de cantante en las comedias de nostalgia porfiriana (¡Ay, qué tiempos, señor don Simón! [Julio Bracho, 1941], Yo bailé con don Porfirio [Gilberto Martínez Solares, 1942], El globo de Cantolla  [Gilberto Martínez Solares, 1943; La guerra de los pasteles [Emilio Gómez Muriel, 1944], La hija del regimiento [Jaime Salvador, 1944], hasta la tardía Las tandas del Principal [Juan Bustillo Oro, 1949]). Filmó sus últimas películas mexicanas en 1950.


Fernando Mino es periodista e historiador. Autor de La fatalidad urbana: El cine de Roberto Gavaldón (2007) y La nostalgia de lo inexistente: El cine rural de Gavaldón (2011). @minofernando