Cine mexicano y literatura: Un nexo inte

Cine mexicano y literatura: Un nexo interrumpido

Por | 30 de agosto de 2016

Se suele idealizar al cine mexicano de los años setenta. Un cine renovado, abierto a nuevas propuestas temáticas, con nuevos realizadores y una gozosa libertad que permitió trascender el melodrama lacrimoso y el folklor acartonado de las décadas previas. Fue un triunfo de la intelectualidad que desde fines de los años cincuenta exhibió con dureza el fracaso creativo de una industria fílmica atorada y en declive.

El vapuleado cine nacional flexibilizó las condiciones de producción (antes ferozmente controladas por un puñado de productores y un sindicato anquilosado), y las necesidades políticas de la “apertura” echeverrista facilitaron dinero fresco para rescatar a la industria y abrir una nueva etapa creativa.

Los resultados fueron disparejos, pero ciertamente diversos: la enorme brecha entre representación fílmica y realidad se redujo con la magia de una mentada de madre y con el tratamiento de temas ligados a temas antes tabú, como la sexualidad, la corrupción o la pobreza.

 

El triunfo del arte

Los alucinantes años setenta miraron cómo se imponía la idea del cine como “arte”, medio al que se le reconoció la función de “esclarecer la realidad” o de “generar conciencia”. Tan alta encomienda implicó a lo más granado de la literatura mexicana, con resultados tan disparejos como lo es nuestra valoración de ese México militante y demagógico. José Emilio Pacheco, por ejemplo, se involucró como guionista de dos películas mayores: El castillo de la pureza (Arturo Ripstein, 1972), recreación de un caso de nota roja sucedido en los 50, el de un hombre que mantuvo por años a su familia encerrada, a resguardo del mundo, en un viejo caserón de la calle de Independencia, y El lugar sin límites (Arturo Ripstein, 1977), adaptación de la novela del chileno José Donoso sobre las pulsiones homoeróticas y sus consecuentes desplantes homofóbicos.

Donoso no fue el único escritor del boom adaptado por el cine mexicano, Jorge Fons filmó Los cachorros (1973), el primer éxito literario de Mario Vargas Llosa, sobre un adolescente castrado por la mordida de un perro. Gabriel García Márquez fue guionista de películas mexicanas antes de su consagración en las letras. Quizá su mejor trabajo para la pantalla sea el guión de María de mi corazón (Jaime Humberto Hermosillo, 1979), sobre una maga ambulante de repente atrapada en un manicomio, luego transformado en uno de sus 12 cuentos peregrinos publicados en 1992. La breve obra de Juan Rulfo también tuvo versiones fílmicas en la década: Carlos Fuentes adaptó el cuento ¿No oyes ladrar los perros? (1975) para una condescendiente estampa folklórica filmada por el francés François Reichenbach (1975), y José Bolaños filmó en 1976 una segunda versión de Pedro Páramo.

Mención aparte merece Fuentes, el más alto exponente de la intelectualidad orgánica de la época. Su labor como guionista había iniciado en la década anterior, pero en los setenta realizó su trabajo más ambicioso y fallido: Aquellos años (Felipe Cazals, 1972) una insufrible y teatral monografía sobre Benito Juárez, para conmemorar su centenario luctuoso.

No sólo los integrantes del boom fueron aprovechados por la apertura, también colaboraron en esos años escritores como Jorge Ibargüengoitia, Emilio Carballido, José Agustín, José de la Colina, Tomás Pérez Turrent (autor del notable guión de la inmensa Canoa, de Felipe Cazals, 1975), Paco Ignacio Taibo II, Josefina Vicens, Luisa Josefina Hernández y Armando Ramírez, además de dos guionistas indispensables: Ricardo Garibay y Vicente Leñero.

Pasada la afiebrada búsqueda de consciencia colectiva a través del cine, la industria terminó de colapsar en los ochenta y el nexo con los escritores fue adelgazando hasta quebrarse. En los noventa, en medio de la crisis —fílmica y de identidad—, se adaptaron obras de Ibargüengoitia (la divertida Dos crímenes, de Roberto Sneider, 1995), de Sergio Pitol (La vida conyugal, de Carlos Carrera, 1993), Eusebio Ruvalcaba (Un hilito de sangre, de Erwin Neumaier, 1995), incluso de Alfonso Reyes (Anoche soñé contigo, Marisa Sistach, 1992), pero fueron más excepciones que tendencia. Otro caso afortunado fue Una de dos (Marcel Sisniega, 2002), adaptación de la divertida novela de Daniel Sada.

El cine mexicano contemporáneo —en dispareja e interesante búsqueda de un lenguaje propio desde el inicio del siglo— no ha encontrado puntos de coincidencia con la literatura nacional.

El único cineasta que sigue haciendo un trabajo consistente, y espaciado, con adaptaciones de novelas mexicanas es el citado Sneider, con Arráncame la vida (2008), según la obra de Ángeles Mastretta, y Me estás matando, Susana (2015), su mediática adaptación de Ciudades desiertas de José Agustín, ahora en cartelera. Sneider es riguroso, con un cuidado notable en la adaptación —que siempre da lustre a personajes carismáticos bien interpretados por actores tan reconocidos como solventes—, y con una puesta en pantalla a la manera clásica (buen ritmo, gags para agradar a la audiencia, y recurrencia a clichés como la melodramática música de fondo o la narración motivacional en off). Su refrescante carencia de pretensión intelectual ha sido recompensada por la taquilla y, con frecuencia, reprochada por la crítica, que parece ver en estas propuestas, no sin razón, una claudicación de la literatura mexicana a la narrativa tributaria de Hollywood.

¿Existen hoy otras posibilidades de transformar la literatura en cine, o sus respectivos lenguajes están cada vez más distanciados? Para el caso mexicano cualquier posible respuesta pasa por la búsqueda de identidad de un cine que no acaba de saldar cuentas con su propia tradición ni con la maquinaria norteamericana, despreciada, temida y envidiada al mismo tiempo. La literatura nacional, con sus propios claroscuros, es un acervo de voces que en muchos casos reclama un contrapunto audiovisual.


Fernando Mino es periodista e historiador. Autor de La fatalidad urbana: El cine de Roberto Gavaldón (2007) y La nostalgia de lo inexistente: El cine rural de Gavaldón (2011).