Tiempo snapchat o El insospechado asesin

Tiempo snapchat o El insospechado asesinato de Godard

Por | 12 de junio de 2017

Godard quiso matar al cine. Montaje desenfundado, Jean-Luc salió en busca de aquello que le dio techo, alimento y reputación internacional, dispuesto a aniquilarlo. De algún modo, Godard quería trascender su propia sombra. En otras palabras, podríamos decir que el cine tenía que superarse como lenguaje y Jean-Luc lo despidió… con una película (Adiós al lenguaje [Adieu au langage, 2014]). Seguramente al momento en que escribo estas líneas él se pasea por el soleado Cannes, llevando su trayectoria como un gran escudo invisible, preso de esa misma sombra en la que puede convertirse el gran cine.

Más allá de la parafernalia, Godard (París, 1930) quiso matar al cine desde mucho antes de llegar a ser un viejo consagrado —cuando era un hombre maduro consagrado. Pienso específicamente en sus Histoire(s) du cinéma (1988-98). Una película total que es más fácil nombrar como un intento por ultimar el cine. Así: llevar al cine hasta sus últimas consecuencias. Una película donde caben todas las películas realizadas hasta ella, todas las películas que le siguieron, todas las que son imaginables hoy. Una película que se desarrolla en un tiempo-espacio laberíntico, vertiginoso, donde el autor ocupa el centro de la representación para cuestionar su propia mirada y los productos de su mirada –las películas.

Histoire(s) du cinéma agota el montaje. Todas las estrategias posibles entran en juego. Imagen, texto, voz, diseño sonoro tejen una red de inquisiciones sobre la naturaleza de la imagen fílmica. Las historias de Godard no son una crónica de la tradición fílmica, no son una relación positivista de la cronología del séptimo arte. Las historias de Godard encarnan la ruptura paradigmática con la historia lineal, unívoca del positivismo occidental. Es por eso que, si no un fin real, sí es una cúspide en la historia del cine. Lo anterior no necesariamente significa que desde entonces el cine ha caído en desventura, todo lo contrario: una obra como Histoire(s) du cinéma obliga a reimaginar el lenguaje cinematográfico. Y eso quizás hemos presenciado, por lo menos en términos generales, en las últimas tres décadas.

En su búsqueda por cismar el universo fílmico, en Histoire(s) du cinéma  podemos rastrear la idea de Godard sobre un montaje que rompiera con las limitantes del espacio-tiempo cinematográfico. Sin sospecharlo, su anhelo se hizo realidad, aunque quizás no cómo él lo imaginó. Él pensó que el formato de las películas debía perecer y dar lugar a un flujo inacabado de imagen-sonido, donde el montaje fuera en cierta medida aleatorio y no tuviera fin.

Llegan entonces aplicaciones como Snapchat que transforman el consumo diferenciado de unidades de imagen-sonido en ese flujo ininterrumpido con el que Godard soñó desde antes de Histoire(s) du cinéma. Un flujo que hoy parece penetrar en el paradigma de la narración hiperconectada. En verano de 2016, Instagram replicó la estructura de Snapchat y, a principios de este año, Facebook siguió los pasos. Se enmarcan bajo el nombre de “historias”, lo que sugiere que hay un paradigma de la visión que rige la construcción de la memoria. Memoria, valga decir, fugaz: apenas una jornada y desaparece sin dejar rastro.

Resulta pues que la fantasía del montaje total de Godard no necesariamente coincide con lo que en este texto llamo el tiempo Snapchat: un tiempo de inmersión en la circulación de la imagen, inmersión al grado de suprimir la visión. El consumo etéreo de imágenes-textos-sonidos que comprenden las Histoire(s) du Snapchat es un flujo por mucho más burdo que la inmersión cinemática anhelada por el francés, casi como un dibujo infantil sobre el mantel de un restaurante de comida rápida frente a un fresco en una catedral barroca si se compara el uso de imágenes-textos-sonidos en Histoire(s) du cinéma. ¿Qué lugar queda para el cine en tal vorágine sensorial?

En el siglo XXI no hay sitio para el autor, dijo Godard en 2011, pues la tecnología digital ha posibilitado que todos los individuos sean capaces de producir imágenes. No obstante, estas imágenes no son “autorales”. No hay una propuesta ideológica o narrativa, tampoco un dominio técnico: de hecho, en cada caso, las aplicaciones establecen las reglas para controlar los límites estéticos de estas historias y el control sobre el resultado se ve bastante limitado. Así, la razón de que el autor desaparezca no puede atribuirse a que ahora “todos puedan” producir imágenes y sonidos, mensajes que inundan estos cauces de estímulos informáticos.

Más aun, si este “circulacionismo”, como llamó Hito Steyerl a las tendencias en el flujo de datos, donde las unidades de imagen-sonido-texto consumen la sensibilidad, o mejor dicho, la desbordan, ¿entonces hay cabida para la sensibilidad y la voz autoral? ¿No son las palabras del autor ecos vacíos en un mundo de sensibilidades desbordadas? En el mismo artículo, Hito Steyerl sugiere que hay “demasiado mundo”. Este exceso de mundo, en parte, se debe no a que todos podemos producir imágenes, sino más bien a que en el circulacionismo, el asunto no radica en “el arte de hacer la imagen, sino de postproducirla, lanzarla y acelerarla. Es sobre las relaciones públicas de la imagen a través de las redes sociales, sobre publicidad y alienación, y sobre ser tan elegantemente vacuo como sea posible”.

En otras palabras, en el circulacionismo no hay cabida para el autor porque no hay sitio para la obra (en el sentido tradicional). La obra se ha disuelto en ese flujo indiferenciado de las historias fugaces, tan similar y tan disímil al montaje total imaginado por Godard. En este torbellino, no sólo se juega la figura del autor o de la obra, sino la comunicabilidad del lenguaje audiovisual. ¿Cuál será entonces la tarea de quienes imaginamos y hacemos películas? La respuesta no es la sustitución de la narrativa cinematográfica por la narrativa interactiva o inmersiva (aunque la instalación de Emmanuel Lubezki y Alejandro González Iñárritu en Cannes hable de una apertura -¿por fin?- de la comunidad cinematográfica a otros soportes y lenguajes). La respuesta, tal vez, es que el cine deje de ser literario, deje de ser teatral, deje de ser musical y comience, de una vez por todas, a ser cine de verdad. Tal vez eso anhelaba Godard con el asesinato del cine: darle vida a un cine que no fuera, como dijo Alfonso Cuarón en una conferencia en la ciudad de México en 2013, “esclavo de la narrativa” (sobre todo en referencia al cine de los circuitos comerciales y de arte, puesto que en el cine experimental hay una larga tradición de búsquedas cinematográficas). Tal vez, entonces, al querer matar al cine, Godard quiso, en realidad, liberarlo.


Pablo Martínez Zárate es artista multimedia y fundador del Laboratorio Iberoamericano de Documental de la Universidad Iberoamericana, donde también da clases. Dirigió los documentales Ciudad Merced (2013) y Santos diableros (2015). pablomz.info