Narrativas documentales en tiempos de la postverdad
Por Pablo Martínez Zárate | 13 de diciembre de 2016
Sección: Opinión
Tempestad (Tatiana Huezo, 2016)
Termina un año de fracturas. Marcado por desenlaces políticos como el Brexit o el ascenso de Trump, el Diccionario Oxford eligió “postverdad” (post-truth) como la palabra de 2016. El término sugiere, según el mismo diccionario, «circunstancias en las que hechos objetivos son menos influyentes en la formación de la opinión pública que apelaciones a emociones o creencias personales». Así, Donald Trump puede ganar aun cuando un número importante de sus declaraciones públicas fue rebatido (incluso en tiempo real, como durante los debates). Escenas como ésta denotan una paradoja: vivimos en tiempos de la postverdad y, al mismo tiempo, contamos con el mayor número de herramientas para registrar e investigar los acontecimientos. Ante tal panorama, uno pensaría que la práctica documental está llamada a convertirse en un foco de resistencia en la narración de los hechos y la construcción de la memoria.
Tal vez lo anterior explique la popularidad que hoy gozan las narrativas documentales. En cuanto al cine documental, son más de diez años de conquistas de espacio en pantallas (en festivales, salas comerciales, cadenas televisivas o servicios de streaming). Según el anuario estadístico de IMCINE, por ejemplo, 34% de la producción de largometrajes en 2015 fue de corte documental (50 películas), una cifra nunca antes alcanzada. Esto sugiere que, por un lado, la industria fílmica amplía su abanico a partir de la construcción de foros y públicos para cintas documentales, tradicionalmente limitadas a ventanas televisivas o a pantallas especializadas (festivales, universidades, salas de arte o cineclubes). Al mismo tiempo, los realizadores encontramos cada vez más herramientas para el desarrollo de proyectos. No sólo existen más plataformas como festivales o fondos de producción, sino también tecnologías al servicio de la producción, algo con lo que cineastas como Alberto Cavalcanti o Dziga Vértov soñaban desde la primera mitad del siglo XX para agilizar sus unidades de producción.
Al mismo tiempo, el cine documental ha expandido sus horizontes narrativos, librándose cada vez más de los estándares impuestos a lo largo del siglo XX como consecuencia de su masificación televisiva. Si bien desde los Lumière la práctica documental ha nutrido el potencial expresivo del cine mediante la experimentación (Cavalcanti: «Sin experimentación el documental deja de existir»), en los últimos años tanto las temáticas como los métodos de abordaje parecen desdoblarse, atravesando los límites de la ficción. El grupo de mujeres documentalistas que presentaron películas relacionadas con la realidad mexicana en 2015 y 2016 son manifestación de la salud del cine documental en México: entrecruce de testimonios desgarradores como contrapunto poético a una cámara-ojo (Tatiana Huezo en Tempestad, 2016), la traslación del archivo como resguardo del imaginario colectivo con la actualidad fílmica de sus protagonistas (María José Cuevas en Bellas de noche, 2016), la vinculación comunitaria como estrategia de narración de lo cotidiano (Itzel Martínez en El hogar al revés, 2014), o la extensión de una trayectoria artística a partir de retratos en movimiento (Maya Goded en Plaza de la Soledad, 2016).
La práctica documental hace tiempo que trascendió el campo disciplinar del cine y la televisión. El estilo de narración documental contagia otras prácticas audiovisuales como el arte, el periodismo, la publicidad y la propaganda; mientras tanto, el documental sigue aprendiendo de estos y otros campos. Ya no son solamente historias contadas en 40, 90, 120 minutos que nos acercan a realidades o personajes singulares. Hoy los formatos se multiplican con las pantallas que nos rodean, siendo las tendencias transmedia un territorio de expansión documental. En esta línea, el desarrollo tecnológico no se limita a dispositivos de imagen y video. Cada vez más técnicas alternativas de almacenamiento, procesamiento y visualización de información complementan el potencial expresivo del audiovisual documental.
Los párrafos anteriores confirman una expansión de la práctica documental, pero nos dicen poco sobre su incidencia en el curso de la sociedad fracturada que describí al inicio. No obstante, hay pistas por doquier sobre el creciente poder de la narrativa documental. Una pieza breve pero ilustrativa es la campaña de la BBC titulada Your Phone Is Now a Refugee’s Phone (Ahora tú teléfono es el de un refugiado, 2016). En ella, el usuario entra en una narración simulada de la aventura de un refugiado. Confluyen investigación documental con elementos de ficción para involucrarnos en la vida de un migrante. Un caso entre millones de la evolución, después de más de un siglo de historia, del carácter documental de la imagen en movimiento. Parece que el giro en el slogan de uno de los festivales de documental más importantes de México, DocsMx, de «Todo lo que van a ver es verdad» a «Todo es posible», describe bien la tendencia en el documental. Tal vez el documental no consiste en la construcción de una verdad, tampoco en una visión objetiva sobre la realidad. El documental nos invita a imaginar lo posible a partir del “tratamiento creativo de la realidad” (John Grierson) y la “revelación de lo que es invisible al ojo desnudo” (Dziga Vértov). A partir de temas diversos, narrativas y formatos que trascienden la pantalla de la televisión y el cine, imaginar la práctica documental como una estrategia para darle sentido a este mundo de la “postverdad”.
Pablo Martínez Zárate es artista multimedia y fundador del Laboratorio Iberoamericano de Documental de la Universidad Iberoamericana, donde también da clases. Dirigió los documentales Ciudad Merced (2013) y Santos diableros (2015). pablomz.info
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