Tijuana en el cine mexicano

Tijuana en el cine mexicano

Por | 23 de mayo de 2017

Navajazo (Ricardo Silva, 2014)

La idea de los cines regionales es tan odiosa como la provincia virreinal de Chabelo. Hablar de cines regionales es hablar de todo aquello que se produce fuera de la ciudad de México y/o por personas o crews que no residen en dicha ciudad. Al acuñar este adjetivo-delimitativo se llegó a un consenso maquiavélico en el cual lo regional equivale a lo no-mexicano o, en otras palabras, a lo otro-mexicano. He escuchado infinidad de veces en congresos y foros académicos hablar de Cine Mexicano con todas sus letras y no incluir una sola cinta producida fuera del meritito centro del país. Libros como los editados por la Cineteca Nacional: Reflexiones sobre Cine Mexicano Contemporáneo (2012) y el homónimo sobre cine documental (2014) padecen del mismo dolor. Si bien es cierto que la mayoría de las producciones mexicanas que tienen corrida comercial o en festivales son de la CDMX (el centralismo funciona en muchos aspectos), hay cinematografías nacionales fuera de la gran urbe que han dado mucho de qué hablar en el amplio panorama del cine mexicano. Un caso remarcable es el cine made in Tijuana.

Navajazo (Ricardo Silva, 2014) resulta un filme paradigmático en muchos aspectos. Se trata de una etnodocuficción que arrasó en festivales internacionales y colocó a Tijuana en la mira de productores, directores y medios de comunicación nacionales e internacionales como el Canal 22, el cual dedicó una serie de programas especiales al cine de la ciudad fronteriza a raíz del éxito de la película, y Carlos Reygadas quien de la mano de la productora Spécola impartió un taller en la ciudad. Por cierto, Silva está por estrenar su segundo largometraje en codirección con Omar Guzmán: William, el nuevo maestro del judo (2017). Una joya bizarra y preciosista que se codea con su opera prima al retratar a un personaje del submundo tijuanero. Una cinta arriesgada que seguramente dará mucho de qué hablar.

Navajazo además de ser la película más premiada y reconocida a nivel internacional de Tijuana, retrata la pornomiseria de la cual la misma ciudad ha intentado desapegarse. Entonces, ¿es una película representativa de Tijuana? Sí, porque forma parte de las dos dimensiones de representación que el cine a lo largo de su historia ha hecho de la ciudad: aquella que se regodea en los lugares comunes y el estereotipo (la leyenda negra y todo lo que emana de sí), y la visión artística y propositiva de directores y crew que radican y/o conocen muy bien las dinámicas socioculturales de la urbe y sus alrededores. El primer abordaje lo reconozco como el cine sobre Tijuana, y el segundo es el cine de Tijuana.

En el cine sobre Tijuana podemos colocar al cine mexicano fronterizo de los años 70 y 80 del siglo pasado. Un cine producido desde el centro del país que explotó temas de frontera con un profundo desconocimiento como Asalto en Tijuana (Alfredo Gurrola, 1984), Tijuana Caliente (José Luis Urquieta, 1981) e incluso años después con El jardín del Edén (María Novaro, 1994) y Una pared para Cecilia (Hugo Rodríguez, 2011) que, aunque Novaro y Rodríguez conocieron la ciudad de manera previa, en sus obras impera una visión centralista, estereotipada y acartonada de personajes y dinámicas urbanas. En lo que respecta al cine de Tijuana, encontramos a la camada de cineastas (o “videastas” –otra palabra odiosa–) como Héctor Villanueva con Todos los viernes son santos (1996), un satírico falso documental que narra los asesinatos en serie ocurridos cada viernes santo en el (falso) sexto municipio de Baja California: Torrecitas. Por otra parte, Omar Yñigo dirige, escribe y protagoniza Strange People (1998), una comedia filmada en San Diego y totalmente hablada en inglés. Ambas cintas realizadas en formato de video corresponden al inicio del cine de Tijuana que junto con colectivos como Contra-Cultura (menor) (Fran Ilich a la batuta), Bola Ocho y personajes formados audiovisualmente en Estados Unidos como el propio Yñigo, comienzan a realizar un cine propio de la ciudad alejado de las temáticas cliché. Aquí comienza su historia.

Por donde lo veamos, el cine es reflejo de su historia y la historia es reflejo de su cine. En el caso de Tijuana, las obras cinematográficas nos dan puntos de vista diversos sobre contextos muy específicos de realización en donde los avances tecnológicos y la llamada condición de frontera, han jugado un papel decisivo en el quehacer fílmico de la ciudad. Una primera camada de jóvenes realizadores comienza a filmar en video por la facilidad (en algunos casos) de comprar equipo de segunda mano en Estados Unidos. La idea de que las ciudades de frontera son el basurero de los vecinos del norte, resulta una realidad aprovechada sobremanera por pepenadores high class. Como ejemplo podemos observar al cortometraje documental Salón de baile La Estrella (Itzel Martínez del Cañizo y José Luis Martín, 1999), obra producida por el colectivo Bola Ocho. Dicho colectivo surge en Tijuana gracias a una inquietud de estudiantes de la Universidad Autónoma de Baja California que comienzan a experimentar en la realización audiovisual de ficción, de animación y de documental en formato Super 8 de 1997 al año 2000. Algunos investigadores e historiadores de cine bajacaliforniano aseguran que en esta coyuntura nació todo (cosa que no es del todo cierta), pues del colectivo en cuestión surgieron importantes documentalistas (Adriana Trujillo), VJs y directores de videoclips de Nortec (Mashaka, Huracán Brown), realizadores y productores cinematográficos (Iván Díaz) entre otras figuras que forman parte de la vida artístico-cultural de la ciudad (Rafa Saavedra -q. e. p. d.-, Karla Martínez).

Sin embargo, y gracias a la misma condición de frontera, otros tijuanenses deciden irse a estudiar y a experimentar en la realización a Estados Unidos. Un ejemplo de esto es el cortometraje Omega Shell (Aarón Soto, 2000), una historia enteramente ciberpunk. Soto ha continuado su camino en el mundo del cine hasta formar parte de la exitosa antología México Bárbaro (2014), en donde incluyó una leyenda fronteriza titulada Drena. Otro cineasta de la misma generación es Giancarlo Ruiz, quien acaba de estrenar su opera prima, El vecino (2017). Una película con el más puro estilo D.I.Y. que le costó alrededor de seis años terminar. Se trata de una historia minimalista (en muchos sentidos) de un secuestrador con trastornos psicológicos. Una tragicomedia con tintes experimentales rodada en Playas de Tijuana, en un barrio clasemediero que pudiera ser cualquiera de cualquier ciudad del país.

El cine mexicano de y sobre Tijuana de los últimos 10 años se ha diversificado tanto en formatos como en géneros. En el amplio menú podemos observar cortometrajes de factura “estudiantil” como Machito (Arturo Campos, 2014) y Trastes (Arely Ponce, 2015) que han tenido una importante corrida en festivales internacionales de cine, y que abordan temas de género como la violencia masculina y los deberes sociales asociados a lo femenino, respectivamente. Cortos experimentales que resemantizan espacios urbanos fronterizos como Scott (Jesús Guerra, 2013) y ¿De dónde a dónde? (María José Crespo, 2014). Largometrajes independientes que se han abierto paso a pesar de las trabas obvias que el dinero podría muy probablemente sortear como Pares y nones (Goyo Carrillo, 2013) y Amir (José Paredes), ambas con temáticas juveniles enmarcadas en una fresca representación de la ciudad. Historias ni tan independientes que han logrado sendas nominaciones al Ariel como Workers (Pepe Valle, 2013) y Las elegidas (David Pablos, 2015), cuyo acierto y punto en común con películas independientes es la utilización de crew local incluidos actores que han hecho un gran trabajo, por ejemplo, Hoze Meléndez, Nancy Talamantes (rosaritense), Jesús Padilla (q. e. p. d), Mariana Cabrera, Sergio Valdez, Giancarlo Ruiz, Jorge Guevara, entre muchos otros.

Al hablar de cine mexicano debemos reflexionar en los niveles de exclusión en los que incurrimos. Hay que ver the whole picture para tener un panorama más apegado a lo que realmente se está realizando en nuestro país en términos cinematográficos, como lo propuesto desde ciudades como Tijuana. Afortunadamente, en los últimos cinco años se han publicado libros que hablan de la historia del cine de dicha ciudad tanto en documental como en ficción, por ejemplo, Bordocs y Fronteras: Cine documental en el norte de México (editado por Adriana Trujillo, 2013) y Entre atracción y repulsión: Tijuana representada en el cine (de mi autoría, 2014), así como trabajos desde la crítica de cine como La escena del crimen (Alfredo González Reynoso, 2014) y Tijuana, la esquina del cine: Entrevistas, reportajes y reseñas sobre el acontecer cinematográfico en la ciudad fronteriza (Cuauhtémoc Ruelas, 2016). Sin embargo, hay mucha historia en construcción y pendiente de documentar.

Habrá que seguirle la huella a realizadores jóvenes como Abraham Sánchez (Juan Soldado, segmento incluido en México Bárbaro II, 2017) y Alejandro Solórzano (Heroyna, 2016) quienes muestran una estética propositiva y distinta de la ciudad que se suma al vasto mundo del cine nacional. Una cultura cinematográfica es una suma de esfuerzos, y en una ciudad fronteriza como Tijuana, esos esfuerzos desde diversos ámbitos han dado sus frutos, ya ni hablemos del videohome que por su nivel de complejidad requiere un capítulo aparte. Hay que estar atentos de lo propuesto desde Tijuana que se suma al vasto mundo del cine nacional.


Juan Alberto Apodaca es profesor-investigador de tiempo completo y coordinador de la licenciatura en Comunicación en la Universidad Iberoamericana, Tijuana, y director del Foro de Análisis Cinematográfico (FACINE). Su primer libro es Entre atracción y repulsión: Tijuana representada en el cine (2014).