Identidades frágiles: De "La novia siria" a los refugiados
Por Guillermo Lara Villarreal | 10 de mayo de 2017
Sección: Ensayo
Temas: Erlan RiklisHa-Kala Ha-SuritLa novia SiriaMigraciónSiriaThe Syrian Bride
Simultáneamente, una frontera reúne a los contrarios. Por un lado, funda la identidad de quienes pertenecen a su espacio, distinguiéndolos de los de fuera: es aquello, decía Martin Heidegger, «a partir de donde algo comienza a ser lo que es».[1] Creando la diferencia, las distancias y el orden, los cuales, no obstante parecer habitualmente nocivos para nuestras políticas consideraciones, son elementales, por ejemplo, para la construcción del conocimiento y el lenguaje: los objetos no delimitados no son cognoscibles y las palabras no definidas carecen de sentido. Y, sin embargo, aunque sea la frontera la creación de un espacio nuevo, es ella misma donde dichas identidades más parecen debilitarse, pues mientras más próximos estemos de una frontera, menos clara es la diferencia entre sendos lados: sujetos a una precariedad de instituciones imaginarias, el punto de encuentro entre dos Estados, prácticamente, los identifica. Las aguas y la brisa que bañan las costas de Tijuana y de San Diego son las mismas. Pero también se diluyen los contrastes en la frontera biológica que separa al simio del humano, o al varón de la mujer, tal como lo representa, por ejemplo, el Bowie de Hunky Dory. De tal forma, a la frontera le es inherente esta fundamental contradicción de instaurar las diferencias y, al mismo tiempo, diluirlas.
Colisión de fuerzas que tiene su equivalente en el antiguo panteón griego bajo los rostros antitéticos de Apolo y Dionisos. El primero es un dios solar, con cuya iluminación prepara a la vista para discernir su entorno, trascendiendo la uniformidad del caos: «busca la claridad y la forma, es decir, la distancia, la actitud de quien busca el conocimiento […] [a la vez que] rechaza lo muy cercano, el confuso enredarse con las cosas».[2] Nítida precisión que contrasta con el éxtasis nebuloso de lo dionisiaco, del «esfuerzo por abolir todos los límites, para hacer caer todas las barreras mediante las que se define un mundo organizado: entre el hombre y el dios, lo natural y lo sobrenatural, entre lo humano, lo animal, lo vegetal, barreras sociales, fronteras del yo».[3] Y así, la incipiente sugerencia tiene, ahora, no apellidos pero sí dignísimos nombres. La demarcación y disolución, constantes y simultáneas, de la línea fronteriza manifiestan la insalvable pugna entre Apolo y Dionisos, quienes someten ocasionalmente a su rival, acallando sus potencias hasta agotar las propias y padecer la conquista. Apolo quiere que las diferencias se intensifiquen; que, para todos, sea evidente que los de acá no somos los de allá. Mientras que Dionisos busca demoler cada identidad erigida para que, en los escombros, nos confundamos como iguales. Pero, a pesar de las buenas intenciones que ambos podrían tener, el esfuerzo de su consolidación es agónico: no una interacción pacífica y feliz, sino violenta y extenuante. Para Dionisos, el efecto apolíneo supone una violencia vertical, civilizadora, política y hasta militar, donde posiciones definidas como contrincantes buscan imponerse sobre su contraparte: desde los troyanos defendiéndose de los aqueos, hasta lo cultural imponiéndose sobre lo natural. Para Apolo, sin embargo, el efecto dionisíaco supone una violencia horizontal, anárquica, nihilista e irracional, donde los méritos, las virtudes, los nombres y las dignidades se identifican, o mejor, se desvanecen.[4] En el año 2004, el director israelí Eran Riklis presentó, en La novia siria (Ha-Kala Ha-Surit), una posible escenificación de la presente encrucijada.
Majdal Shams es un pueblo al norte de los Altos de Golán ubicado, precisamente, en el límite entre Israel y Siria, donde la disputa apolinio-dionisiaca se encumbra a niveles insospechados, incluso para los estándares de la zona: sus habitantes portan la indefinición desde su nacionalidad. Y es que, en efecto, se trata de una región ocupada por Israel desde 1967, como consecuencia de la llamada Guerra de los Seis Días, y, posteriormente, anexada, según las mismas Naciones Unidas[5], de forma ilegítima, en 1981. De ahí la interna tensión entre quienes se afirman parte de Israel y quienes demandan su pertenencia a Siria. Trance que recobró vitalidad en el verano del año 2000, cuando Bashar al-Ásad, sucediendo a su padre, asumió la presidencia en Damasco. En tal contexto se sitúa la película.
Mona (Clara Khoury), quien, en una reminiscencia tarantiniana, interpreta a la Novia, pertenece, con su familia, a una comunidad drusa de Majdal Shams. Y, para colmo, además de vivir el drama macrocósmico de su nacionalidad, se enfrenta, también, al de su religión. Los drusos son una pequeña comunidad, con más de diez siglos de antigüedad, que procede, principalmente, del Islam, y del cual se distinguen, sin embargo, con diferencias tan significativas como para ser considerados, por ciertos grupos musulmanes, como “apóstatas e incrédulos”.[6] Nadie puede convertirse al drusismo, así como a nadie que a él pertenezca se le permite, por ejemplo, casarse con quien esté fuera de su congregación. A Hattem (Eyad Sheety), hermano de Mona, lo expulsaron por haberse casado con una mujer rusa ocho años atrás y, ahora, los ancianos del pueblo le exigen a Hammed (Makram Khoury) –quien, en una reminiscencia steve-martinesca, interpreta, en la ficción y en la realidad, al padre de la novia– que le prohíba asistir a la boda, a celebrarse en la frontera, bajo la asistencia del personal de la ONU. Al concluir la ceremonia, Mona se irá a Siria con su próximo marido (Dirar Suleiman), un actor a quien, realmente, nunca ha conocido pero que representa la esperanza de una vida mejor, convirtiéndose en ciudadana de su nuevo país, aunque, por ello, deba sufrir la prohibición de volver a Israel, por siempre.
¿Volver a Israel? Pero ella nunca estuvo en Israel. Vino a Siria desde Siria, dirán del otro lado de la frontera. O del mismo, dirían igualmente ahí. Quizás, tratándonos de convencer de que el letrero gigantesco, montado frente al territorio ocupado por Israel, en el que se lee “Bienvenidos a Siria”, tiene sólo un lugar provisional.
Apolo agoniza en aquella región donde nadie sabe, con precisión, qué los distingue del vecino, donde no está claro quién es quién, ni desde dónde, ni desde cuándo. Y en su afán de reafirmación, someterá a los individuos, demasiado similares entre sí, bajo sólidas identidades colectivas, cuyos deberes y expectativas, forzadamente, los determinan: el grupo, así, impone su verdad sobre sus enmudecidos miembros, quienes, en la asunción de los fines de la colectividad, anonadan su individualidad para fortalecer las diferencias. Mona no tiene rostro: es un sello en su pasaporte, un trámite, un número. Tampoco Mai (Ranin Boulos), su sobrina, castigada y rechazada por su padre, Amin (Adnan Tarabsihi), por tener de novio a quien viene de una familia proisraelita. Sus disueltas particularidades se suman a una pluralidad vigorizada que encuentra, en los individuos sacrificados, la renovada fortaleza de su identidad y sus diferencias, percibidas, ahora, como los rostros contrincantes: el distinto ya no es sólo un desemejante, sino un oponente que ejerce violencia con su mera existencia. Y es que, en efecto, no es la frontera, ni entre las naciones ni dentro de ellas, sino su violación lo que se estima más violento: la caída del imperio dionisiaco es una gesta por la que, en tal contexto, se está dispuesto a matar y a morir.
Quizás, la máxima frontera que la película se atreve a desafiar es la que separa lo documental de lo ficcional. El conflicto simulado es real, filmado en locación e inspirado en la verídica historia que, ya en 1999, Riklis (Jerusalén, 1954) había presentado en Borders (Vegvul Natan). Las sugestivas imágenes, y no sólo el texto, son el testimonio del inicio de una época que, actualmente, ejerce aún poderosos efectos: el ascenso al poder de Bashar al-Ásad, acompañado de las públicas manifestaciones de un pueblo que, alabándolo, veía con esperanza la futura posibilidad de romper el yugo israelí y volver, simbólicamente, a Siria. Anhelo no sólo eventualmente frustrado sino, acaso, hasta invertido: tras una cruenta guerra civil, los Altos de Golán se han debatido, ahora, en torno a su posibilidad de aceptar refugiados sirios. Y, así, la casi irracional indefinición de una tierra que, a la vez, refuerza y debilita las fronteras, se confirma:
El Golán está reconocido internacionalmente como territorio sirio y, por tanto, los sirios que cruzan la línea del armisticio a esta región técnicamente serían personas desplazadas internas y no refugiados, ya que no están cruzando ninguna frontera internacional. Esto supone un problema para Israel: si reafirma su soberanía sobre el Golán, tendrá que otorgarle derechos y protección ‒como estipula la Ley de Refugiados‒ a los sirios que accedan a esta zona. Sin embargo, aceptar que el Golán sigue siendo territorio sirio permitiría a Israel eludir toda responsabilidad hacia los desplazados sirios que se encontrasen allí y así se podría abrir la puerta a los colectivos internacionales de ayuda para que asistieran a los desplazados internos en un entorno seguro, a la vez que liberarían de algo de presión a los principales países receptores que en la actualidad están ya sobrecargados.[7]
Tal es el origen simbólico de la incesante violencia en la región: la impetuosa colisión entre Apolo y Dionisos; la percepción de que la dionisiaca disolución de las diferencias es más violenta que su apolínea confirmación. Se trazan, entonces, internas fronteras que confirman la disparidad: no existen los sirios, sino los sunitas, los kurdos, los chiitas, etc.; a la mirada internacional, sólo existen los refugiados, los aliados de Estados Unidos, los de Rusia, etc. Así, La novia siria, a manera de fábula ligera, dibuja, con sutileza, profundidades más ríspidas que, en la ficción, apenas se sugieren, pero que, en la realidad, desgraciadamente, día a día se confirman.
[1] Martin Heidegger, “Construir, habitar, pensar”, en La pregunta por la técnica (y otros textos), Folio, Barcelona, 2007, p. 54.
[2] Walter F. Otto, Teofanía, Sexto Piso, Madrid, 2007, p. 120.
[3] Jean-Pierre Vernant, Mito y pensamiento en la Grecia antigua, Ariel, Barcelona, 2007, p. 319.
[4] Lo cual supone que dicha distinción, ahora realizada, entre Apolo y Dionisos es, ultimadamente, apolínea.
[5] Tal como el Consejo de Seguridad, en la Resolución 497 del 17 de diciembre de 1981, estipula: «Reafirmando que la adquisición de territorio por la fuerza es inadmisible con arreglo a la Carta de las Naciones Unidas, los principios del derecho internacional y las resoluciones pertinentes del Consejo de Seguridad. 1. Resuelve que la decisión israelí de imponer sus leyes, su jurisdicción y su administración al territorio sirio ocupado de las Alturas del Golán es nula y sin valor y no tiene efecto alguno desde el punto de vista del derecho».
[6] Como lo sostuvo el Shéij al-Islam Ibn Taimíyah. Véase, Mayállat al-Buhut al-Islamíyah, Islam questions and answers.
[7] Crystal Plotner, “Si Israel aceptase refugiados sirios en los Altos del Golán”, Revista Migraciones Forzadas, número 47, Oxford, septiembre de 2014, p. 34.
Guillermo Lara Villarreal es filósofo. Coordinó el libro colectivo Filosofar en tiempos de crisis: Reflexiones desde el pensamiento mexicano (2015). Imparte clases en la Universidad La Salle.
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