Llévate mis amores

Llévate mis amores

Por | 20 de octubre de 2016

Dos pasajes me cruzan la mente mientras veo Llévate mis amores (2014), el documental de Arturo González Villaseñor. Uno, de Raymundo Gleyzer, habla del cine documental como «la piedra que rompe el silencio o la bala que inicia una batalla»; se parece a otro, de Fernando “Pino” Solanas, que afirma que más importante que la película son sus consecuencias directas. El segundo recuerdo viene de Frederick Wiseman: todo cine, dice, es manipulación de discursos. Lo llamamos interpretación cuando nos gusta; mentira, cuando no.

Es difícil sustraerse del arrollo emotivo que fluye de un trabajo tan logrado como Llévate mis amores: sus intenciones son irreprochables y su factura, llamada a alcanzar a un público amplio, reclama aplausos y lágrimas a partes iguales. El adjetivo “necesario”, ese fuero moral para cualquier documental que la porte, la recorre de principio a fin. Resultado de un proceso largo de penetración en la intimidad de las célebres «Patronas» veracruzanas, un prolongado plan de rodaje y un dilatado camino de postproducción, la cinta ha obtenido a cambio un entusiasta recorrido en el circuito nacional de festivales que acaba de culminar con su corrida en salas comerciales.

Después de su presentación como proyecto en producción durante el DocuLab Guadalajara, hace un par de años, la cinta pudo completarse a través de recaudaciones en línea, para después ser exhibida en circuitos como Ambulante o el Festival Internacional de Cine de San Cristóbal de las Casas. La respuesta, en todas las etapas, ha sido una emoción desbordada. ¿Por qué, entonces, las palabras de Gleyzer, Solanas y Wiseman flotan sobre mí, como queriendo forzar al cinismo, nublando mi goce del que es, a pesar de todo, uno de los mayores y mejores documentales del México reciente? Porque creo que, a pesar de su potencia discursiva y su talento para trazar el perfil de sus protagonistas, Llévate mis amores corre el riesgo de catalizar esa hambre de cine de pornomiseria que Luis Ospina y Carlos Mayolo diagnosticaron allá en los rabiosos setenta. Un porcentaje amplio de su público bien podría sublimar sus responsabilidades civiles mediante el ejercicio pasivo de ver la cinta, conmoverse y, en el mejor de los casos, recomendarla a los allegados. Lo que no es poca cosa en los tiempos que corren. Sin embargo, de la misma forma en que la agenda mediática promueve el lavado de manos a través de la reiterada apología de las «Patronas»: «Qué alivio es que estas mujeres hagan lo que hacen, porque así, mediante nuestra admiración y aplauso, nos eximen a los demás de tomar acción directa en los infiernos de la migración».

Como resultado –no de la película, sino de la exposición pública–, el incremento de migrantes centroamericanos que reciben estas mujeres se ha multiplicado sin que las condiciones de trabajo de ellas mejore, ni de lejos, en una proporción equivalente. Podemos nominarlas al Nobel de la Paz o a la Medalla Belisario Domínguez, pero nada de eso será más urgente que empezar a cambiar, a cualquier precio, las condiciones sistémicas y sociopolíticas que, en Veracruz y en otras regiones, se agravan a un ritmo que ningún documental alcanzaría a revertir.

Sé bien, y me consta, que esta no ha sido ni de lejos la intención de ninguno de sus realizadores, y que es una problemática que alcanza a todo el circuito de vida del cine documental. Es, de fondo, un problema histórico, que ha sido complejizado y exhibido lo mismo por Dziga Vértov que por Werner Herzog, por Michael Moore o Robert Flaherty, y que ha sido más fecundo en teorías que en soluciones. Llévate mis amores ha triunfado, con una precisión cinematográfica inapelable, en visibilizar un relato épico de heroísmo cotidiano y de amor desinteresado. Sin embargo, por otro lado, destapa una cloaca que nadie, ni cineastas, intelectuales, gobiernos, instituciones, festivales ni espectadores, está dispuesto a limpiar. Las «Patronas» hacen su trabajo día con día; el propio Arturo González Villaseñor (Ciudad de México, 1985) y su equipo, a su modo, lo han hecho también. ¿Hay camino, para este documental, que comunique a las salas donde se exhibe con la realidad agria que denuncia? Seré finalmente optimista, o ingenuo: quiero pensar que sí y que, como dice Solanas en su ensayo, lo más importante de la película sean sus consecuencias.


Sergio Huidobro es candidato a maestro en Letras Latinoamericanas por la UNAM. Formó parte del programa Berlinale Talents Press 2016 del Festival Internacional de Cine de Berlín. Recientemente fue incluido en la antologíaDos amantes furtivos: Cine y teatro en México (2015).