¿Todos queremos al churro?

¿Todos queremos al churro?

Por | 24 de abril de 2017

Una cadena de exhibición emprendió una agresiva campaña para que el público viera cine mexicano. En todas sus salas, en todas sus funciones, puso cortinillas donde un grupo de gente que trabaja en la industria o los solitarios astros de nuestra pantalla de plata invitaban a “premiar” nuestras películas, viéndolas. La lógica de tan audaz medida, que podría ser contraproducente, se basa en una de las razones que se esgrimen para apoyar o defender o aplaudir al cine mexicano contemporáneo: que refleja “nuestra realidad”. En consecuencia, el público se identifica con él. Y esto le permite gozar, en la actualidad, de uno de los “mejores” momentos en su historia. ¿Será cierto, entonces, que la comedia nos define? Porque según las cifras del éxito, ahí es donde está el pan. De ser así, ¿nuestra alma nacional está en Todos queremos a alguien (Catalina Aguilar Mastretta, 2017)? Porque ésta fue la cinta que prácticamente inauguró la nueva “temporada” de “éxito”. La que continúa con 3 idiotas (Carlos Bolado, 2017). ¿Realmente ambas son “nuestra” “realidad”? ¿Qué pasa con films como Tenemos la carne (Emiliano Rocha Minter, 2015)? Éste y otros similares que no parecen haber tenido impacto en taquilla o que tuvieron presencia limitada, ¿no forman parte de “nuestra” “realidad”?

El tema, por supuesto, es complejo si se analiza un film “exitoso”. En principio, casi todos carecen de estética visual, la que sí se percibe en los otros films, no exitosos, que pueden definirse como “problemáticos”. Así, no es “nuestra realidad” la que aparece sino una generalizada irrealidad, casi siempre escapista, en los films de éxito, contra una realidad, por lo general bastante cruda, en los films problemáticos.

A la comedia contemporánea la define el estilo cachirulesco en las actuaciones: gestualidad exagerada que busca subrayar esa “comicidad” tipo «Estamos haciendo un chiste, así que ríanse». Tiene un gusto desmesurado por lo banal de sus tramas, donde el conflicto sucede y/o se resuelve en una fiesta. El tema de fondo es amoroso. Todos queremos a alguien en realidad es un hipersolemne tratado sobre una pretendida indecisión femenina. Para su fiesta familiar, Clara (Karla Souza), médico que reside en Estados Unidos, invita al agradable colega carilindo bien portado Asher (Ben O’Toole). Pero, resulta que en dicha fiesta se reencuentra con el otrora exnovio agradable medio bestia ultraviril Daniel (José María Yazpik). ¿Por cuál se decidirá la indecisa y temerosa Clara? Debido a que nada de claridad hay en su vida ni en sus decisiones, pues por los dos (risas). El guión presenta una historia que sucede por razones inexplicables a ambos lados de la frontera, la que se cruza sin bronca. ¿Metáfora de que el corazón está en un lado y quién sabe qué en el otro? Al final, esta mojiganga concluye tan convencionalmente como empezó, resolviendo el conflicto de la manera más complaciente: uno se va en buena onda, el otro se queda en buena onda. El que se queda replantea la relación y tan tán: todos felices y contentos. En buena onda.

El tema amoroso resulta motor de la ficción, pero también la esencia de un conflicto que parece arraigado en lo familiar. La fiesta donde toda la bronca se desata para Clara es la inesperada boda de sus padres, exhippies, ahora, por lo que se ve, millonarios ¡buena onda!, qué novedad, que deciden casarse tras décadas de no haberlo hecho. A saber por qué. La hermana de Clara, Abby (Tiaré Scanda), también está felizmente casada con Max (K. C. Clyde). En este núcleo familiar, Daniel tiene mejor cabida al ser el eterno, ajum, exnovio, ajum, que después de diez años, ajum, regresa porque la regó, zzzzz. El film se entretiene en contar que a pesar de ya estar bien cuarentón sigue siendo un adolescente indeciso que actúa de forma adolescente y mantiene con Clara una relación igual de adolescente.

Las actuaciones exageradas, cachirulescas, sin el timing necesario para la comedia, se decantan por un melodrama demasiado rutinario. Clara se relaciona con ambos varones sin mayores consecuencias. Al final, su recién casada madre, Eva (Patricia Bernal) –personaje que no resulta meramente decorativo como el padre, Francisco (Alejandro Camacho)– en la única escena que parece contener el sentido total de la película, explica la supuesta clave de la asequible felicidad amorosa o conyugal o sentimental. O algo así. No parece profunda sino de simple sentido común. ¿Eso es todo? ¿Con eso hay que identificarse? Eso es todo. Con eso hay que identificarse.

La “identificación” del público es dudosa con estas minitelenovelas o programas genéricos (e intercambiables) que rudimentariamente presentan situaciones rudimentarias. Al parecer sirven sólo para la botana. «¡Qué tipa más tonta!» «¿Sólo ella?» «¡No vuelvo a aceptar que ustedes elijan una película mexicana!» «¡Qué churro!» Todo en medio de risas: aquí ésta es la diversión; la identificación está en unirse contra la película.


José Felipe Coria es autor de los libros El señor de Sombras (1995), Cae la luna: La invasión de Marte (2002), Iluminaciones del cine mexicano (2005), Taller de cinefilia (2006) y El vago de los cines (2007). Ha colaborado en medios como Reforma, Revista de la Universidad, El PaísEl Financiero.