Cómo el cine inventó la ciudad

Cómo el cine inventó la ciudad

Por | 8 de marzo de 2017

Sección: Ensayo

Temas:

À propos de Nice (Jean Vigo, 1930) 

Nueva York, París, Londres, Moscú, Roma, Berlín, Ciudad de México. Los primeros años del siglo XX estuvieron marcados por secuencias fílmicas de espacios urbanos alrededor del mundo. La cámara se convirtió en testigo del ritmo industrial de la vida moderna. La relación entre la cámara de cine y la ciudad, empero, no fue meramente la de un testigo neutral. El cinematógrafo imprimió sentido al flujo de las ciudades, a los hábitos modernos. La cámara, dicho de otro modo, inventó la ciudad.

En el principio, el espacio natural de la cámara de cine fueron las avenidas y construcciones del giro de siglo. En su exploración, el cinematógrafo descubrió muchas de sus formas de retratar la realidad: múltiples puntos de vista, desplazamientos horizontales y verticales, plataformas imposibles para los simples mortales. Ya desde los travelogues de los primeros quince años del cine, la cámara buscó aquellos rincones desde los cuales mirar la vida apresurada. Ya fuera sobre un vehículo en movimiento o en la cumbre de un rascacielos, la cámara comenzó a situarse como el ojo por excelencia para contemplar la avanzada de la civilización.

Además de esta infancia documental propia de los orígenes del cine, cintas tempranas como La vida de un bombero americano (Life of an American Fireman, 1903), realizada por Edwin S. Porter y George S. Fleming bajo producción de Thomas A. Edison, también nos muestran los modos del vivir en la ciudad de 1900. El argumento de la película gira en torno a un incendio y antes de instalarse delante de las llamas, nos presenta el trayecto de los bomberos hacia el sitio del siniestro. La ciudad aparece como un fantasma al fondo, grisácea. Por su cuenta, Le cheval emballé (1907), de Louis Gasnier para Pathé, persigue una lógica inversa: el interior de un edificio es el punto de partida de una persecución que arrasa con peatones, sitios de construcción y mercados. Las dos películas ilustran trayectos veloces por el entorno, anticipando la aceleración que reinará la vida en las ciudades hasta nuestros días. En ambos casos, la ciudad aparece en el trasfondo como el escenario natural de la representación fílmica, algo que continúa con producciones, por ejemplo, de D.W. Griffith en la segunda década del siglo —como The New York Hat (1912), donde moda y modernidad se entretejen, o The Hero of Little Italy (1913), que nos habla de la mezcla de razas en los núcleos urbanos.

Las experiencias de los primeros 20 años de cine, entre los travelogues y los dramas, documentaron los espacios de vida que se transforman para la sociedad industrial. La huella documental de las ciudades de ese tiempo —los tranvías en la capital mexicana filmados por Salvador Toscano o los hermanos Alva, los jardines que revestían el zócalo capitalino, el incendio del Palacio de Hierro, el paseo a caballo del General Díaz por Chapultepec— queda a nuestro alcance gracias a los esfuerzos de aquellos pioneros del cinematógrafo.

Fue con la popularización del transporte motorizado que la ciudad aceleró su proceso de cambio. Así también, después de dos décadas de ejercicio fílmico, el lenguaje del medio evoluciona y rectifica los aprendizajes de su primera infancia. La relación entre ciudad y cine se intensifica en lo que fue quizás la década más significativa para las producciones sobre la ciudad, pues los 20 nos insertan más profundamente en la complicidad entre cinematografía y dinámicas urbanas.

Fotografiada por Paul Strand y dirigida por Charles Sheeler, Manhatta (1921) sitúa al espectador por encima de los millares que desde las alturas parecen hormigas, lo coloca en el lugar de un semidiós capaz de contemplar a sus semejantes, y a sí mismo, desde la distancia. En esta ciudad, nos dicen los intertítulos, cabe todo el globo: «Ciudad del mundo (pues todas las razas aquí conviven) / Ciudad de altas fachadas de mármol y hierro / Ciudad orgullosa y apasionada».

No solamente el espacio se transforma después de la Revolución Industrial. El eco del giro productivo afecta profundamente la percepción del tiempo. Las horas marcan el pulso, la respiración. Bajo esa pauta, Alberto Cavalcanti nos introduce a París desde la poética Rien que les heures (1926). Casi al principio, Cavalcanti recurre a la metáfora predilecta de los cineastas surrealistas y dadaístas: primero un ojo, luego una docena, nos recuerdan que la mirada en el siglo XX cruzó un punto de no retorno. Las pinturas cobran vida, los parisinos aceleran el paso conforme llega el día, los titulares cabalgan como pistones, un carrusel gira con violencia, una mujer corre por la calle detrás de la vida que apenas se mantiene en foco. Un recordatorio profundo de Cavalcanti, quien también trabajó una película sobre Berlín ese mismo año, fue que en la ciudad hay escisión: así como estamos los sometidos al ritmo veloz, también están los parias (los viejos, los vagabundos) quienes dormitan ante la revolución zumbante que los desconoce.

El género que condensa este amorío cámara-ciudad es la sinfonía urbana, inaugurada formalmente con Berlín: sinfonía de una gran ciudad  (Berlin: Die Sinfonie der Großstadt, 1927), género que permanece vigente hasta nuestros días. Walter Ruttman parte de una provocación que confirma lo dicho hasta este momento: un oleaje sobre un cuerpo de agua calmo se fusiona con patrones en movimiento, patrones geométricos que remiten a la mirada sobre una locomotora. Cortes rápidos entre tomas (riel-vagón-cable —la identidad moderna es fusión—), desfilan hasta que aparece el horizonte urbano, pintado por el humo. Con películas como ésta o El hombre de la cámara (Chelovek s kinoapparátom, Dziga Vértov, 1929), la reciprocidad entre modernidad y visión cinematográfica se potencia: fue la locomotora la que inventó el cine, en los travellings se anuncia ya al cine como un viaje a todo vapor, un viaje que secciona el paisaje, traza mapas renovados del mundo. La vida filmada intempestivamente, decía Vértov, quien con su obra maestra nos reveló todo aquello que hasta entonces permanecía invisible.

Estos títulos fueron semilla para otros como Lluvia (Regen, 1929) de Joris Ivens, A Bronx Morning (1931) de Jay Leyda o À propos de Nice (1930) de Jean Vigo con fotografía de Boris Kaufman, esta última una visión que aunque buscaba un contrapunto al ritmo acelerado de las capitales, retoma los elementos comunes a las historias reseñadas hasta el momento, como son los vehículos motorizados o los titulares del día.

Parece que después de estos primeros cuarenta años de vida del cine, la forma en la que la ciudad evolucionó comenzó a responder a las representaciones danzantes que de ella se hacían. Como si la imagen en movimiento, así como extendió la locomoción al plano de las artes, preparó también el terreno para que la percepción no colapsara bajo el nuevo impulso que gobernaba los cuerpos. La representación de la velocidad permitió la aceleración constante, la expansión urbana y la conquista de las áreas verdes criticada en películas posteriores como La ciudad (The City, Ralph Steiner y Willard Van Dyke, 1939), que ilustra el sacrificio de condiciones mínimas para la calidad de vida en aras de una economía de la velocidad.

El presagio de Vértov terminó por cumplirse: la imagen en movimiento tomó control sobre nuestra imaginación y sobre nuestro cuerpo. Nuestra mente se volvió cinematográfica, nuestras ciudades avanzaron en esta dirección. La cámara inventó la ciudad, la ciudad respondió a su retrato: aceleración, acumulación, expansión como principios organizativos. A cien años de esta invención cinematográfica de la ciudad moderna, ¿dónde está la imagen en movimiento en relación con el desarrollo urbano? Hoy las ciudades son no sólo espacio, también ciberespacio, no sólo tiempo acelerado, también cibertiempos superpuestos. Así como en algún momento celebró su aceleración, ¿conserva el cine su vigencia para retratar estos espacio-tiempos que marcan el siglo XXI.


Pablo Martínez Zárate es artista multimedia y fundador del Laboratorio Iberoamericano de Documental de la Universidad Iberoamericana, donde también da clases. Dirigió los documentales Ciudad Merced (2013) y Santos diableros (2015). pablomz.info