José Luis Ortega Torres es fundador y editor de revistacinefagia.com y Subdirector de Publicaciones en la Cineteca Nacional.
Wes Craven y las regeneraciones del terror
Por José Luis Ortega Torres | 2 de septiembre de 2015
Resulta interesante demostrar (una vez más) cómo el género cinematográfico de terror da muestras fehacientes de su importancia no sólo como uno de los géneros más económicamente redituables, sino también a nivel de estudios fílmicos como uno capaz de amoldarse a la épocas históricas y momentos sociales, convirtiéndose en metáforas capaces de entrar por el ojo del espectador de manera rápida y efectiva incubando un discurso –muchas veces contestatario– en su inconsciente gracias al uso de tópicos fácilmente reconocibles y de valores universales: sangre y violencia como vehículos dialécticos del antagonista (humano o espectral, da lo mismo), desestabilizador del entorno social/natural, y el posterior triunfo del protagonista como motor para volver las situaciones al cauce de la cotidianidad reconfortante. Y para mayor gloria del género existen, sin duda, autores capaces de generar abundante obra escrita acerca de sus particulares universos malévolos. Uno de los más célebres, Wes Craven (Cleveland, 1939), falleció hace un par de días.
Craven pertenece a esa generación conformada por otros horror makers, como John Carpenter, Tobe Hopper o un poco anterior a ellos, George A. Romero, que a principios de los años setenta enarbolaron el terror como estandarte para dar salida a una serie de motivaciones de alcances intelectuales (quizá sin proponérselo) que pusieron el dedo en la llaga de una sociedad dolida por el fracaso bélico en Vietnam, el período Nixon como uno de los más desencantados para la nación yanqui y el LSD como sustituto del cereal matutino.
Pero, a diferencia de ellos, identificados por algún título de culto (Halloween, La masacre de Texas, La noche de los muertos vivientes, respectivamente) aun teniendo dos o tres más de importante relevancia, Wes Craven se desmarcó como un autor total capaz de renovar el cine de terror prácticamente cada década legando no sólo una película más, sino sentando bases para toda la industria que, irremediablemente, caería en la producción de filmes derivativos de la obra craveniana, pero sin la inventiva ni la mirada fina de este cineasta capaz de leer e interpretar a las nuevas generaciones y sus gustos, o disgustos.
Así, durante los años setenta el desencanto social y la vileza del hombre común capaz de desquitar sus frustraciones contra el prójimo se vio retratado por Craven en La última casa a la izquierda (The Last House on the Left, 1972), y después, en tono más fantástico, en Las colinas tienen ojos (The Hills Have Eyes, 1977), película donde dos clanes diametralmente opuestos: unos bárbaros de la América rural y un grupo de citadinos clasemedieros, se enfrentan a muerte por sobrevivir en un entorno salvaje. Este filme ha sido leído en más de una ocasión, como el desafío latente del Tercer Mundo contra el imperialismo de los Estados Unidos tras sus incursiones en las naciones emergentes.
Los años ochenta, década de la ilusión yuppie-reaganista, se vio brutalmente violentada en Pesadilla en la calle del infierno (A Nightmare on Elm Street, 1984), atacando la última zona de confort individual: los sueños. En ésta, Craven presenta a su creación más redonda, Freddy Krueger, el asesino del guante con navajas por dedos que al morir regresa en los sueños de sus víctimas como el destructor total de unas fantasías que son, en términos generales, las esperanzas depositadas en una nueva generación de jóvenes que nunca madurará: Freddy se encargó brutalmente de cada uno de ellos. Paradójicamente, esa generación que se vio amenazada por él en la ficción, lo convirtió en el mundo real en un ícono pop de consumo rápido para el saturado nuevo mundo audiovisual de tendencias regidas por MTV.
Krueger continuaría su periplo dando cuenta de jóvenes despersonalizados, derivativos, mientras Craven se ajustaba a los nuevos tiempos de finales del segundo milenio, donde los modernos usos y costumbres generacionales, la lluvia de información y los avances tecnológicos habían parido a una juventud cínica y poco asustadiza de lo sobrenatural. Nuevamente, al igual que en los años setenta, el miedo se deriva de lo real, y ante ello Craven responde con la modernización de un discurso clásico en Scream (1996), donde la vuelta de tuerca viene del lugar más inesperado: la decodificación del género en sí mismo y con ello, una nueva construcción discursiva.
El villano otra vez es el chico de al lado, pero ahora su rencor no procede de los ámbitos social o histórico, sino de la simple necesidad de reconocimiento individual o de las ganas de hacer algo divertido en un fin de semana aburrido. La monstruosidad, gracias a Craven, gozó a partir de entonces de un rostro lozanamente atractivo. Lo que otros realizadores menos avispados, e incluso el propio Craven en momentos menos inspirado, hicieron con secuelas oficiales, reboots, remakes y plagios a partir de su propia obra y tópicos clásicos renovados cíclicamente, son los daños colaterales normales en la relación error-acierto en búsqueda de la consumación de su fin último: provocar miedo.
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