Don’t Hug Me I’m Scared
Por Abel Muñoz Hénonin | 26 de octubre de 2016
Sección: Ensayo
Directores: Joseph Pelling Becky Sloan
We don’t need no thought control
Roger Waters
Don’t Hug Me I’m Scared es como meter Plaza Sésamo al molino de carne de “Another Brick in the Wall (Part 2)”. De Plaza Sésamo (Sesame Street, 1969 a la fecha)[1] toma sus rasgos externos: una locación central (una casa), la mezcla de títeres (Yellow Guy y Duck Guy) y disfraces (Red Guy), el perfil educativo y las canciones en escalas mayores. En cada uno de los seis episodios producidos hasta este momento hay un tema presentado por algún personaje que convive con el terceto central: una libreta habla sobre creatividad, un reloj sobre el tiempo, una mariposa sobre el amor, una computadora sobre la tecnología, un filete sobre comer bien y una lámpara sobre los sueños.
Desde el primer episodio (2011) se nota el tono verdadero. La libreta creativa e infantil se traba cuando afirma que se expresa por medio del cabello y al personaje Rojo le parece aburrido. Lo único que puede hacer, ¿como autoafirmación?, es repetir que usa su cabello para expresarse. Pero es aún peor ante las propuestas creativas del personaje Amarillo: cuando dibuja un payaso horroroso le dice que mejor se calme y vierte pintura negra sobre su lienzo y cuando escribe el nombre de un color con ramitas le dice que el verde no es un color creativo.
Aunque todos sabemos que el verde nunca ha sido un color creativo, vale la pena reflexionar un poco al respecto. En realidad son los valores de quien emite el juicio los que orientan la limitante: no hay nada más subjetivo que una norma: puede establecerse tan bien que el verde no es un color creativo como que el amarillo no lo es –sólo que el amarillo sí es un color creativo. Una norma se autovalida cuando se reproduce y para eso hay que establecer mecanismos de control, como un sistema educativo donde se defina con toda claridad, por ejemplo, qué es válido en términos creativos y qué no. La relación entre universidades y museos de arte o festivales de cine puede ser un buen ejemplo de cómo un sistema se autoalimenta para generar productos –y creadores de esos objetos de consumo– que correspondan a lo que un mercado espera. Claro que siempre hay quien escapa del sistema: su propia configuración lo permite.
Volvamos a la serie. En el segundo episodio (2014), el reloj que les enseña qué es el tiempo y cuál es su valor castiga a los personajes –al Amarillo incluso le sangran los oídos– cuando le preguntan si el tiempo tiene principio o fin, si es real y sobre todo cuando ellos mismos empiezan a responder diciendo que quizá es un constructo humano. Este es unos de los puntos molino de carne de The Wall (Roger Waters, Alan Parker y Gerald Scarfe, 1982). Si uno recuerda bien, en la cinta –es casi seguro que lo haga: se trata de una de las partículas fílmicas más referenciadas de la historia– una fila de niños con rostros fantasmagóricos se convierte en una masa amorfa (“Another Brick in the Wall (Part 2)”), pero antes, (en “The Happiest Days of our Lives”), un maestro se burla de los poemas de un niño (lo que lo hace único) para por medio del escarnio, de su autoridad y de una regla de madera, cuyo fin no es medir sino golpear –una regla en dos de sus acepciones–, regresarlo al redil.
El maestro de The Wall y el reloj de Don’t Hug Me I’m Scared (Becky Sloan y Joseph Pelling, 2011-16) son representaciones de una visión pesimista y británica de la educación, opuesta y, por lo tanto, complementaria a la de Plaza Sésamo. Si bien los sistemas educativos modernos buscan igualar en conocimientos y valores para igualar en oportunidades, lo que digamos, en principio y en teoría, es positivo, también buscan disciplinar para mantener el orden social. Y aunque son estructuras relativamente abiertas (sistemas), a menudo tienen problemas para darle salida a la individualidad y a la divergencia. Don’t Hug Me I’m Scared enfatiza la sensación, a veces opresiva, de no formar parte de la norma o de sentirse asfixiado por ella en los momentos macabros de cada una de sus entregas. Es como ese gran quejido-petición escuchado periódica, casi rítmicamente, en las casas con niños: «No quiero ir a la escuela».
Ahora es necesario escapar de las coordenadas con las que hemos estado trabajando.
Movámonos al sexto episodio (2016), donde el tipo Rojo trabaja en una oficina de tipos rojos como él, aburridos y productivos. Todo el sistema disciplinario de la educación está configurado para llevar a que los individuos se incorporen a un entorno fructífero bajo ciertas condiciones de contratación y persiguiendo ciertas metas periódicas y asistiendo a ciertos rituales sociales. Pero justamente el tipo Rojo no encaja en ninguno de esos momentos y queriendo huir de la norma termina por encontrarse con el aparato de control de su mundo previo: un monitor desde el que se ve el mundo que compartía con el tipo Amarillo y el Pato y un pánel desde el que se puede intervenir en dicho espacio. Desde el primer episodio hay rupturas de la narrativa que llevan a un equipo de filmación que observa-crea la serie y el tipo Rojo ya había escapado del set y llegado a ese lugar. Probablemente este sea el punto más brillante de la serie: el tipo Rojo sólo puede romper con las reglas del sistema accediendo a su aparato de control y, por lo tanto, estableciendo un orden nuevo también delimitado. La tragedia es que la única salida de un orden establecido sea incorporarse de lleno en él. Es algo perturbador. O peor: aterrador.
[1] Es curioso escribir de Plaza Sésamo, porque de la que hablo no es la que yo conocí como niño ochentero mexicano. La versión producida por Televisa tenía, al principio, actores morenos que tocaban la guitarra –los únicos actores morenos de la época que no representaban el papel de desfavorecidos–, pero su punto más notable era Abelardo Montoya, la botarga de un perico gigante e histérico que sustituía a esa especie de pollo vikingo que se llama Big Bird. Plaza Sésamo es una y múltiple –la investigación para este texto me llevó a una veintena, al menos, de (¿) franquicias (?)–, un referente global, por eso es un gran acierto haber aludido a ella en Don’t Hug Me I’m Scared.
Parte de estos argumentos son consecuencia del análisis colectivo que realizamos el 11 de octubre en el “Taller de investigación aplicada: Estudios fílmicos” otoño 2016 de la Universidad Iberoamericana, Ciudad de México. Mi agradecimiento a todos los alumnos que cursan la materia, pero en particular a Daniela Mateos Méndez y Joan Fuentes Disney.
Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica e imparte clases en la Universidad Iberoamericana. Coordinó junto con Claudia Curiel los libros Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012) y Documental (2014). @eltalabel
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