Del megafilme al metagénero
Por José Luis Ortega Torres | 1 de enero de 2014
Sección: Ensayo
Dexter (2006 a la fecha). © Showtime Networks.
Cuando Vincent Canby en su célebre texto From the Humble Mini Series Comes the Magnificent Megamoviecreó el concepto de megafilme, lo hizo a partir de un detallado análisis de la teleserie Los Soprano (The Sopranos, David Chase, 1999-2007) a la par del monumental filme Berlin Alexanderplatz (1980), de R.W. Fassbinder y la miniserie británica The Singing Detective (Keith Gordon, 2003) partiendo del hecho de que el cine y la televisión son dos medios que pugnan entre sí, y explica en el inicio del texto, grosso modo, que además de competir, se copian mutuamente las fórmulas que resultan del agrado del público. Explica que ambas plataformas de entretenimiento, para contender entre ellas, adoptan políticas diferentes, pero tan sólo en grados menores y nunca en el quid de la sustancia. Finalmente están repitiendo los mismos esquemas.
Estos primeros párrafos en el texto de Canby, escritos hace ya tres lustros, resultarían proféticos tan sólo en lo superficial, o quizás la velocidad en la carrera entre ambos medios ha dejado atrás ese postulado: hoy en día podemos decir que la televisión y el cine no solamente se copian entre sí, sino que lo correcto sería afirmar que se nutren mutuamente, pero no sólo en las fórmulas temáticas de moda, sino también en lo que a las maneras de producción se refiere. En la actualidad, las modernas formas de producción en el medio televisivo son avasalladoramente novedosas. Técnicamente hablando es ahí donde ya estamos situados en el siglo XXI, con historias que desbordan la imaginación, y para lo cual el uso de efectos especiales e implementos físicos (cámaras, lentes, grúas, etc.), permiten que la manipulación del producto se estire hasta logros impensables, uno de ellos y quizás el más notable a simple vista por el público, es el manejo del tiempo en sus dos variables: real –el final de exhibición en pantalla– y cinematográfico –las horas, días, meses, años que la narración exponga–, haciendo que lo contenido dentro de él explote hacia todas las direcciones posibles.
Es en dicha manipulación temporal donde radicaría la semilla del concepto de megafilme, y sin embargo lo es sólo en lo que respecta al tiempo real de la duración en pantalla, sin referirse nunca al que transcurre dentro de la ficción producida. Un megafilme es, entonces, una película de largo aliento, justo como el ejemplo de Berlin Alexanderplatz, u otros como las monumentales Shoah (Claude Lanzmann, 1985) o Sátántangó (Béla Tarr, 1994), trío de megafilmes que, pensados como unidad por sus autores, han tenido que ser exhibidos en la mayoría de las ocasiones –contra su voluntad– de manera fraccionada. En la moderna televisión se va a la inversa.
En el caso de las actuales series de televisión podemos decir que éstas se desarrollan desde la concepción de sus historias como un todo monumental que durará lo que deba de durar, debidamente planificada en lapsos de tiempo equitativos (minutos por capítulo) contando un argumento extendido según las necesidades de la narración para cada uno de sus personajes o situaciones centrales y complementarias, teniendo en cada tiempo determinado crestas y valles emocionales lo suficientemente adictivas para el espectador, quien no puede (ni quiere) esperar una semana (o meses, cuando es final del temporada) para conocer las continuaciones. En definitiva sí estamos ante una larga película fragmentada para su exhibición, pero concebida desde el desarrollo del proyecto como sólida unidad.
Ahora bien, ¿cómo mantener tal expectación? ¿Solamente con el uso alargado del tiempo? ¿Es únicamente por ese elemento que el público queda ávido de ver más? No. O no sólo por eso, cuando menos. Sin duda el espíritu de las modernas teleseries está en el cúmulo de emociones que los televidentes reciben a lo largo de la temporada por el diverso manejo de los géneros y la mixtura que de cada uno de ellos se hace, llevando las sensaciones de uno a otro extremo del abanico sentimental.
True Blood (Alan Ball, 2008 a la fecha). © HBO/Your Face Goes Here Entertainment.
Así, no es extraño que en las modernas series de televisión lo mismo se haga presente el romance que el terror o la comedia, el drama y la acción dura, y si bien es cierto que ese fenómeno también se encuentra en el cine convencional, nunca serán suficientes dos horas (tomando como referencia el tiempo comercial en pantalla) para lograr que una mixtura genérica evolucione de manera plena cuando se involucran varios géneros fílmicos, de tal manera que la televisión se convirtió en el medio por excelencia para experimentar plenamente con ellos.
Pero así como la televisión ha contado con las telenovelas para estirar el melodrama hasta niveles improbables y las sitcom por lo regular combinan la comedia con el romance (fallido) para dar movimiento a sus situaciones hilarantes, es en el serial moderno donde los géneros –que se pensaban exclusividad del séptimo arte– se fusionan con una calidad sorprendente. Así, desde la acción en tiempo real de 24 (Joel Surnow y Robert Cochran, 2001–10) al misterio de tintes metafísicos y acción survival presentado en la seminal Lost (J. J. Abrams y Damon Lindelof, 2004–10) –ambas cintas consideradas el punto de arranque a la “moderna teleserie”– la traslación de los géneros fílmicos a formatos televisivos parece no tener fin. Hoy en día encontramos variados ejemplos de ellos convertidos en fenómenos no sólo de taquillas en multiplexes, sino también de los horarios primetime en los canales de mayor audiencia: desde el candy-horror de The Vampire Diaries (Kevin Williamson y Julie Plec, 2009 a la fecha) y sus romances juveniles surgidos del fenómeno Crepúsculo (Twilight, Catherine Hardwicke, 2008; más sus continuaciones), hasta su vertiente erótica vía True Blood (Alan Ball, 2008 a la fecha), coincidentemente también con antecedentes en la lectura de consumo rápido.
Para poder apreciar lo anterior de manera ejemplar, nada mejor que una de las series más mediáticamente exitosas de los últimos años, Game of Thrones (David Benioff y D. B. Weiss, 2011 a la fecha) que tan sólo con tres temporadas al aire ha realizado una mezcla genérica que se va adecuando de acuerdo no sólo a las características propias de la temporada y episodio en curso, sino también a la personalidad que van desarrollando sus protagonistas.
Así hemos transitado por la épica medieval más cercana al Excalibur de John Boorman (1981) con el martirologio de Eddard Stark, y los mundos bárbaros propios de Conan (John Milius, 1982), a través de las reyertas del irascible Khal, todo ello con referencias obvias a la Tierra Media tolkieniana. No obstante, ese universo que de entrada se enmarca en el (sub)género de la fantasía heroica, ha mutado de manera casi natural hacia otros terrenos: el terror, primero en su vena más clásica y de ambiente rural cuando una aldea debe de ofrendar varones recién nacidos a extrañas criaturas boscosas, y más adelante adentrándose por completo –en un freaky final de temporada– en la más actual moda zombi.
No obstante los derroteros mencionados, este universo medieval no escatima en presentar lances de sexualidad y violencia gráfica en generosas dosis, pero hay que reconocer que la carne y la sangre nos son los únicos elementos que motivan al espectador a un visionaje adictivo. Ya está plenamente comprobado que la saturación monotemática conduce al hartazgo; por lo cual, para la más reciente temporada transmitida al aire, los creativos optaron por una tragedia clásica de reminiscencias shakesperianas –y absolutamente desgarradoras– cuando el héroe épico (y romántico) encuentra un sino fatal de dimensiones estratosféricas que provocó una oleada de repercusiones positivas en redes sociales, colocando a la venidera temporada como la más esperada de los estrenos 2014.
Así podríamos irnos de un extremo a otro en cuanto a géneros fílmicos trasladados a la televisión se refiere, y cada uno de ellos con adecuaciones minuciosas y específicas según sus requerimientos: desde aquellas de pretenciones pseudohistóricas como Roma (Rome, John Milius, William J. MacDonald, y Bruno Heller, 2005–07), Los Borgia (The Borgias, Neil Jordan, 2011–13), Los Tudor (The Tudors, Michael Hirst, 2007–10) o Espartaco: Sangre y arena (Spartacus: Blood and Sand, Steven S. DeKnight, 2010 a la fecha) donde la exactitud del dato se extravía entre anécdotas descontextualizadas y sexualidad softcore, y hasta la celebrada vuelta de tuerca a la figura pop de culto del serial-killer, reconciliado con el público a partir de su conversión en justiciero playero asesina-asesinos, en Dexter (James Manos Jr., 2006-13). Y a partir de ahí, se vale todo, desde el narcothriller contemporáneo de Breaking Bad (Vince Gilligan, 2008–13), hasta la modernización de iconos como Sherlock Holmes en un personaje maniaco depresivo y con trastornos de personalidad en Elementary (Robert Doherty, 2012 a la fecha), o la más propositiva Dr. House (House M.D., David Shore, 2004–12) donde los misterios se resuelven en una atinada conjunción de humor negro, ciencia ad hoc y oportunos dei ex machina.
Game of Thrones (2011 a la fecha) © HBO/Television 360/Grok! Television/Generator Entertainment/Bighead Littlehead
De tal manera, puede quedarnos claro que el éxito de la teleserie moderna radica en sus propuestas multigenéricas, y sin embargo, si seguimos bien los ejemplos propuestos, podremos observar que no se trata solamente de una simple aglomeración de ellos. Ninguno se encima, por decirlo coloquialmente, sino que se yuxtaponen. Cada uno de los escogidos está presente por sus características intrínsecas, y a partir de ello podríamos decir que se gesta un nuevo modelo narrativo para la televisión, al que podríamos denominar serie metagenérica.
Más aún, debe de quedar claro que este desarrollo metagenérico y su éxito en la pequeña pantalla se debe a que, al final, ninguno de los géneros fílmicos demuestra variaciones significativas en sus directrices, por lo cual, por sí sólo muy poco aportaría al incremento del suspense en la narración total de un megafilme (volviendo a Canby) de cuando menos diez horas de duración. Situación que definitivamente también sucede dentro del cine, sin embargo, en la pantalla grande eso se logra justo dentro de un tiempo radicalmente limitado.
La libertad de acción que se logra con el tiempo extendido permite que se dé con total soltura un manejo de situaciones y características inherentes a cada género fílmico experimentando libremente con la yuxtaposición mencionada, logrando como resultado situaciones que brindan, primero, una tridimensionalidad a los personajes, y luego que las historias ganen en repercusión emotiva, convirtiéndose en asuntos entrañables y necesarios en su seguimiento.
La manipulación del público surgida de unas simples escenas de romance, situación cómica, o susto derivativo –por sí mismas ya anacrónicas porque el público, quizás inconscientemente, ya tiene perfectamente decodificadas sus constantes–, ya no basta, y en cambio, encuentra en la moderna teleserie una suma de sus partes: un nuevo todo potenciado y adictivo.
Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 7, invierno 2013-14, pp. 30-33) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.
José Luis Ortega Torres es fundador y editor de revistacinefagia.com. También es editor de Icónica y Subdirector de Publicaciones en la Cineteca Nacional. @JLOCinefago
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