Adiós, Kiarostami: La belleza del cine

Adiós, Kiarostami: La belleza del cine real

Por | 6 de julio de 2016

A principios de los años 70 del siglo pasado, antes de la vorágine digital y de que las historias del cine se colmaran de naves espaciales, antes de la aplastante llegada de la realidad virtual, un cineasta alejado del mundo occidental comenzó a realizar cintas extraordinarias en torno a las emociones, la soledad, la muerte y la realidad excesivamente opulenta y conmovedora. Ese cineasta era el iraní Abbas Kiarostami, que murió el pasado 4 de julio en París a los 76 años.

Kiarostami (Teherán, 1940) redujo el uso de la tecnología al mínimo: poca o nula utilización de luces artificiales, escasos efectos en postproducción, poca elaboración de tomas y una dirección que le exigía a los actores ser tal como son en la realidad.

El director iraní plasmó las distintas capas de la realidad con una simplicidad formal prodigiosa, con devoción hacia el arte, hacia la imagen, reflexionando sobre la pasión por la vida y también acerca del lenguaje cinematográfico. Kiarostami posicionó al cine nuevamente en un camino que capturaba la esencia del presente.

Al hablar del conflicto del realismo en el arte, André Bazin distingue entre pseudorrealismo y verdadero realismo. El primero se satisface sólo con la ilusión de las formas. El segundo, en cambio, entraña la necesidad de expresar a la vez la significación concreta y esencial del mundo. El realismo de Kiarostami va más allá de ser un conjunto de convenciones que mediante el ajuste adecuado de la técnica ilusionista cristaliza un fuerte sentimiento de autenticidad.[1] Su trabajo se debe entender como un arte de representación, donde la tarea no sólo es la de mostrar un pedazo del mundo sino la de evidenciarlo y generar impresiones, logrando de este modo movilizar la mirada del espectador.

En sus películas aparece el lugar remoto, la casa pobre, los sitios yermos donde el viento arrastra la tierra para después ver llover polvo. Vemos llanuras áridas lo mismo que caminos extenuantes y comunidades paupérrimas. Las locaciones son anónimas y los lugares están desprovistos del contacto con el mundo actual y tecnológico. Así sucede en El viento nos llevará (Bād mā rā khāhad bord, 1999), donde el protagonista tiene que correr a una colina –el único lugar con señal– para contestar su teléfono móvil.

Jean-Luc Nancy explora la relación entre la vida y la muerte en los filmes de Kiarostami. Esta relación, menciona el filósofo francés, no consiste en oposición, ni en dialéctica, sino en pregnancia o en impregnancia mutua, con curvas y altos y bajos sin fin que no van a ninguna parte y, al mismo tiempo, están en todos lados. Y siempre pasan por la muerte, que permanece secreta, incomprensible e inapropiable, como el hueso cogido en el cementerio que el etnólogo acaba tirando al arroyo al final de El viento nos llevará…[1]

En los filmes de Kiarostami conocemos una sociedad pobre y dentro de ella pequeñas historias trascendentales, como en La vida sigue (Zendegi o digar hich, 1991) o en El sabor de la cereza (Ta’m-e gīlās…, 1997), donde un hombre suicida busca redención y también a una persona que lo entierre después de su muerte; o en ¿Dónde está la casa de mi amigo? (Khāne-ye dust kojāst?, 1987), que proyecta la inocencia de la niñez y la agonía sufrida por la empatía con un semejante.

Si para el crítico de cine Jorge Ayala Blanco las cintas de Kiarostami muestran el sentido de la naturaleza en su punto más bello hipnótico transfigurado,[2] para Víctor Erice el cineasta iraní hace una revisión de la que no está excluida la realidad social y política. Sus ficciones parecen reencontrar su función primordial de ventana abierta al mundo. En las primeras películas del iraní, los campos y la vida rural son escenarios donde una simple historia puede ofrecer todos los matices y sentimientos que la humanidad puede expresar.

Nancy apunta sobre la forma en la que trabaja Kiarostami: «El encuadre, la luz, la duración del plano y el movimiento de la cámara liberan un movimiento que es el de una presencia en el proceso de presentarse. El «director» no dirige nada más que una realización de lo real: de ese real que hace posible una mirada respetuosa».[3] Su cine intenta provocar y reanimar sustancialmente al receptor, y lo hace a través de una sencillez técnica que deja de lado los artificios tecnológicos para explorar formalmente preocupaciones recurrentes en la sociedad actual y las vicisitudes humanas.

Con la desaparición de Kiarostami perdemos un cine que intenta transmitir emociones para revelar imágenes cotidianas que, desde los campos de los olivos, reflexionan sobre la vida y la muerte.


[1] Jean-Luc Nancy, La evidencia del filme: El cine de Abbas Kiarostami, Editorial Errata Naturae, Madrid, 2008, p. 13.

[2] Jorge Ayala Blanco, El cine actual: Desafío y pasión, Océano, México, 2003, p. 312

[3] Jean-Luc Nancy, op.cit., p. 91.


Daniel Ángeles es comunicólogo por la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la UNAM. Ha colaborado en Código y ha sido profesor adjunto de la UNAM. Fue parte del Jurado Joven de MICGénero 2015.