El Sir Gawain guyaratí contra la Histor

El Sir Gawain guyaratí contra la Historia

Por | 8 de septiembre de 2022

La historia es una fantasía y las fantasías son fantasías. Se puede reescribir lo histórico y se puede reimaginar lo fantástico. A fin de cuentas, los relatos son relatos. Y si los relatos fijados pueden ser subvertidos y alterados, independientemente de sus autores, los relatos múltiples, narrados por una muchedumbre, tienen cabida para todo, desde la pesadilla hasta la utopía.

El cine, independientemente de, a veces, tener autores identificables, suele funcionar dentro de los relatos corales que reflejan los miedos, los anhelos, las utopías de las comunidades en las que se crea. Y hoy, en el mundo anglosajón, está pasando por uno de sus muchos momentos de reinvención conceptual. El ejemplo más claro, es la familia mestiza que se ha convertido en un estándar, sobre todo de las series de gran comercio estadounidenses, donde generalmente hay un padre “negro” y otro “blanco”.[1] El otro caso fácil de identificar es el Reino Unido del mismo formato narrativo, más “multirracial” que el existente.

Algo de aquella utopía, en este caso retrospectiva, puede apreciarse en La leyenda del Caballero Verde (The Green Knight, David Lowery, 2021). Aquí, alguien moreno (Dev Patel) hace el papel de Sir Gawain, cosa que pensando el mito artúrico como un relato de la sociedad britanorromana –la otra opción, mejor fundamentada a mi juicio, es pensarlo como un asunto celta– sería de lo más normal: los romanos, como todos los pueblos mediterráneos eran una mezcolanza –hasta tuvieron un césar muy moreno, Septimio Severo, de ascendencia paterna cartaginesa, bereber o ambas (para nosotros algo así como magrebí, bereber o ambas).

Sin embargo, lo que me tiene rumiando la película es una cara muy secundaria, que aparece en primer plano un momentito, en la secuencia de los títeres: una niña de ascendencia africana o antillana.

Gawain, su madre (Sarita Choudhury) y su séquito, la niña, plantean que la Inglaterra de hoy es inmemorial. Retomando el argumento romano, es algo irrebatible: los ingleses, como absolutamente todos los pueblos sobre la faz de la Tierra, son mestizos. Sólo que eso tan razonable borra o deforma la impronta imperial británica: si las cosas siempre han sido así, no hay necesidad de ocuparse de la explotación y las masacres del proyecto colonial más impresionante de la historia. Es como si no hubiera habido Raj Británico, ni esclavos secuestrados, traídos de África a América, ni millones de bantúes, malayos, etc. bajo el yugo un poder extranjero, ni gentes a las que se les arrebató su tierra en las zonas de asentamiento…

Lo malo es que la interpretación anterior no es del todo adecuada: la película no es británica sino estadounidense.

Y entonces vale la pena fijarse más en el séquito de la madre de Gawain en esta versión: se trata de mujeres por las que ronda indudablemente sangre de los primeros pueblos de América, lo que además se enfatiza con algunos peinados inspirados en las fotografías que Edward S. Curtis tomó entre ellos en el giro del siglo XIX al XX.

Hay un aspecto totalmente risible en esto, que se puede abordar críticamente con una de las líneas más absurdas del monólogo que el coronel Ben Drask, de No miren arriba (Don’t Look Up, Adam McKay, 2021), da cuando está a punto de sacrificarse para salvar el planeta: «También quiero enviar un saludo a todos los indios. De los dos tipos. O sea, los de elefantes y los de arco y flecha. Oigan, ¿por qué nunca se aliaron? ¡Qué chingón hubiera estado!»[2] La opinión del personaje, una bestia del militarismo estadounidense que destila las características de un macho “blanco”, anglosajón, protestante y republicano aun en su día más generoso con el resto de la humanidad, coincide con la postura política tácita de David Lowery, el auteur indie, ateo, vegano y levemente hipster –ya no es moda– de La leyenda del Caballero Verde: en realidad los dos tipos de “indios” sí son lo mismo desde la matriz mental racista gringa: gente “café”, o “de color”. Total, que Lowery, siguiendo acríticamente las reglas no escritas de lo políticamente correcto, en este caso la “representación racial” en pantalla, termina haciendo lo mismo que hace el concepto de “Sur Global” o lo mismo que hizo Fox News con el banner «Trump suspende la ayuda a tres países mexicanos»: reducir el mundo a etiquetas estadounidenses, a su manera de entenderlo todo, no importa si desde la (semi) izquierda o desde la derecha.

Si contrastamos la película con Hamilton (2015), el musical de Lin-Manuel Miranda, su posicionamiento a primera vista es políticamente estéril: da por descontado que la representación en sí misma es la resolución de un problema, y termina mezclando “indios” (los de América antes de América) con indios (de la India), tal como Cristóbal Colón. En cambio, Miranda, no sé si intencionalmente, propone la representación no como un modo de reimaginar el pasado sino de repensar el pasado desde la distancia de un presente divergente, al sustituir a algunos personajes de la independencia de su país, naturalmente “blancos”, por gente “hispana”, “negra” y “asiática”. En este caso es algo políticamente cargado.

La diferencia entre Hamilton y La leyenda del Caballero Verde es la misma que entre releer y borrar la historia; releerla repensándola, borrarla reescribiéndola. Al saber que la historia no fue como en Hamilton recordamos las marcas que dejó en la carne de los estadounidenses excluidos de ella. En cambio, si los reinos celtas y britanorromanos ya eran como son Estados Unidos y Gran Bretaña no hay necesidad de recordar las heridas internas y externas, la violencia, del imperialismo y la colonialidad.

Prefiero la memoria crítica, la que recuerda la historia que existió. Pero desconfío de la –mi– lectura condenatoria sobre la película de Lowery. Las lecturas condenatorias son demasiado unívocas, demasiado fáciles.

Las contradicciones que hemos estado abordando tienen al menos una capa más. Y se pueden comprender mejor desde el realismo comunista que desde los propios medios estadounidenses: lo que vemos a cuadro es la incorporación –en palabras de Lev Manovich– «de un futuro perfecto en una realidad imperfecta», donde lo importante es la manifestación visible, tangible, de lo que ha de llegar, como si ya hubiera llegado.[3] ¿Y cuál es el futuro perfecto con el que se reimagina esta realidad imperfecta? Una suerte de mestizaje, visible en la nueva familia cinematográfica estadounidense de la que hablábamos, la primera familia propiamente americana que ellos imaginan en sus medios.

Que esa familia parezca natural en su imaginario tiene el potencial utópico de trascender partículas ideológicas totalmente reprobables, sin duda existentes en su esfera pública (como el que en Estados Unidos no haya “mulatos” sino que necesariamente sean “negros”, lo que desde esa lógica implica una especie de degradación). Otra dimensión utópica es que puede replantear una nueva forma de pensar aquel país, desde la relación en lugar de desde esa segregación construida entre un polo “blanco” y otro “negro”, y que expulsó de su matriz, por decir lo más obvio a los pueblos indígenas, los primeros pueblos, los pueblos “originarios”, despojados de todo.[4]

Nada impide que ese futuro pueda incorporarse al pasado, como sucede en La leyenda del Caballero Verde, donde, por ejemplo, el Rey Arturo tiene apariencia europea y su hermana luce como alguien del subcontinente índico, algo que quienes venimos de familias de zonas muy mestizas, como Latinoamérica o el Mediterráneo, no sólo reconocemos, sino que abrazamos en la casa de la abuela.

La última semilla utópica que distingo es quizá un nuevo modo de contar la historia estadounidense. Aunque parezca que me desdigo, mi intención es que nos entreguemos la paradoja.

No hay manera más radical de imaginar una nueva historia que reescribir la Historia, lo que hasta cierto punto significa negar los relatos prevalecientes en una época. Y si esa Historia está narrada como un conflicto, su única salida es la amnistía: no encontronazos revolucionarios, no Black Panthers, sino mesas del desayuno, o familias reales ya mezcladas.

Ahora, esa utopía, claramente, es una utopía de las élites, que son las que acceden a los discursos universitarios y las que definen las tendencias de los medios, élites que de algún modo se están repensando a sí mismas como reflejo de una realidad que o ya cambió o está en plena redefinición.

Lo sorprendente desde América Latina es que parece que en Estados Unidos estuvieran llegando a una de nuestras partículas míticas clave, el mestizaje, con los problemas implícitos en ese relato: que se convierte en un constructo unificador occidentalizante y patriótico, por lo tanto, destructor de las diversidades en favor de la cosmovisión de los sectores hegemónicos.

De ese modo, la diversificación de la gente que aparece a cuadro apunta a un statu quo disfrazado de justicia social y representación, al tiempo que la diversidad, tan importante en una época de identidades, se vuelve el único determinante, de personas finalmente igualadas por el American Dream, los pedidos por Amazon, las vacaciones en la playa de otro país y la serie mundial.

Y sin embargo, el cambio es un cambio profundo, fantaseado desde hace mucho, ya que la fantasía es parte esencial de las historias, y de la Historia.

Entonces, ¿vale la pena borrar los surcos del dolor de la Historia real?


Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica y es uno de los editores de Senses of Cinema. Imparte clases en la Escuela Superior de Cine, la Universidad Iberoamericana y el Centro de Capacitación Cinematográfica. Es candidato a doctor en Filosofía, Arte y Pensamiento Social por la Escuela Europea de Postgraduados. Su ensayo “En los albores (históricos) del streaming” acaba de aparecer en el libro Mutaciones de la imagen: 20 años de cine mexicano.


[1] Tras leer una importante colección de textos de Aníbal Quijano (Ensayos en torno a la colonialidad del poder, Ediciones del Signo, Buenos Aires, 2019) y convencido como él de que las razas no existen biológicamente, he decidido, siguiendo su ejemplo, ponerlas entre comillas para evidenciar su falsedad. Pero, en mi caso, también para remarcar que, si bien no son categorías biológicas, sí son categorías políticas que hay que identificar para poder desmontarlas. Ahora, no puse mestiza entre comillas, porque el mestizaje es la única realidad biológica humana, tanto y hace tanto que llevamos la impronta genética de otros homínidos, los encontrados en las migraciones primigenias.

[2] La línea original, según el guion es: «I also want to say hello to all the Indians out there. Both kinds. You know, the ones with the elephant, the ones with the bow and arrow. Hey, why haven’t you guys ever teamed up? How cool would that be?» (Adam McKay, Don’t Look Up [guion], tratamiento final, sin lugar ni fecha).

[3] Este argumento está construido alrededor de lo que Lev Manovich plantea en ‘Jurassic Park and Socialist Realism’, la tercera sección de “The Synthetic Image and Its Subject” (The Language of New Media, The MIT Press, Cambridge (Massachusetts) y Londres, 2002; la cita está en la página 204).

[4] En su cine temprano hay ejemplo extraordinario: The Red Man’s View (1909), de D. W. Griffith, donde los colonos malos no sólo les quitan la tierra donde tienen asentado su campamento a unos “indios” genéricos sino que también les roban a una doncella; luego, los colonos buenos, les ayudan a recuperar la doncella y encontrar su camino a quién sabe dónde, a una reservación seguramente, pero lejos del territorio de sus migraciones estacionales, porque, a fin de cuentas se convirtieron en tierras de asentamiento occidental.

(Por cierto, escribí “originarios” entre comillas porque responde a un esencialismo que borra la complejidad de los primeros pueblos y sus transformaciones en los milenios que han pasado desde que comenzó el poblamiento de lo que llamamos América.)