Imágenes de Afganistán (o del islam como estigma) + 5 microensayos a pie de página sobre política mediática estadounidense
Por Abel Muñoz Hénonin | 21 de octubre de 2021
Sección: Ensayo
Temas: AfganistánCine estadounidenseEstereotiposHomelandIslamMilitarismoOrientalismoOtredadSeguridad nacionalSeries estadounidenses
Carrie Mathison (Claire Danes) en la cuarta temporada de Homeland (2014).
Afganistán.
¿Qué evoca la palabra? Barbones vestidos a otra usanza armados de kaláshnikovs. Burkas. Soldados rubios recorriendo montañas secas. Cabras. Ahora también, aunque tal vez sólo temporalmente, aviones saturados, huidas masivas. Quizá, en algunos casos también evoque algunas palabras más difíciles de imaginar, de dotar de imagen: Kabul, pashtún…
Quedémonos con las imágenes, a sabiendas de que nos dicen muy poco. ¿De dónde las sacamos? Mayormente de los medios de comunicación. Y mayormente de medios de comunicación que han replicado, crítica, acrítica o políticamente, los discursos planteados y reproducidos por medios estadounidenses que han replicado, crítica, acrítica, políticamente, discursos de la Casa Blanca y del Pentágono. Detenerse en esas imágenes, en los discursos que conllevan, puede ayudarnos a comprender lo que han dejado fuera de cuadro.
Situémonos en Kabul. Ahí hay una oficina de la CIA que tiene información veraz sobre la ubicación de un líder talibán. La encargada de la estación tiene que decidir si bombardea el lugar o no. Autoriza el ataque. Estamos situados en la cuarta temporada (2014) de Seguridad nacional (Homeland, Howard Gordon y Alex Gansa, 2011-20), que comienza en este punto y tiene como clímax la toma de la embajada de Estados Unidos en Islamabad. Algo podremos entender de qué comprendemos y qué no deteniéndonos en la serie.
Momento 1: Un bombardeo con daños colaterales
Episodio 1, “La reina de los drones” (“The Drone Queen”), comienzo
Carrie Mathison está a cargo de la oficina de la CIA en Kabul. Ahí ha recibido, según se sobreentiende por el contexto, varios informes de la oficina en la Embajada de Islamabad sobre el paradero de líderes talibanes y ha autorizado ataques de drones para asesinarlos. Ahora la información indica que Haissam Haqqani, el cuarto más buscado entre los cabecillas del grupo musulmán, está en una boda justo en las afueras de la capital pakistaní. El dilema de Carrie (Claire Danes) es que atacarlo significa provocar daños colaterales, pero ¡chingue su madre!, la ocasión es propicia y «Haqqanni tiene la mala costumbre de matar soldados estadounidenses». Bum. Decenas de civiles muertos.
Es casi banal detenerse en la asimetría del valor simbólico que para los estadounidenses tiene un soldado con su bandera y cualquier otra persona de cualquier otro lugar del mundo. Somos apenas hormigas.[1] Tampoco vale la pena detenerse de nuevo en el concepto de, en la frase hecha, daños colaterales, que oculta, como todo mundo sabe, su significado verdadero, civiles muertos, casi seguramente inocentes. Refleja la misma desproporción.
La imagen más interesante, e inquietante, es la que iguala al mundo islámico. Kabul, Islamabad y los alrededores de esta última ciudad resultan una unidad. No importa que haya dos países en juego (Afganistán y Pakistán). La frontera no existe.[2] Las diferencias entre pashtunes, persas, y panyabíes están diluidas, como si se tratara de un mundo homogéneo, marcado por el islam como estigma.
Momento 2: Diálogo de necios entre un estadounidense y un talibán
Episodio 7, “Regreso” (“Redux”), alrededor del minuto 30
Saul Berenson (Mandy Patinkin), alto funcionario de la CIA, acaba en manos de los talibanes. Haqqani (Numan Acar), que no estaba presente en el atentado contra su vida, y consciente de que –según las reglas de la serie– se ha vuelto intocable porque nadie piensa matar a Berenson junto con él, lo usa como escudo humano y aprovecha para visitar a su familia. En la comida el líder musulmán invita a Berenson a hablar libremente.
La conversación comienza con Berenson acusando a los talibanes del 11 de septiembre. A lo que Haqqani responde que tanto Osama bin Laden como quince de los secuestradores de los aviones eran sauditas y que nunca vio intenciones de que invadieran aquel país. La respuesta es que Estados Unidos fue a Afganistán a aprehender o matar a quien fuera responsable. El diálogo es perfectamente tramposo. La historia de Al Qaeda, aunque protagonizada en gran medida por saudíes, sucedió mayormente en Afganistán, Sudán y Pakistán. El problema es que no eran un Estado al que se le pudiera hacer la guerra. Estamos de nuevo ante la asimetría de poder como asimetría de dignidad. En este caso, entre naciones sin nada y naciones insertas en los grandes flujos de capital. Arabia Saudita es intocable; Afganistán no. «A falta de petróleo no hubo amigos en el mar».
Pero lo verdaderamente interesante está en el fragmento siguiente de la conversación. Haqqani le recuerda a Berenson que esa persecución, supuestamente bien delimitada, sólo sirvió para que el ejército estadounidense se quedara para siempre y para que intentaran destruir su cultura y su religión.
—No es cierto —contesta Berenson. A lo que Haqqani responde con
—Estados Unidos desprecia lo que no logra entender.
—¿Y ustedes son mejores?
—Sólo el islam propone una fórmula para crear una sociedad justa y devota.
—Su versión del islam es reaccionaria y retrógrada.
—Debemos imitar todo lo que hizo el Profeta.
—¿Someter a las mujeres? ¿Asesinar no creyentes? ¿Ponerse bombas suicidas? No recuerdo haber leído nada de eso en los jadices.
La conversación termina midiendo cuál de las tres religiones abrahámicas es la más asesina. Un diálogo sin voluntad de diálogo. Corte.
Miremos con atención el fragmento transcrito, que es el medular. Ante el reclamo de proteger la cultura propia la respuesta inmediata es la descalificación: «ustedes están mal, son bárbaros, es más yo conozco mejores maneras de interpretar su tradición religiosa que ustedes mismos», maneras que coinciden con mi visión del mundo, se entiende. Toda la tradición del pensamiento antiimperialista latinoamericano es una reacción ante esa visión autoritaria, y ante el igualamiento. Lo conocemos en carne propia. A muchos nos molesta. Es odioso que no nos entiendan, en parte porque no nos quieren entender, porque no se ve ninguna necesidad de hacerlo.
Con todo, el problema central no está ahí, sino en el momento en el que volteamos a ver al islam. Inevitablemente lo colocamos en las mismas categorías que Berenson: «reaccionario», «retrógrada».[3] Algo irremediable cuando volteamos a ver mundos donde las mujeres están totalmente anuladas, donde la religión ocupa un lugar tan central que un acto sagrado puede llevar a alguien al sacrificio, a hacerse reventar. Hay tres paradojas, hasta donde puedo distinguir, en esta mirada.
La primera son los límites de lo aceptable en un mundo multicultural o pluricultural. Si bien podemos entender desde qué lógicas históricas se cometen abusos como el enclaustramiento de las mujeres, en ningún caso se pueden justificar ni excusar. En este punto, inevitablemente, vemos y juzgamos a los demás desde valores irrenunciables por los que, desgraciadamente, hay que luchar. Desgraciadamente, digo, porque es necesario imponerlos, lo que implica aceptar, aunque sea en una sola de sus vertientes, la dimensión dominante de la cultura occidental, la que planteó los derechos humanos. El respeto a los derechos humanos conlleva no siempre respetar el derecho a todos los aspectos de una cultura propia. Esta paradoja es muy dolorosa, como la responsabilidad. Aún más cuando es enunciada desde un territorio donde la occidentalización ha arrasado casi con todo…
La segunda paradoja es la de la indefinición cultural. Un problema que ya se anunciaba arriba. ¿De qué cultura habla Haqqani? No lo sabemos. Habría que admitir que somos propensos a fundir los mundos del mundo islámico en una sola unidad, que muy probablemente en alguna ocasión la hemos llamado desde el error más garrafal, y más corriente, “mundo árabe”. Esta indefinición es la que permitió a los estadounidenses agarrarse de Al Qaeda para invadir Afganistán con el objeto final de invadir Iraq y derrocar a Saddam Hussein, y quizá aprovechar para presionar a Irán y a Pakistán.[4] Pero Haqqani habla específicamente del pashtunwali, el código ético-cultural indudablemente patriarcal de los pashtunes, el pueblo iranio y suní que dio origen al talibán, grupo mayoritario en Afganistán y segundo más importante de Pakistán, 60 millones de personas.
Si esta paradoja deja ya sin aliento, la tercera roza lo irresoluble. El islam (en abstracto) considera que estado y religión deben ser una unidad. Sí, deben. Para siquiera intentar comprenderlo hay que renunciar tanto a una tradición que los separó y que considera que el largo periodo histórico donde conformaron una unidad en nuestra área cultural es una noche oscura, como al prejuicio, sostenido mayormente por la clase ilustrada, de que la gente religiosa es por fuerza tonta. ¿Un estado religioso podría ser, por decir lo más obvio, democrático? Sí, sin duda. Para empezar Estados Unidos lo es. Trasladar esto al islam (en concreto) no niega lecturas que puedan sustentar regímenes políticos más abiertos. Los ha habido, los hay. La verdadera paradoja no es el estado teocrático, sino juzgar lo que no conocemos desde el imaginario colectivo occidental, el mismo que requirió anular la herencia árabe en nuestro pensamiento para que pareciera único, espontáneo, nuestro y sólo nuestro.[5]
Momento 3: Toma de la embajada estadounidense en Islamabad
Episodios 9 y 10, “Está pasando algo más” (“There’s Something Else Going On”) y “13 horas en Islamabad” (“13 Hours in Islamabad”)
El precio de la liberación de Berenson son cinco talibanes. De camino a la embajada estadounidense en Islamabad el convoy en el que Carrie y él viajan cae en una emboscada. El personal militar de la embajada manda refuerzos y este vacío en la protección sirve para que un comando del grupo fundamentalista tome, secuestre, la embajada intentando conseguir una lista con los informantes infiltrados en sus campamentos.
Si leemos más allá de la lógica del género de espías, donde la clave está en obtener información, y además dejamos pasar de nuevo la desmesura en el valor humano (un estadounidense equivale a cinco líderes talibanes), para concentrarnos en la toma de la embajada podemos acercarnos a otros dos problemas. El primero es la sensación de centralidad estadounidense que sólo los estadounidenses tienen: los talibanes están más interesados en la embajada que en recuperar Afganistán, a diferencia de los sucesos históricos de hace meses, imprevisibles en 2014 (aunque ya imaginables en la octava temporada de Homeland, en 2020). No quiero caer en la ingenuidad de asumir que la historia se podría haber contado de otra manera: obedece a un género y al punto de vista desde el que fue enunciada. Más bien quiero detenerme en las estructuras mentales detrás de la narrativa: el otro, pero sobre todo el otro musulmán, parece buscar únicamente dañar al, hasta hace poco, único poder hegemónico. Es como si a la obsesión con criminalizar y degradar a todos los musulmanes (que no tienen petróleo o no consideran que Estados Unidos sea su socio estratégico) fuera correspondida con una obsesión por hacerle daño a la superpotencia. Obviamente si hay tropas invadiendo tu tierra –y si estás en desacuerdo con la ocupación– tendrás una “obsesión” con esa fuerza. Sólo que eso no significa que centres tu vida en un enemigo. En cambio, Estados Unidos sí tiene enemigos-obsesiones que se van sustituyendo: los nazis, los rusos-soviéticos-comunistas, los árabes-musulmanes.[6] Algunas de estas categorías son claramente confusiones provincianas, las indico para recalcarlo.
Al mismo tiempo, en el fragmento del episodio 1 del que ya hablamos hay otra clave. Mathison recuerda que Haqqani es tan hábil porque lo entrenaron ellos. Si bien en un sentido la frase es un reflejo de las oleadas de capacitación con las que Estados Unidos queriendo conseguir aliados ha generado enemigos –una política tan fallida que hace preguntarse por las razones de la reincidencia–, por otro lado, involuntariamente, indica un dejo orientalismo como acto fallido: los musulmanes simplemente no pueden ser astutos: son intrínsecamente bárbaros, reaccionarios, retrógradas.
El residuo significante de estas imágenes es el islam como estigma: como barbarie, como retrogradación, como fanatismo religioso (“fundamentalismo”), como aplanamiento. Imaginario, tristemente adquirido, o absorbido, de medios de comunicación que han replicado, crítica, acrítica o políticamente, los discursos planteados y reproducidos por medios estadounidenses que han replicado, crítica, acrítica, políticamente, discursos de la Casa Blanca y del Pentágono; adquirido o absorbido por quieres orbitamos este texto, para empezar.
A su vez, y de manera más honda, es decir, con siglos de profundidad, el imaginario que nos emerge de inmediato, pre o irreflexivamente, tal como les pasa a medios, nacionales e internacionales, y a políticos del Imperio, retoma y modifica siglos de ideas hechas sobre el “Oriente”: sensualidad, aridez, pintoresquismo, hacinamiento, barbarie de nuevo… Este imaginario, nos recuerda, que los hispanoparlantes somos irrevocablemente, tristemente, occidentales, incluso si tenemos ancestros libaneses, sirios –ya sea arameos o árabes– o, probables, borrosos hace siglos, andalusíes. En todos los casos se trata de un constructo político, que supone una cultura avanzada y fuerte enfrentada a otra, primitiva y atrasada, constructo aderezado con un antiislamismo milenario, cruzado.
Salir de este enredo requiere primero reconocerlo como una estructura cultural poderosa –tanto que está impregnada incluso en quienes estamos en la periferia– y, posteriormente, cuestionarla una vez más, lo que tiene una potente tradición al menos desde que se publicó Orientalismo, de Edward Said en 1978. Una vez realizada esta autocrítica, hay que reconocer que no podemos salir de los confines de esta imagen por nuestros propios medios. Salir requiere escuchar.
Propongo, como primer ejercicio atender, algunos argumentos, por ejemplo, de Dalia Mogahed. (No encontré ningún texto escrito por una mujer afgana que desmitifique el lugar de las mujeres en el islam.) Mogahed sostiene que el islam no es intrínsecamente machista. En cambio, sus enseñanzas
promueven que las mujeres alcancen sus aspiraciones espirituales sin intercesores entre ellas y Dios, y definen su identidad en primer lugar como siervas de lo divino, cuyos derechos constituyen un pacto sagrado. En la Arabia del siglo VII, el islam, a medida que se expandía, consiguió que las mujeres, a las que se trataba como mercancía, se convirtieran en personas libres e independientes, con control sobre sus decisiones económicas y sus posesiones y con el derecho de casarse y divorciarse.
La misoginia talibán no es un rasgo necesariamente musulmán, sino un constructo muy específico, tremendo, triste, y espectacularizado por los medios de comunicación.
Cerca del final de Nombre Viet, apellido Nam (Surname Viet, Given Name Nam, 1989), Trịnh Thị Minh Hà suelta una reflexión implacable: Vietnam ganó la guerra, pero Estados Unidos ganó la guerra de las imágenes. Los aviones abarrotados que vimos recientemente hacen sospechar que esta vez quizá perdieron ambas guerras. Por ello no sería de extrañar que todo este ámbito icónico desaparezca muy pronto –eso sin contar la velocidad de las noticias, que hace este texto ya anacrónico. La desaparición de ese conglomerado de imágenes significa la desaparición de una agenda de dominación. Y la posibilidad de desestigmatizar al islam, de quitarle un cúmulo de estereotipos tan doloroso para los musulmanes como los que los latinoamericanos cargamos en el Norte.
Sólo que lo más probable será el silencio: la desaparación de este conjunto icónico y su sustitución por uno nuevo. No se puede tener en mente a todos todo el tiempo. Cuando mucho, se puede recordar de vez en vez que casi todos los pueblos son invisibles casi todo el tiempo.
Haissam Haqqani (Numan Acar) en la octava temporada de Homeland (2014).
(En la cuarta temporada no había ninguna imagen adecuada para el juego de miradas.)
Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica e imparte clases en la Escuela Superior de Cine, la Universidad Iberoamericana y el Centro de Capacitación Cinematográfica. Estudia el doctorado en Filosofía, Arte y Pensamiento Social en la Escuela Europea de Postgraduados. Coeditó con César Albarrán Torres el dossier “Latin American Cinema Today: An Unsolved Paradox” de Senses of Cinema 89 (diciembre 2018).
[1] 1. En “El enquiridión” (“The Enchiridion”, 2010), el quinto episodio de Hora de aventura (Adventure Time, Pendleton Ward, 2010–18), la prueba final de Finn es elegir si mata o no a una «hormiguita con cara de niña», que para colmo tiene el enorme problema de que no es ni buena ni mala sino neutral. Finn, además de enfrentarse a un dilema complicadísimo para el héroe infantil, se enfrenta a un dilema casi irresoluble para el militarismo estadounidense, que es uno de los rasgos culturales más pronunciados en la cultura desde la que se enuncia también esta serie. Finn se detiene, aunque pasa por una gran confusión. ¿La escena indica quizá un cambio de valores radical entre generaciones? ¿Ese cambio de valores significará el debilitamiento de los ideales militaristas?
[2] 2. El contrarrelato exacto contemporáneo está en el improbable momento en que Falcon hace todo lo posible por no cruzar la frontera de un país que no permite vuelos estadounidenses sobre su territorio en el primer episodio de Flacon y el Soldado del Invierno (The Falcon and the Winter Soldier, Marvel/Disney, 2021). Aquí lo difícil es determinar si es un reconocimiento del derecho internacional en el mundo fantástico de Disney, o si se trata de la fantasía de que el ejército de Estados Unidos es capaz de contenerse, por moralidad, ante entes con menos poder. En todo caso el planteamiento del problema resulta novedoso –hasta donde tengo información para comprobarlo.
[3] No puedo evitar pensar que las palabras se pueden aplicar a la inversa, a ciertos sectores de Estados Unidos. Un meme dice más que mil palabras:
[4] 3. Hay una historia de Black Mirror (Charlie Brooker, 2011-19) que aborda de manera brillante esta indefinición, o este igualamiento: “El arte de matar” (“Men Against Fire”, temporada 3, episodio 5, 2016), donde los soldados estadounidenses tienen implantado un chip que hace que vean como monstruos a los enemigos que tienen que matar. Esta deshumanización icónica del otro facilita el asesinato: no son personas sino «cucarachas» (la palabra es, literalmente, la que se usa en la historia). Como en la mayor parte de los relatos de la serie la premisa es muy clara y puede ser trasladada a cualquier enemigo de este militarismo: lo relevante es reducirlo a un rasgo estereotípico para barbarizarlo, estigmatizarlo. Por cierto, el meme de arriba funciona así en ambos páneles: en los dos las personas religiosas son retrógradas, reaccionarias. ¿Podría ser que islam como estigma sea la dimensión más visible y condenatoria de la religiosidad como estigma?
En otro orden de la discusión no deja de ser digno de atención que el imaginario coincida en el uso de insectos (hormigas, cucarachas) para ocuparse del otro ¿al que hay (o habría) que aplastar?
[5] Marginalmente, quiero manifestar mi admiración ante, Alexander Cary (Londres, 1963), el guionista que escribió esta proeza argumental.
[6] 4. Hasta el día de hoy sigo sorprendido de Contra el enemigo (The Siege, Edward Zwick, 1998). Desde que la vi, cuando se estrenó, pensé que anunciaba el nuevo enemigo de Estados Unidos: los árabes –que a la larga resultaron los musulmanes. Me sigue pareciendo escalofriante que se trate de una película de atentados terroristas en Nueva York. Indudablemente su potentísimo aparato de imágenes en movimiento, si no ayuda a crear percepciones, al menos es fundamental para reflejar grandes miedos, y, en consecuencia, enemigos.
5. ¿Sigue China? ¿Por eso urgía salirse de Afganistán, hacer declaraciones amenazantes, venderle submarinos nucleares a Australia? Hasta ahora, sin embargo, ha habido una innovación en los universos mediáticos, es decir, en la construcción de mitos. En lugar de hacer de los chinos los enemigos de los superhéroes (como en los cómics de las décadas de 1930 y 1940) o de los soldados fílmicos (como con los soviéticos, los vietnamitas y los musulmanes) se han intentado acercamientos amistosos: representación de gente con los rasgos que consideramos típicos del “Extremo Oriente” en muchos espacios mediáticos, e historias inspiradas en la cultura han y su área de influencia como Kung Fu Panda (Jonathan Aibel, Glenn Berger y Melissa Cobb, 2008-15) o Raya y el último dragón (Raya and the Last Dragon, Disney, 2021) –esta última, por cierto, hace un nuevo aplanamiento de un área geográfica-más-que-cultural, el “Sureste Asiático”, similar al del mundo islámico abordado en el ensayo central de este texto. ¿Lo que está en juego es el tamaño del mercado chino? ¿Las ganancias proyectadas o reales podrían hacer que el aparato mediático estadounidense llegue a separar por primera vez sus productos culturales de la política exterior de su gobierno?