El último duelo: Un ensayo sobre la ver

El último duelo: Un ensayo sobre la verdad

Por | 17 de febrero de 2022

Cuando a una película de época se le cuestiona su anacronismo dan ganas de salir en su defensa. Sobre todo si se trata de una realización que no se presenta como investigación histórica ni como documental. Pensar que una obra puede recuperar plenamente sus referencias históricas y cerrar por completo las compuertas de las preocupaciones que le son contemporáneas supone creer que las revisiones históricas responden a una voluntad objetiva sin vasos comunicantes con su contexto de producción. En realidad, toda indagación del pasado está implicada de alguna manera en los debates del presente que le confieren pertinencia. Por lo demás, pensar que una producción cinematográfica integrada en la industria del espectáculo debería adecuar su narrativa a un espíritu de objetividad histórica no supera ni siquiera el umbral de los caprichos. Vilipendiada por buena parte de la crítica, en ocasiones relegada a las listas de las peores películas del año, sin duda El último duelo conserva, meses después de su estreno, restos de sentido por recuperar del fondo del tintero.

Recordemos brevemente lo que ya se dijo: se cuenta una misma historia desde tres perspectivas distintas. El recurso no es infrecuente, pero aquí se usa de una manera particular. En lugar de enfatizar el hecho de que las experiencias subjetivas constituyen singularidades irreductibles, los matices en que las versiones coinciden y divergen dibujan una trama en la que nunca se pone en tela de juicio la facticidad de los hechos ocurridos. Y cuando digo “hechos” convoco a propósito el lenguaje judicial porque se trata de una película en la que se cuenta un crimen, por caso una violación, desde la perspectiva del marido de la víctima, del victimario y finalmente de quien sufre la agresión sexual, y porque el sistema jurídico tardomedieval, o lo que el cine contemporáneo de Hollywood puede decir a través de ese rodeo histórico, es un factor determinante en el desarrollo del relato. Si las declinaciones subjetivas suelen usarse para deconstruir la idea de acontecimiento, en este caso cada declinación confirma que el acontecimiento tuvo lugar.

Así, por ejemplo, la elipsis que nos ahorra la escena del crimen en la versión que se cuenta desde la perspectiva del marido de la víctima no le resta legitimidad al testimonio con que ella denuncia a quien la atacó. Jean de Carrouges (Matt Damon) le cree a su esposa casi de inmediato y nosotros confiamos en esa palabra desde el momento en que presentimos que ella tiene algo para decir. Así también, los inocuos atenuantes que se ponen en juego en la perspectiva del victimario no alcanzan para exculparlo ni siquiera ante su propia conciencia. Tal vez por eso Jacques Le Gris (Adam Driver) siente la necesidad de confesarse ante una autoridad espiritual que le permita acceder por lo menos a una ilusión de perdón. Por su parte, el hecho de que la víctima no tenga experiencias sexuales que no constituyan una forma de agresión, no quita que a casi todas acceda porque no encuentra alternativa y que la violación sea desde el primer momento lo que es: un crimen. Es por eso que entonces Marguerite (Jodie Comer) puede hablar y exigir una reparación, a diferencia de todo lo que debe tolerar y callar respecto de los avatares sexuales padecidos en el contexto de su matrimonio.

El acontecimiento es una falla sobre la que se tejen especulaciones y tensiones. La propia trama se despliega en torno de esa ruptura que funciona como singularidad radical, como acontecimiento que determina el sentido no sólo de lo que ocurre a partir de allí, sino también de las cosas que pasaron con antelación. En las tres versiones queda claro que esa falla es una interrupción del orden legal. Los espectadores ocupamos, junto con el narrador fílmico, el punto de vista de un observador omnisciente desde el cual se podría dar vuelta la máxima nietzscheana y decir: sólo hay hechos, las torsiones interpretativas no alcanzan para borrar lo que en efecto pasó. Pero claro, los personajes del film, junto con lo que pueden conocer y lo que no, son lanzados, en cambio, a un mundo nietzscheano donde los hechos son finalmente fraguados al calor de las interpretaciones y del poder de los hombres para imponerlas.

El último duelo (The Last Duel, Matt Damon, Ben Affleck, Nicole Holofcener y Ridley Scott, 2021) puede pensarse como un ensayo sobre la verdad. Pero, así como la película nunca pone en tela de juicio lo que pasó, tampoco dice que la verdad sea algo que pueda revelarse simplemente y generar las condiciones de una reconciliación. Las heridas no pueden repararse del todo. Los cuerpos se lastiman, se rompen, quedan marcados, como el cuerpo de Marguerite. También De Carrouges tiene la cara marcada por una cicatriz deforme: quizás lleva en su rostro no sólo las huellas de las batallas por las que pasó, sino también el signo de una verdad tan espantosa como la guerra. En el cuarto del castillo en el que es atacada, Marguerite –que resiste, que dice «No» una y otra vez– lucha contra Le Gris, tanto como Le Gris lucha contra Marguerite, contiene su resistencia y pretende después su silencio. El juicio por duelo no sólo es ese dispositivo jurídico a través del cual debe surgir la verdad, sino que, y esto es acaso lo fundamental, es la continuidad ritualizada de la propia violencia que encierra la verdad de los hechos. Para los personajes, la verdad es el desenlace de una representación, que a su vez es un enfrentamiento a muerte entre las versiones que se oponen, sin importar cuál sea el resultado. Para nosotros, tiene la forma de una lucha entre dos cuerpos, los de la víctima y el victimario, cuyos ecos resonarán más tarde en el estallido de cada estocada.

Encerrados en sus armaduras, los personajes enfrentan lo contingente con un ojo tapado por los cascos con los que se cubren del embate del oponente que los podría matar en cualquier momento. Los espectadores, en cambio, sabemos más de lo que ningún personaje que no haya estado en la escena del crimen podría saber. Cargamos con demasiada información. La narración nos ha colocado en un lugar muy próximo al que ocupa el Dios al que los personajes del film se encomiendan para que imparta justicia sobre los hombres. Como si fuera poco, de las tres “verdades” que se suceden de forma consecutiva, sobre la tercera y última, la de Marguerite, no sólo se nos dice que consiste en una verdad subjetiva, se nos advierte además que esa versión es la verdad. Coincidimos con los críticos que lo han señalado: este es el punto más flojo del guion. La película interroga el valor cognoscitivo, las limitaciones jurídicas y los riesgos implicados en el testimonio de una víctima. Subrayar que todo lo que la víctima dice es cierto convierte esas interrogaciones en simples preguntas retóricas.

El cine mainstream está lleno de redundancias innecesarias, algunas de las cuales decidimos tolerar para sostener el interés y completar el visionado. Es posible que el contexto del #MeToo haya empujado a los guionistas (Matt Damon, Ben Affleck y Nicol Holofcener) a reducir al mínimo las ambivalencias del relato. La hipótesis resulta verosímil si se tienen en cuenta las acusaciones públicas de encubrimiento que pesaron sobre Damon (Cambridge, Massachusetts, 1970) y Affleck (Berkeley, 1972) más de una década después del destape del caso Weinstein en los medios.[1] Con todo, preferiría poner el film, en tanto que reflexión cinematográfica sobre la verdad, incluso con las redundancias que la debilitan, en polémica con el contexto de un ethos relativista que hace decir a unos cuantos que todas las “verdades” son igualmente legítimas.

El tiempo se acelera, la sangre y el barro se mezclan en el aire, la cámara zigzaguea vertiginosamente, como si el camarógrafo se hubiera extraviado y buscase una salida que no va a encontrar. Ridley Scott (South Shields, 1937) ha configurado buena parte de los elementos que dan forma a las batallas del cine épico actual, pero El último duelo no es una película que se acomode al género sin más. La versión de Marguerite socava las bases sobre las que se sostiene, en las versiones de Le Gris y de Carrouges, la dimensión ejemplar de los escuderos. Cuando el vencedor salga del duelo, recibirá la calurosa ovación del público medieval. Pero, frente a nosotros, será muy poco lo que en verdad quede del héroe. Paradójicamente, en una película donde la guerra funciona como metáfora de las disputas en torno de la verdad, las batallas se han convertido en el desenlace estúpido de una valentía sin fundamento. La imperfección convierte a los escuderos en personajes bastante más interesantes que el inobjetable Máximo de Gladiador (Gladiator, Ridley Scott, 2000). Pero no es que El último duelo se abstenga por completo de construir  personajes idealizados. Víctima cuasi divinizada, Marguerite aparece como una heroína en quien resulta difícil encontrar alguna fisura.

La concesión es una de las estrategias argumentativas más productivas, y no hay guion que no contenga argumentos. En El último duelo, el personaje que mejor expresa las ideas con las que discute el film es la suegra de Marguerite (Harriet Walter). Cuando De Carrouges le explica a su madre que hizo lo correcto al reclamar su derecho a las tierras que el conde d’Alençon (Ben Affleck) se apropió y le otorgó a Le Gris, la madre le dice que «Lo correcto no existe», que «Sólo existe el poder de los hombres». Y cuando Marguerite le dice que contó la agresión que había sufrido porque lo que dice es una verdad que no puede callar, su suegra le responde que «La verdad no importa» y que las mujeres deberían resignarse a la fuerza y al capricho de los hombres. Frente a las opciones acomodaticias, frente a los gestos de resignación dedicados a conservar la vida, los creadores reivindican el lugar de las víctimas que asumen el riesgo de hablar, y que, precisamente por eso, desafían “el poder de los hombres”.

La película empieza con los preparativos de un duelo que se interrumpe cuando la narración nos sumerge en los tres flashbacks que conducen a él. En esos tres relatos, Marguerite ocupa el lugar más vulnerable, pero de ello no se desprende que pese sobre ella una condena a la resignación. Contra el relativismo, El último duelo nos dice que, incluso cuando se las induce al silencio, las víctimas tienen siempre algo que decir. Es por eso que los victimarios y los cómplices, por más que nieguen sus culpas, nunca van a tener el cielo asegurado.


Mariano Carreras es docente de literatura, graduado en Letras por la Universidad de Buenos Aires.


[1] En su artículo “Los hombres que encubrieron a Harvey Weinstein”, Paloma Beamonte señala que Sharon Waxman acusó públicamente de encubrir las agresiones sexuales del ex productor de Miramax a Matt Damon, Ben Afleck y Rusell Crowe. Sin embargo, cabe hacer dos aclaraciones. En el artículo de Waxman citado por Beamonte, no encontramos referencias a Ben Afleck, quien en cambio fue señalado como encubridor por la actriz Rose McGowan a través de Twitter. Además, Beamonte comenta que tras un descargo de Damon realizado por esa misma red social, Waxman dio crédito a la versión del actor: «Apoyo el comunicado de Matt Damon. Él me llamó brevemente, no estaba informado –y no tenía por qué estarlo– sobre los aspectos de la pieza de información».