El Capitán América en plena crisis del

El Capitán América en plena crisis del Estado nación

Por | 8 de julio de 2021

¿A alguien más le dieron ganas de vomitar con la insistencia en que se usa “tío Sam” para referirse a Samuel Wilson en Falcon y el Soldado del Invierno? Igual y exagero porque los que le dicen así son sus sobrinos, pero desde la esquina del mundo desde la que escribo es más o menos imposible anular la carga de horror que viene con ese nombre.

Me parece obvio que desde Estados Unidos no pase lo mismo, y que si la referencia sigue estando vigente allá podría ser más o menos emotiva para los afrodescendientes locales, que por fin pueden reclamar su rebanada del pastel de lo que para ellos es el patriotismo y para nosotros el imperialismo. Es más, corrió por las redes que, en una entrevista, Anthony Mackie afirmó que «el mundo está listo para un Capitán América negro». En la misma entrevista se siguió diciendo que se sentía muy entusiasmado sobre la reacción que generaría convertirse en ese personaje porque él piensa que la

representación es muy importante. Y no sólo para los niños negros, sino también para los asiáticos, los blancos. Va a provocar conversaciones en todas las casas: cada papá va a tener que hablarlo con su hijo; cada mamá con su hija.

Así les pasó a mis hijos. Ven a la Mujer Maravilla y les encanta. No se fijan en que es una superheroína, sino en que es un superhéroe. De eso es de lo que hemos platicado. Las mujeres pueden ser tan increíbles como los hombres [Girls can kick ass just as good as dudes]. Y eso se tiene que valorar como lo que es: si un cuate verde puede ser increíble [can kick ass], un negro y una mujer también.

Hay algo escalofriante en la frase que Mackie utiliza para indicar la excepcionalidad de una persona: que se trata de alguien que patea traseros –por poner una de las traducciones más neutras posibles al español. Desde mi desconfianza latinoamericana al Imperio me suena a proyecto militarista. Como si no importara qué estadounidense ejerza la violencia, mientras pueda refrendar la postura de poder de su país. Sin duda Estados Unidos está listo para un Capitán América negro, y quizá también una Capitana América con cualquier apariencia; pero habría que ver si el mundo lo está.

Entonces, ¿los demás estarían o estaríamos listos?

Tengo la impresión de que en Latinoamérica no hay superhéroe menos popular que éste. O mejor: no hay superhéroe más odioso que éste. Y que el hecho de cambiarle la apariencia, aunque nos podría desorientar temporalmente, no significaría gran cosa a la larga. A fin de cuentas, todo mundo sabe que el Capitán “América” no es más que un Capitán Estados Unidos.

Quizá en Europa, donde tampoco creo que tenga demasiados seguidores, podría ser mejor visto, sobre todo en los países con carreras imperiales-militaristas fuertes. ¿Allá podría haber un corto circuito que llevara a pensar que un cambio de piel equivaldría a un cambio de fondo? Habría que recordar que Barack Obama recibió el Premio Nobel de la Paz más o menos porque sí casi en cuanto asumió el poder.[1] Después se convirtió en uno de los presidentes más violentos de Estados Unidos. Los problemas de ese premio eran obvios, se discutieron críticamente en su momento y a la larga ese reconocimiento es mayormente considerado un error. La analogía no sirve sino para intentar pensar la dimensión política del superhéroe en Europa, donde en realidad no creo que le importe demasiado a nadie fuera del periodo de márketing y estreno.

No sé cómo acercarme al resto del mundo. No tengo información contextual ni cultural suficiente. Supongo que el personaje debe ser particularmente insoportable en el mundo musulmán, que no debe ni de contar en la India ni en el Extremo Oriente, y que en el África subsahariana la nueva versión podría generar algo de simpatía. Pero son conjeturas.

A fin de cuentas, el mundo está perfectamente listo con su desagrado o indiferencia hacia el héroe de cómic. El mundo real, no el “mundo” al que se refiere Mackie, que más bien suena al del beisbol: la Serie “Mundial” es un fenómeno provinciano, exclusivamente gringo. En otras palabras, hay un solo país en el que importa el Capitán América.

Rebecca Long intentó pensar el problema desde la lógica crítica de ese país. Voy a detenerme en algunos de sus argumentos, para irlos comentando.

El primero es que el Capitán es demasiado valioso para Disney. Seguramente sí, en Estados Unidos. El resto del mundo podría vivir perfectamente sin él. Y las películas del universo cinematográfico de Marvel también juntarían millones sin él. La idea de un Capitán América de la Segunda Guerra Mundial era brillante porque dejaba en claro tanto su origen como su inadecuación. Ahora todo el personaje es una contradicción, quizás provechosa.

Un segundo punto, relacionado con el anterior, surge de comparar a los dos personajes que juegan el papel del Capitán en Falcon y el Soldado del Invierno (The Falcon and the Winter Soldier, Marvel/Disney, 2021): John Walker, héroe de guerra, recibe el título, y a diferencia de Sam, elegido por Steve Rogers como su sucesor, siente que es una gran oportunidad. Walker, el villano estadounidense de la serie, tiene como función, según Long, «ejemplificar los peligros de permitir que el emblema que es el Capitán América caiga en las manos equivocadas». Y nos recuerda cómo en el cuarto episodio, “El mundo nos observa” (“The World Is Watching”), Walker mata con lujo de violencia a un Flag Smasher en una plaza letona y la gente lo graba con sus teléfonos.

Este punto está íntimamente relacionado con toda una reflexión sobre los problemas que conlleva el hecho de que un negro lleve el uniforme del superhéroe –la contradicción que habíamos dejado suspendida hace un par de párrafos. ¿Cómo es que alguien puede representar a un país que no lo representa?, se pregunta Long cruzando la información del press kit de la serie con las discusiones entre Sam e Isaiah Bradley, un supersoldado afrodescendiente de la Guerra de Corea semiesclavizado por el ejército de su país. La respuesta no está en la serie, donde más bien la gente de Estados Unidos, en el sexto y último episodio, “Un mundo, un pueblo” (“One World, One People”), es toda vítores. Para abordar el problema Long cita a Melanie McFarland, partiendo de que crear un sustento para la existencia de un superhéroe negro

exige desenterrar el suelo pedregoso de una nación y analizar lo que lo puede ser útil y fértil. Y es igual de relevante ponderar cómo está contaminado. Para alcanzar ese objetivo hay que ahondar en qué representan tanto el Capitán América como todos los protagonistas con superpoderes, y en cómo los símbolos aspiracionales pueden convertirse en ídolos peligrosos.

Pero Long no resuelve la pregunta, aunque tampoco se hace ilusiones. Sabe que los Flag Smashers refuerzan la idea de que se necesita un superhéroe nacionalista, que represente el papel policiaco que los estadounidenses sienten que tienen y deben de tener en el mundo. Y aunque a ella le parece, con razón, que es un logro que Sam sea el nuevo Capitán, no puede olvidar que para casi todos los demás, entre los que estamos nosotros, Estados Unidos no tiene nada que ver con la justicia.

El título del último episodio en realidad dice más de lo que Long quizá puede ver: “Un mundo, un pueblo”. Un pueblo, la humanidad, evidentemente regido por Estados Unidos, no importa, como decíamos, por qué persona de ese país mientras ellos tengan el poder. Ésa es la agenda que representan los superhéroes, que, a fin de cuentas, siempre son gringos.

Volviendo a la pregunta inicial, más bien el Capitán América –a su vez como producto mediático de una corporación que sólo puede recuperar sus costos a nivel global y como fantasía– es el que necesita al mundo. Y lo necesita para pretender que el Estado al que representa, un Estado que es básicamente un ejército, no ha pasado por la crisis que todos los demás han pasado. O sea, para mantener viva la ilusión de que ese Estado sigue teniendo más poder que cinco empresarios de Silicon Valley, o todas las transnacionales, por no ir más lejos.

Siguiendo con este argumento resulta muy interesante que Disney, una de esas transnacionales, la empresa que establece la agenda mediática pop en Europa y América, tenga tanto interés en un héroe local. ¿Se trata de “mantener su base”, es decir, de política interior? Es probable. ¿Por eso el nuevo Capitán pertenece a la “minoría” más organizada y con más poder político y simbólico? Esto es fascinante. E irresoluble. Aquí está la médula del problema que no se puede zanjar en toda la serie y que nunca se va a poder solucionar con ese superhéroe: ¿cómo es que una minoría puede representar a una nación, y aún más a una nación que se rige por categorías cerradas y excluyentes (“blanco”, “negro”, “asiático”, “hispano”, “nativo”), que son prácticamente barreras infranqueables, protegidas tanto por quienes las enunciaron como por quienes las refuerzan para acrecentar su poder frente a, para rebelarse ante, los primeros? Los nacionalismos se disuelven cuando lo que pesa son los grupos antes que el discurso generalizador. ¿Ante este nudo ciego interno es que la política doméstica se volvió internacional, es decir, se buscó un enemigo externo para no tener que enfrentar el problema local?

Hay que tomar en cuenta que dentro de la lógica de la serie, el enemigo más importante es un grupo de personas, los Flag Smashers, que reniega de la idea de nación. ¿Y qué puede haber más amenazante para el Capitán Estados Unidos que gente que cuestione no sólo su intervencionismo sino la misma idea de nación, el sustento mismo del relato que lo creó? Si recurrimos al inconsciente colectivo esa ha de ser la verdadera razón para que el ataque final de los Smashers suceda nada más y nada menos que en Nueva York, la ciudad donde todo pasa (en las imágenes en movimiento hollywoodenses). Un nacionalismo que no se ha debilitado como mito aunque sí ante las identidades, las transnacionales y millones de personas vinculadas por redes, requiere un enemigo que lo haga parecer amenazado. Michael Moore parece tener razón al contar la historia de su país como la de un pueblo armado y temeroso buscando amenazas.[2] Y la amenaza más grande en este momento parece que es justamente que la crisis de los estados nación se acreciente ante organismos internacionales y pequeños grupos organizados. ¿Por eso el Capitán termina por negociar sin éxito frente a ambos, intentando recalcar una autoridad moral que sólo tiene ante su propio pueblo –la gente que valida su título en el último episodio–, porque su fuerza es insuficiente?

En los últimos cinco o seis años Slavoj Žižek ha dicho una y otra vez que lo mejor que le podía pasar al mundo era que Donald Trump, primero ganara y luego se mantuviera en el poder, porque así podemos ver a los estadounidenses tal como son. Y antes de esta serie me parecía que tenía razón. Ahora pienso que el güerejo de ojos azules es muy transparente, demasiado fácil; que ahora lo que necesitamos es que el Capitán América sea negro porque el universo simbólico de las imágenes en movimiento del conglomerado Hollywood/streaming se ha transformado como reflejo de un nuevo balance político. El riesgo no era el fascismo estrambótico-fársico de Trump como lo probó la solidez del acuerdo democrático estadounidense, sino la fuerza militar como sustento de la idea de patria.

Sin embargo, hay algo más allá de la obviedad necesaria de analizar, de nuevo, el poder intervencionista de Estados Unidos y sus móviles: que el Capitán frente a los Flag Smashers refleja que la idea de nación en sí, la idea de cada nación, está en crisis entre el amor al terruño, la identidad como acto político, las fuerzas económicas desarraigadas y los vínculos globales entre la gente común y corriente. El Capitán luce particularmente ridículo porque el todo orden mundial construido sobre grandes comunidades imaginadas total o parcialmente homogéneas está dando de sí. En cierto modo es nuestro semejante: el representante de lo más conflictivo de todas nuestras banderas.


Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica e imparte clases en la Escuela Superior de Cine, la Universidad Iberoamericana y el Centro de Capacitación Cinematográfica. Estudia el doctorado en Filosofía, Arte y Pensamiento Social en la Escuela Europea de Postgraduados. Coeditó con César Albarrán Torres el dossier “Latin American Cinema Today: An Unsolved Paradox” de Senses of Cinema 89 (diciembre 2018).


[1] Hay una opción más triste, casi inconfesable, para que Obama haya recibido ese premio antes de haber hecho nada para ganárselo: que lo haya recibido por ser el primer presidente “negro”* de Estados Unidos, lo que sería denigrante tanto para él como para quienes lo otorgaron, en particular porque el premio Nobel de la Paz, sobre todo en las últimas décadas ha sido verdaderamente diverso y mayormente digno. (Otra excepción puede ser Abiy Ahmed Ali, el actual primer ministro de Etiopía, que en el momento de escribir estas líneas está teniendo un papel, por decir lo menos, “equívoco” en la Guerra Civil y el hambruna en la región de Tigray.)

* Pongo “negro” entre comillas porque desde Latinoamérica Obama no es negro sino un mestizo más, un mulato, alguien como nosotros.

[2] Ver “Una breve historia de Estados Unidos” (“A Brief History of the United States of America”) en Masacre en Columbine (Bowling for Columbine, 2002).