Abel Muñoz Hénonin dirige Icónica y la Gaceta Luna Córnea. Imparte clases en la Universidad Iberoamericana. Coordinó junto con Claudia Curiel los libros Reflexiones sobre cine mexicano contemporáneo: Ficción (2012) y Documental (2014).
Una mirada al centro de todo
Por Abel Muñoz Hénonin | 27 de enero de 2016
¿Alguien habrá notado, en noviembre pasado, cuando se estrenó el video de “Blackstar”, que David Bowie, estaba cetrino y chupado por la quimioterapia? Aunque en retrospectiva es muy evidente, es poco probable porque uno no ve personas en la pantalla sino imágenes. Hay algo irreal en toparse con una celebridad en la calle, es como si su volumen y estatura estorbaran, como si su cuerpo fuera un dato erróneo. Establecemos relaciones –y en el caso de los músicos muy íntimas– con personajes fantasmáticos, construidos tanto por su propio trabajo como por publicistas y managers, y diluidos en fotos o videos. Esas figuras son las que vemos, queremos o sabemos ver cada que reaparecen. Y por eso es poco probable que incluso si alguien notó que Bowie estaba todavía más flaco de lo normal haya pensado en que David Robert Jones (Londres, 1947-Nueva York, 2016), el hombre detrás del personaje, podría encontrarse en estado terminal. Quizá alguien lo notó viejo y ajado, pero en general, lo que se esperaba “ver”, y lo que debió guiar a muchos, era su nueva entrega.
Luego llegó la realidad. Ahora sólo puede abordarse el trabajo más reciente de Bowie desde su muerte.
Bowie se despidió con un disco contundente, Blackstar (2016), transido de free jazz y de melancolía, donde sobresalen la batería de Mark Guiliana y los vientos de Donny McCaslin. No es un álbum sobre la muerte, pero el tema, o mejor dicho, la experiencia de la agonía o de la consciencia de estar muriendo está muy presente. Y es indudable en los dos sencillos, “Blackstar” y “Lazarus”, y en el par de videos con que se promovieron y donde quedaron grabados los últimos gestos públicos de Bowie, repartidos en cuatro personajes: alguien que no tiene ojos sino botones –y que ocupa un lugar destacado en el librito del disco–, una especie de predicador de la Estrella Negra, un hombre de traje marrón en un ático y el personaje ropajes negros cruzados por líneas blancas diagonales que pinta el árbol de la vida cabalístico en imágenes de Station to Station (1976), pero aquí convertido en una especie de showman decrépito y andrógino. Quizás hay un quinto Bowie: la calavera negra con joyas incrustadas que aparece por primera vez dentro del casco de un astronauta –me pregunto, como tantos otros, si se trata del mayor Tom. En cualquier caso, el cráneo negro y el hombre con ojos de botón hilan poéticamente los dos videos dirigidos por el sueco Johan Renck (Upsala, 1966) plasmando con toda claridad que se trata de un díptico donde cada pánel da indicios del sentido del conjunto.
La razón por la que hablo de un vínculo poético es porque ambos videos –como la mayoría de estos trabajos– crean sensaciones antes que otra cosa. Son macabros, como muchos otros videos de Bowie, pero sobre todo son lúgubres. La villa de Ormen, situada bajo un sol oscuro (una estrella negra), donde brilla una vela solitaria y adonde una mujer con cola lleva el cráneo del astronauta, es pura desolación, apenas unos edificios derruidos entre calles de polvo. Su complemento, un cuarto de hospital, gris y desencantado –un cuarto de hospital, vaya–, no requeriría mayor explicación si no fuera porque en una especie de desdoblamiento es el mismo espacio donde hay un escritorio con una calavera negra y un ropero y por el uso de un cuadro de 1:1, que de momento, gracias a los movimientos verticales de la cámara pareciera aún más angosto, como un ataúd.
Debajo de la cama hay una mujer que extiende la mano para alcanzar al cuerpo que se retuerce (¿) de angustia (?) agarrado de las sábanas y que salió del mismo ropero al que entra el showman acabado que contrasta con el convaleciente que será libre de este modo o de ninguno, pero libre al fin. Pero, ¿por qué Lázaro convalece? ¿No debía regresar de entre los muertos? ¿O ya lo hizo con su última entrega en su sentido más fatídico, casi coincidente con su muerte? ¿Y de qué va a ser libre?, ¿de Bowie (el showman), de Jones (el enfermo), de su necesidad de crear (el cráneo en el escritorio)?, ¿de todo? Nada más sabemos que el showman se entierra en el armario bailando convulsionadamente, justo como la mujer que está debajo de su cama y los descamisados en el ático y las mujeres en la plaza de la villa de Ormen, estas últimas ante la clavera negra convertida en una especie de objeto de adoración. Pero, ¿por qué el día de la ejecución sólo las mujeres se hincan y se ríen? Todo lo que se canta y lo que se ve está ahí para no ser entendido claramente.
Al centro de todo hay unos ojos como botones, demasiado pequeños para ver con claridad. ¿Nos ven? ¿Ven o entreven al misterio, al gran Yo Soy? ¿O será que los ojos que están al centro de todo son los nuestros, testigos de que las imágenes son inmortales, testigos de que las imágenes son mortales?
Entradas relacionadas
Vidas pasadas y la relación íntima con el lenguaje
Furiosa: La despolitización de la distopía en la industria cinematográfica
Por Bianca Ashanti
1 de agosto de 2024La relación problemática entre violencia de género y humor en el cine
Por Israel Ruiz ArreolaWachito
14 de mayo de 2024Chicuarotes, Ya no estoy aquí y el problema de la representación
Por Oscar Delgado
2 de abril de 2024Notas sobre Aki Kaurismäki
Por Mariano Carreras
5 de febrero de 2024Cínicos: La huelga interminable
Por Mariano Carreras
23 de octubre de 2023