Vamos a jugar al infierno

Vamos a jugar al infierno

Por | 1 de julio de 2014

En el transcurso de una carrera de casi 30 años, el cineasta japonés Sion Sono ha logrado hacer una exploración de la violencia con un sentido muy peculiar, completamente desbordado e irreverente, con el que ha ganado no pocos fanáticos. En Vamos a jugar al infierno (Jigoku de naze warui, 2013) comulgan dos de sus más grandes pasiones: la violencia y el cine. Se trata de dos historias que se unen de manera azarosa para culminar en un esperado festín de sangre.

Sono (Toyokawa, 1961) recurre a un tono completamente exagerado y paródico para contar, por un lado, la historia de un grupo de adolescentes dispuestos a filmar una buena película a costa de lo que sea y, por el otro, el enfrentamiento final de dos bandas de yakuzas: el clan de Muto (Jun Kunimura) y el de Ikegami (Shin’ichi Tsutsumi).

El director basa fuertemente su historia en una especie de nostalgia cinéfila tanto dentro como fuera de la pantalla: Hirata (Hiroki Hasegawa), el empedernido aspirante a director de cine y sus fieles acompañantes, los Fuck Bombers, sienten un fuerte compromiso para con los filmes de peleas, e inspirados en las cintas de Bruce Lee, buscan llevar a cabo una meta anhelada, filmar una película en 35 milímetros.

Sion Sono recurre a su vez a un lenguaje visiblemente inspirado en el cine de los setenta, con rápidos acercamientos de la lente, cortinillas y una banda sonora reciclada que acrecienta el efecto de añoranza por un cine que ya no existe. La nostalgia invade así también a uno de los clanes de yakuzas, que ha decidido volver a usar kimonos, a la tradicional usanza japonesa, y en un acuerdo final entre cineastas y guerreros, la espada será el arma elegida.

El truco final de Sion Sono en Vamos a jugar al infierno consiste en hacer evidente la autorreferencialidad del cine que habla del cine y que rompe la cuarta pared para dejar claras sus intenciones. No se trata de un recurso que pretenda echa a perder la fiesta, por así decirlo, sino que intenta acentuar la premisa original: estamos ante una cinta que pretende hacer un homenaje al cine, y no uno solemne, sino uno desbordado, desquiciado, justo lo que uno esperaría de un filme de Sono.

 

Este texto se publicó originalmente en la primera etapa de Icónica (número 9, verano 2014, p. 46) y se reproduce con autorización de la Cineteca Nacional.


Rebeca Jimérnez Calero es crítica de cine y profesora de Comunicación en la UNAM.