Cine chileno contemporáneo: Cartografí

Cine chileno contemporáneo: Cartografía provisoria para un campo en expansión

Por | 17 de diciembre de 2018

Sección: Ensayo

Temas:

Una mujer fantástica (Sebastián Lelio, 2017)

Versión en inglés / English version: Senses of Cinema

En el año 2010 Ascanio Cavallo y Maza propusieron en el libro editado bajo ese mismo título, la nomenclatura de “Novísimo cine chileno”[1] para caracterizar a un grupo de cineastas que, con un par de obras realizadas, había atraído la atención local e internacional. A pesar de constatar la diversidad de las propuestas de estos directores y de reconocer la hipérbole implícita en la denominación, los editores señalaban en su breve prólogo que estos directores estaban conectados con el Nuevo Cine Chileno de los sesenta y que, hijos de su historia, se educaron en la obra de cineastas históricos como Sergio Bravo, Pedro Chaskel, Patricio Guzmán y Raúl Ruiz. Esto, sin desmedro de la defensa de lo que los editores llaman su “autonomía creativa”, porque según ellos estos nuevos directores no imitaban la obra de los cineastas de los sesenta, sino que la conocían del mismo modo en que manejaban a sus referentes contemporáneos, directores como Jean-Pierre y Luc Dardenne, Béla Tarr, Jim Jarmusch, Aki Kaurismäki y Apichatpong Weerasethakul.

Otra de las formas de caracterizar a estos cineastas es su vinculación con festivales de cine (especialmente el Festival Internacional de Cine de Valdivia) y su formación universitaria, ya que los directores de “Novísimo” se habían formado en instituciones reabiertas durante la década de los noventa, ya que durante la dictadura las escuelas de cine del país cerraron en su totalidad. Un rol importante lo habían tenido la Escuela de Cine de Chile, dirigida por Carlos Flores y Carlos Álvarez, y otras como las universidades de Arte y Ciencias Sociales (ARCIS), de Artes, Ciencias y Comunicación (UNIACC) y de Valparaíso. El libro reunía un total de 21 directores, entre los que se contaban Matías Bize, Fernando Lavanderos, Sebastián Lelio, Alicia Scherson, Alberto Fuguet, Pablo Larraín, Ernesto Díaz Espinoza, Sebastián Silva, José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola, Rodrigo Marín, José Luis Torres Leiva, Elisa Eliash, Alejandro Fernández Almendras, Christopher Murray y Pablo Carrera, Cristián Jiménez, Che Sandoval, Martín Seeger, Nayra Ilic, Niles Atallah,Théo Court y Camilo Becerra. El libro no pretende trazar una poética común entre estos directores, tampoco identificar temas afines, más bien apela a una condición casi generacional entre directores que –salvo la excepción de Alberto Fuguet– comparten un rango etáreo similar.

El año 2013 Carolina Urrutia publicó Un cine centrífugo: Ficciones chilenas 2005-2010, un ensayo que intenta reflexionar en torno a una poética común en once de los y las directoras incluidos en la edición de Novísimo cine chileno.[2] En su formulación, Urrutia propone –al igual que Cavallo y Maza– que desde el año 2005 se comienza a producir en Chile un cine:

que parece no creer en nada y que se entrega al despliegue de unas imágenes (movimiento, paisaje, cuerpo, luz) vaciadas de contenido (en tanto discurso y alegoría), expresivamente ambiguas. Narraciones que se instalan en el marco de un espacio que se torna protagónico, donde lo que se fuga es la figura del pueblo, de la comunidad, de la masa (que sale del cuadro) y lo que se queda es el paisaje. El paisaje y el espacio parecen volverse autónomos de la historia, narran ahí donde el personaje se torna pasivo, o simplemente contempla, mira a la vez que es mirado por este mismo paisaje.[3]

El gran mérito del análisis de Urrutia es la vinculación de este cine del 2000 con el cine moderno y contemporáneo: el concepto de “cine centrífugo” que propone la autora, a pesar de su carácter restrictivo, permite conectar al cine realizado en Chile con las nociones de imagen-tiempo de Gilles Deleuze, con la crítica a la teoría al conflicto central de Raúl Ruiz, y con el surgimiento de los “nuevos realismos” que suponen una autoconciencia narrativa y cierta indeterminación entre el documental y la ficción. Estos directores del siglo XXI se conectan con lo moderno en un contexto globalizado, es decir, a partir de un mercado global (de exhibición, marcado fuertemente por un circuito de estrenos en festivales internacionales), donde lo local es valorado por su singularidad y su capacidad de interpelar a un público cosmopolita.

Tal como reconoce la autora en sus “apuntes finales”, la idea del libro tiene como modelo la propuesta de Gonzalo Aguilar en Otros mundos: Ensayos sobre el nuevo cine argentino, del año 2006. Aguilar propone que este nuevo cine se aleja del cine anterior en su relación con el espectador. Esto se manifestaría a través de finales abiertos que abren el juego a la interpretación, cierta poética de la indeterminación, una ausencia de énfasis, la presencia de personajes ambiguos o zombis, un rechazo al cine de tesis, trayectoria algo errática de la narración, omisión de datos contextuales, rechazo a la demanda identitaria y política (agotada como modelo narrativo, de corte costumbrista).[4] El efecto más palpable de estos cambios es lo informe en términos de construcción narrativa[5], distinto al cine con historia y desarrollo. Se presentan así innumerables relatos potenciales y un “retorno de lo documental”: el registro de superficies (calles, gestos, cuerpos, desplazamientos), que se produce también debido a los cambios tecnológicos que permiten un registro económico y más fácil de manipular a partir del surgimiento y desarrollo de cámaras digitales cada vez de mayor resolución. Tal como señala Jens Andermann respecto al nuevo cine argentino, en los personajes de este nuevo cine (muchos niños o adolescentes) predomina lo sensorial: la escucha, el olor, el gusto y el tacto, es decir, lo no lineal, anticausal, en contra de la soberanía adulta de lo visual[6]. Según Andermann, el paisaje aparece en este cine como “espacio liberado de eventos”, en los tiempos muertos o en los momentos libres de motivación diegética, es decir, es escenario o espacio arbitrario en términos narrativos.[7] Estas características podrían ser asimiladas al cine contemporáneo en un contexto globalizado, donde el cine local aporta con ciertas modulaciones específicas a esos cambios que se registran a un nivel más general.

Play (Alicia Scherson, 2005)

Los debates críticos en el contexto chileno a partir de las propuestas de este “novísimo cine chileno” o el modelo del “cine centrífugo” no se dejaron esperar. Numerosos críticos cuestionaron la producción de muchos de estos directores por su ensimismamiento y su falta de compromiso político. En Intimidades desencantadas: La poética cinematográfica del dos mil, por ejemplo, Carlos Saavedra Cerda centra su crítica en siete películas del siglo XXI[8] en las que predomina una narrativa intimista. Estas películas muestran y cuentan «aventuras mínimas de individuos encerrados en espacios privados, casi una proyección simbólica de la sociedad chilena reciente: claustrofóbica, excluyente y temerosa»[9]. Saavedra escribe:

este cine propone una mirada donde hombres y mujeres interactúan dentro de espacios cerrados, con fuertes cargas confesionales, desprecio por el pasado y recurrentes valoraciones culposas o cínicas de su vida afectiva o sexual. Pero a nuestro juicio más que un cine de autor exacerbado, lo que hay es un formato o modelo global que ha hecho de este tipo de temáticas toda una línea productiva. Es posible pensar que se ha tomado como referencia el modelo dominante de los grandes mercados cinematográficos donde el motivo o dispositivo es cada vez menos la pregunta por la realidad o la sociedad y, en cambio, predomina una retórica del individuo.[10]

Saavedra contrasta su acotadísimo corpus de películas con el nuevo cine chileno de los sesenta, comparación algo melancólica que ignora el modo en que el contexto contribuye o gatilla ciertos tipo de producciones en términos estéticos y también políticos. En El cine en Chile (2005-2015): Políticas y poéticas del nuevo siglo, Vania Barraza se propone evidenciar, dentro de este acalorado debate entre críticos de cine locales, el alcance político –o más bien “impolítico”[11]– de este cine de carácter introspectivo. Barraza lee las marcas de la dictadura a partir del desmantelamiento de lo colectivo producido por la imposición del modelo económico neoliberal, de modo que lo político reaparece asociado a estas producciones no a partir de sus contenidos propios, sino que a partir de la lectura o interpretación que se hace de ellas.[12]

Tony Manero (Pablo Larraín, 2008)

Sin duda, los directores pertenecientes a esta generación que han alcanzado un reconocimiento internacional más explícito hasta este momento son Pablo Larraín y Sebastián Lelio, y a ellos podría sumárseles el reconocimiento internacional a las directoras Alicia Scherson y Dominga Sotomayor. Desde 2006 con Fuga, y luego con Tony Manero (2008), Post mortem (2010), No (2012) y Neruda (2015), Larraín despertó el interés de la crítica nacional e internacional, que ha alabado la factura de sus películas, así como sus temáticas, fuertemente vinculadas con contextos sociales y políticos importantes para la historia del siglo XX. La puesta en escena es central para Larraín, sobre todo en su trilogía sobre la dictadura chilena (Tony Manero, Post mortem y No). En sus películas hay un cuidado especial por recrear un momento histórico pasado hasta el punto de emular el formato U-matic vigente en la época del plebiscito, como en el caso de No. Sus temáticas apelan a hitos y figuras locales, pero de enorme impacto internacional, como la dictadura de Pinochet, la Unidad Popular y la muerte de Salvador Allende, el plebiscito que permitió que Pinochet no siguiera en el poder y las vinculaciones políticas del poeta ganador del Premio Nobel de literatura, Pablo Neruda. Sus guiones se presentan como relecturas de esos momentos históricos o adoptan perspectivas particulares que de algún modo modifican juicios históricos preestablecidos. Por ejemplo, en lugar de abordar los horrores de la dictadura, Larraín retrata un personaje marginal, psicótico y obsesionado con el éxito que le puede proporcionar su participación en un dudoso show de baile en la televisión (Tony Manero). En No, en lugar de dar cuenta del plebiscito como un fenómeno social complejo, en el que participan distintos actores que quieren lograr el retorno de la democracia, explica el triunfo de la opción NO como el éxito de una campaña publicitaria. Su fórmula ha resultado exitosa por la forma oblicua de abordar fenómenos históricos y sociales ampliamente reconocidos, aunque también le ha traído detractores, quienes critican su origen social acomodado o sus posturas ideológicas respecto a la dictadura. Quizás el principal problema de su trabajo sea una inadecuación entre una búsqueda visual contemporánea, que se aventura con distintas técnicas y formatos, y una visión casi decimonónica del sujeto, cuyas fisuras son atribuidas a la psicología o al contexto socioeconómico, de modo que el resultado final son narrativas clásicas donde el conflicto se atribuye a personalidades psicológicamente conflictuadas o a contextos sociales y culturales marginales o empobrecidos.

El año del tigre (Sebastián Lelio, 2011)

Sebastián Lelio también inició su carrera como director el 2006 con La sagrada familia. Luego vendrían Navidad (2009), El año del tigre (2011), Gloria (2013) y Una mujer fantástica (2017). Su trabajo se caracteriza por el uso del plano secuencia y el registro con cámara en mano, también por su trabajo en la dirección de actores, a quienes permite cierto grado de improvisación. En el caso de El año del tigre, la improvisación se convierte en un elemento de la puesta en escena. Se trata de una sus películas menos conocidas, pero quizás una de las más interesantes, ya que aprovecha la contingencia: la ocurrencia del terremoto del 2010 en la región del Maule y el Biobío. Un condenado escapa de la cárcel tras el terremoto, pero lo único que encuentra es destrucción. A partir de Gloria, Lelio comienza a trabajar con Gonzalo Maza como guionista, quien imprime cierta naturalidad a los diálogos, más allá de la improvisación, ya que el sistema de financiamiento que exige postular con guiones escritos, hace que la improvisación total sea prácticamente imposible. Los dos primeros largometrajes de Lelio tienen como protagonistas a jóvenes y adolescentes, y en general puede afirmarse que en toda su filmografía el tema central es desafiar y provocar a la institución tradicional de la familia, poseedora de una doble moral. Una mujer fantástica, ganadora del Óscar a la mejor película extranjera en 2018, se enmarca dentro de esa indagación. Parte de su éxito se explica por la incorporación –muy oportuna, debido al contexto social en que se inserta– de una protagonista trans. Pero más que desarrollar en profundidad los conflictos de la subjetividad o la colectividad trans, la película se centra en el modo en que la familia tradicional ejerce su rechazo y violencia hacia todo aquel que desestabilice sus estructuras.

Alicia Scherson tiene ya una trayectoria como realizadora con cuatro largometrajes a su haber: Play (2005), Turistas (2009), El futuro (Il futuro, 2013) y Vida de familia (2016), esta última codirigida con Cristián Jiménez. El cine de Scherson se caracteriza por ser un cine donde predominan los sentidos más que una narrativa anudada por un núcleo de conflicto central. Desde su premiada opera prima, Play –donde el olfato y la escucha tienen un protagonismo notorio, además de los desplazamientos por la ciudad o el entorno natural– Scherson ha explorado estas dimensiones en protagonistas femeninas o en personajes femeninos muy relevantes, que se vinculan con su entorno a través de sus sentidos. Sus dos últimos films han sido adaptaciones literarias: El futuro es una adaptación de Una novelita lumpen del escritor chileno de perfil global, Roberto Bolaño, y Vida de familia, una adaptación del cuento homónimo del escritor chileno escogido por la revista Granta como un escritor latinoamericano con proyección internacional, Alejandro Zambra.

Tarde para morir joven (Dominga Sotomayor, 2018)

Dominga Sotomayor es un caso reciente de reconocimiento internacional. Ha rodado dos largometrajes: De jueves a domingo (2012) y Tarde para morir joven (2018), que obtuvo el Leopardo a la mejor directora –el primero otorgado a una mujer– en la más reciente versión del Festival de Cine de Locarno. Las películas de esta joven directora se enfocan en personajes niños o adolescentes, que están en pleno proceso de crecimiento y transformación. De jueves a domingo es una road-movie, filmada en gran parte al interior de un automóvil en el que se traslada la familia que protagoniza el film, mientras que Tarde para morir joven se sitúa en una comunidad ecológica en las afueras de la ciudad en los primeros años del regreso a la democracia en Chile. Su cine es un cine con rasgos documentales, en la medida en que suele trabajar con no actores, y tanto su puesta en escena como su guión subrayan la naturalidad de la vida cotidiana y las relaciones entre sujetos, donde no siempre es la palabra lo que pone en relación, sino más bien los silencios, los movimientos corporales y los afectos.

Tanto Larraín como Lelio han filmado sus últimas películas en Estados Unidos. Es el caso de Jackie (Larraín, 2016) y Desobediencia (Disobedience, Lelio, 2017), mientras que Alicia Scherson y Dominga Sotomayor han estrenado sus largometrajes en importantes festivales internacionales. Todo esto evidencia el grado de inserción de estos directores en el mercado cinematográfico global. Más allá de estos dos ejemplos de exitosa internacionalización, me gustaría centrarme en otras producciones chilenas contemporáneas que dan cuenta, más que de una estética o poética común, de una heterogeneidad y de un campo en creciente expansión.

Las aproximaciones críticas sobre el cine del 2000 antes citadas manifiestan las tendencias y conflictos presentes en el cine chileno contemporáneo. A pesar de que muchos de estos críticos dan cuenta de que estas nuevas narrativas experimentan con cruces entre el documental y la ficción, las aproximaciones críticas que las abordan se centran principalmente en un corpus de cine de ficción, reinstaurando los límites que en su análisis pretenden difuminar. En el caso chileno, la producción documental ha tenido un crecimiento paralelo e igualmente interesante que la ficción, con directores premiados y reconocidos, desde Patricio Guzmán e Ignacio Agüero, hasta otros más jóvenes como la dupla de Bettina Perut e Iván Osnovikoff, Maite Alberdi con sus premiados documentales El salvavidas (2011), La once (2014) y Los niños (2016), Bruno Salas con su opera prima Escapes de gas (2014) o Cristóbal Valenzuela Berríos con Robar a Rodin (2017). En otro ámbito documental, el giro autobiográfico[13], presente en el documental desde la emblemática El edificio de los chilenos (2010) de Macarena Aguiló, hasta Allende, mi abuelo Allende (2015) de Marcia Tambutti, se centran en la problemática de la postmemoria y dan cuenta del impacto de la dictadura sobre la vida y la experiencia de una generación de “hijos” de quienes protagonizaron las luchas hacia el fin de la Unidad Popular. A estas producciones se agregan otras más recientes, centradas no tanto en la víctimas de la dictadura, sino que en algunos victimarios –como El mocito (2010), de Marcela Said y de Jean de Certeau– o en jóvenes de segunda generación, parientes de victimarios, como en El pacto de Adriana (2017), de Lissette Orozco. Junto con estas producciones se cuentan también modalidades más experimentales o híbridas, que han ido ganando terreno y que resultan muy interesantes en el contexto contemporáneo. Este es el caso de las dos últimas películas de Ignacio Agüero –El otro día (2012) y Como me da la gana II (2016)– y parte importante de la producción de directores como Tiziana Panizza, José Luis Torres Leiva, José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola, Niles Atallah, Christopher Murray, Jerónimo Rodríguez y Camila José Donoso.

Allende, mi abuelo Allende (Marcia Tambutti, 2015)

El pacto de Adriana (Lissette Orozco, 2017)

El viento sabe que vuelvo a casa (2016), película de José Luis Torres Leiva toma su título del epígrafe de un poema del poeta chileno Jorge Teillier. Torres Leiva sitúa en la isla de Chiloé la búsqueda de una historia de amor imposible, protagonizada por el director Ignacio Agüero. La trama muestra la realización de un casting a los estudiantes de un internado de Achao y varias entrevistas a los habitantes de la isla Meulín. Mientras los estudiantes realizan performances artísticas ante la cámara y responden las preguntas del director, Agüero indaga sobre la historia de amor, en la que una pareja desaparece ante la oposición de sus familias a su relación. Una de las jóvenes entrevistadas reconoce la historia y cuenta que en el pasado las familias solían oponerse a parejas formadas por personas de apellidos de distinto origen. La historia de amor ficticia sobre la que se investiga se va revelando como una excusa o un mero punto de partida para la conversación. El propósito de este documental autorreflexivo es indagar en la vida cotidiana y afectiva de la isla, de allí que las entrevistas comiencen a girar más en torno a la familia, las ocupaciones diarias y las fiestas. El registro audiovisual se detiene en el paisaje y en los animales, pero también en los desplazamientos y en el modo particular en que se configura la comunidad en el archipiélago de Chiloé. Los largos plano secuencias incluyen animales, objetos y plantas, y con ello experimentan con una temporalidad que no es exclusivamente humana. Junto con su cinefilia que hace constantes guiños a películas relevantes de la historia del cine, este rasgo particular se encuentra presente desde sus primeros largometrajes, como Ningún lugar en ninguna parte (2004), El cielo, la tierra y la lluvia (2008) Tres semanas después (2010), y Verano (2011).

Tiziana Panizza tiene una trayectoria que usualmente ha sido vinculada al documental. En su trabajo se cuentan las cartas visuales Dear Nonna: A film-Letter (2005), Remitente, una carta visual (2008) y Al final: La última carta (2012). Además de esta serie experimental –que utiliza materiales diversos como registros caseros y found footage–, Panizza ha dirigido películas de diversa duración como Tierra en movimiento (2014) y Tierra sola (2017). Panizza se acerca al cine como una artista visual realiza una instalación, ya que se ocupa cuidadosamente de las distintas materialidades, colores y formas del cine análogo, el encuadre y las variaciones cromáticas de los objetos dentro del plano, el montaje sonoro, y los matices de la narración over. En Tierra en movimiento registra las consecuencias del terremoto de 2010. En lugar de otorgar una belleza sublime a la destrucción, Panizza se da el tiempo para mirar lo que queda, esos restos o fragmentos que alguna vez fueron parte de otra cosa. No pretende insistir en la retórica del duelo o la melancolía –como lo haría el discurso televisivo– sino que su intención es la de considerar la materialidad como poseedora de una carga afectiva, a nivel personal y colectivo. Construye su narración a partir de algunos poemas del chileno Germán Carrasco y arma una historia a partir de fragmentos. Para Tierra sola trabaja sobre Isla de Pascua, reuniendo valiosos materiales de archivo que luego en el montaje y la narración cuestionará como miradas a la vez etnográficas y etnocéntricas. Registra la vida al interior de una cárcel en Rapa Nui, metáfora con la que se compara la situación de esa isla localizada en medio del océano pacífico, cuyos habitantes nativos fueron sometidos a innumerables formas de reclusión. En una línea que también conjuga primera persona, memoria, recorridos espaciales y archivo, Jerónimo Pizarro trabaja desde la ficción su película El rastreador de estatuas (2015), un largometraje sobre la búsqueda de un objeto –una estatua–, que se despliega a través de caminatas y la deriva del pensamiento, el vínculo con la neurociencia, con un padre y un país.

El rastreador de estatuas (Jerónimo Rodríguez, 2015)

En una línea también experimental, que trabaja materialidades, texturas y colores se encuentra el trabajo de Niles Atallah, quien con su opera prima Lucía (2010) comenzó el trabajo híbrido entre ficción y documental, al tomar como punto de partida una grabación de infancia de su pareja y protagonista del film, Gabriela Aguilera. La reflexión sobre los documentos se extiende a su última película, Rey (2017), basada en los diarios de Orélie Antoine de Tounens, abogado francés que a mediados del siglo XIX se autoproclamó rey de la Araucanía y la Patagonia. El relato es descentrado y lleno de alucinaciones que utilizan llamativos recursos plásticos. Con estos recursos se apunta a cuestionar la noción misma de historia: la disputa entre lo real y la ficción repercute en una reflexión sobre la materialidad del formato cinematográfico, el cual es intervenido y pintado efusivamente.

La dupla de José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola ha tenido un trabajo sostenido a partir del 2007 cuando se estrenó su opera prima, El pejesapo (2007). Su estreno llamó el interés inmediato de la crítica local, ya que se presentaba como una rareza dentro del panorama cinematográfico de ese momento: una película de bajo presupuesto, filmada en los extramuros de la ciudad, con cámara en mano y con un estilo muy documental que retrataba las peripecias de un protagonista tras un intento de suicidio. Luego vendrían Mitómana (2009), Crónica de un comité (2014) y El siciliano (2017). En todas ellas persiste el estilo documental. Sumado a esto, hay una intención por interrogar no sólo estética sino también ontológica y materialmente los límites que separan el documental de la ficción, disolviendo la rigidez de esas clasificaciones. Muchas veces se ha señalado que el cine de Sepúlveda y Adriazola es un cine marginal. Pienso que más que marginal es un cine que escapa a la mirada de clase normalmente vinculada al mundo cinematográfico. En una entrevista reciente la directora argentina Lucrecia Martel señalaba que la mirada hegemónica del cine ha sido históricamente una mirada blanca y de clase media. El cine de Sepúlveda y Adriazola escapa a estas determinaciones y se desarrolla paralelamente a través de un proceso formativo en los talleres de cine que imparten en la Escuela Popular de Cine y el Festival de Cine Social y Antisocial.

Otro director que ha desarrollado una metodología de trabajo colectivo es Christopher Murray. Su primer largometraje, filmado en coautoría con Pablo Carrera, Manuel de Rivera (2009), pone a un protagonista en un contexto periférico (una isla del sur de Chile) para conectarse con una comunidad determinada, a la que se registra con una mirada documental. Algo parecido ocurre en su última película El Cristo ciego (2016), estrenada internacionalmente en el Festival de Venecia, en la que un joven emprende un recorrido para perpetrar un milagro que sane a su amigo enfermo. En el camino, se va encontrando con diversos personajes y comunidades que lo acogen o rechazan en su cruzada mesiánica. Además de esto, Murray es cofundador y director general del proyecto documental Mapa Fílmico de un País y director general del documental colectivo Propaganda (2014), galardonado con el premio del jurado en el festival Visions du Réel 2014.

El Cristo ciego (Christopher Murray, 2017)

Con dos largometrajes estrenados –Naomi Campbel (2014) y Casa Roshell (2017)– y uno por estrenar –Nona: Si me mojan, yo los quemo (2018)– Camila José Donoso ha abordado el cine desde una condición intersticial, situándose en territorios fronterizos donde no es posible distinguir realidad y ficción, y donde las identidades están puestas en un perpetuo devenir. En sus dos trabajos estrenados, Donoso trabaja con actores no profesionales y con protagonistas trans. Todas sus decisiones en materia cinematográfica parecen subrayar los intervalos, los “entre”, eludiendo clasificaciones y ordenamientos normativos. Incluso el espacio se convierte en su cine en una entidad laberíntica, otorgando en el caso de Casa Roshell una fluidez cercana a la ensoñación. El punto de vista narrativo es conferido amorosamente a los subalternos, que en su cine pueden hablar e incluso, filmar, como en el caso de Naomi Campbel. Además de esto, junto a Lorena Best, Donoso fundó el festival-encuentro de cine Transfrontera que reúne a habitantes de Perú, Bolivia y Chile y que funciona como residencia artística y taller para postulantes con o sin experiencia previa.

Para finalizar, resulta necesario resaltar la heterogeneidad de la producción fílmica chilena contemporánea, una producción con distintos acentos y matices, que se presenta como un campo en expansión, que ha llamado la atención de una crítica especializada que se ha ido generando paralelamente al surgimiento des estas producciones y que ha generado también encendidos debates. Las líneas de fuga que acompañan a esta expansión de la producción fílmica son, por un lado, la internacionalización, y por otro, un vuelco hacia lo local y hacia el trabajo colectivo, que va más allá de los límites de lo propiamente cinematográfico –de allí su carácter expansivo–, uno de cuyos ejes es el de la virtualidad, aquel punto en que la ficción se intersecta productivamente con lo documental.


Valeria de los Ríos Escobar es profesora asociada del Instituto de Estética de la Pontificia Universidad Católica de Chile, donde dicta el curso de Teorías del cine en el magíster de Estudios de Cine. Es autora de Fantasmas artificiales: Cine y fotografía en Enrique Lihn (2015), Espectros de luz: Tecnologías visuales en la literatura latinoamericana (2011), coautora de El cine de Ignacio Agüero: El documental como le lectura de un espacio (2015) y coeditora de El cine de Raúl Ruiz: Fantasmas, simulacros y artificios (2010).


[1] Ascanio Cavallo y Gonzalo Maza, Novísimo cine chileno, Uqbar, Santiago, 2010.
[2] Los directores involucrados son José Luis Torres Leiva, Alejandro Fernández Almendras, Cristián Jiménez, Christopher Murray y Pablo Carrera, Elisa Eliash, José Luis Sepúlveda y Carolina Adriazola, Camilo Becerra, Alicia Scherson, Pablo Larraín, Sebastián Lelio y Che Sandoval.
[3] Carolina Urrutia Neno, Un cine centrífugo: Ficciones chilenas 2005-2010, Cuarto Propio, Santiago, 2013, p. 16.
[4] Gonzalo Aguilar, Otros mundos: Un ensayo sobre el Nuevo Cine Argentino, 2a edición, Santiago Arcos, Buenos Aires, 2010, p. 27.
[5] Idem., p. 19.
[6]  Idem., p. 81.
[7] Jens Andermann, Nuevo Cine Argentino, Paidós, Buenos Aires, 2015, p. 67.
[8] Se trata de Play de Alicia Scherson, En la cama de Matías Bize, El cielo, la tierra y la lluvia de José Luis Torres Leiva, Se arrienda de Alberto Fuguet, La vida de los peces de Matías Bize, Navidad de Sebastián Lelio y La buena vida de Andrés Wood.
[9] Carlos Saavedra Cerda, Intimidades desencantadas: La poética cinematográfica del dos mil, Cuarto Propio, Santiago, 2013, p. 15.
[10] Ibid.
[11] Roberto Espósito define lo impolítico como «la búsqueda no siempre consciente pero de cualquier modo altamente problemática y radical de una “tercera vía”», sin ceder a la «despolitización moderna» (Tercera persona: Política de la vida y filosofía de lo impersonal, Amorrortu, Buenos Aires y Madrid, 2007, p. 33). Lo impolítico no comporta un debilitamiento o una caída de la política, sino más bien una intensificación y radicalización de la política (idem., p. 11).
[12] Vania Barraza, El cine en Chile (2005-2015): Políticas y poéticas del nuevo siglo, Cuarto Propio, Santiago, 2018.
[13] En su introducción a la colección de artículos The Cinema of Me: The Self and Subjectivity in First Person Documentary Alisa Lebow señala que la designación film en primera persona es un modo discursivo: estas películas “hablan” desde el punto de vista articulado del realizador, quien ya reconoce su posición subjetiva. Esta “primera persona” puede ser singular o plural. De hecho, muchas veces estas no son películas del “yo”, sino sobre alguien cercano, querido, amado o alguien fascinante, pero incluso en estos casos estas películas nos informan sobre la noción que el realizador tiene de sí mismo. En el caso chileno, existen publicaciones en torno a esta producción autobiográfica, como el libro virtual Documentales autobiográficos chilenos (2010) de Constanza Vergara y Michelle Bossy, y artículos de autoras como Elizabeth Ramírez y Paola Lagos-Labbé, entre otros. Alisa Lebow (editora), The Cinema of Me: The Self and Subjectivity in First Person Documentary, Wallflower Press, Londres y Nueva York, 2012.