Después del Nuevo Cine Argentino: Territorios, lenguajes, medialidades
Por Jens Andermann | 17 de diciembre de 2018
Sección: Ensayo
Directores: Cine argentino Cine latinoamericano
Zama (Lucrecia Martel, 2017)
Versión en inglés / English version: Senses of Cinema
Una de las coincidencias más sutiles entre Zama (2017) y Jauja (2014), las películas más recientes de Lucercia Martel y Lisandro Alonso, ha recibido mucho menos atención que las más obvias, como el cambio de escenarios contemporáneos hacia los pasados nacionales o continentales de colonización y lucha fronteriza y, con ello una relación más explícita con las grandes tradiciones literarias de las modernidades argentina y latinoamericana que en su trabajo previo. De hecho, las dos películas, al indagar los fondos cenagosos de los páramos coloniales y las fronteras desérticas de los siglos XVIII y XIX, terminan abandonando en su totalidad el tiempo, el espacio y hasta el lenguaje de lo que se considera “Argentina”. La antiodisea de Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho) en la cinta de Martel termina en un pantano anfibio, lejos del alcance del sistema colonial y –alejándose de su antecedente literario, la monumental novela de Antonio di Benedetto de 1956– al mismo tiempo en un vórtice donde se mezclan palabras guaraníes y achés con el portugués de los bandeirantes liderados por un bandido, Vicuña Porto (Matheus Nachtergaele). Jauja, de manera aún más radical, abandona a su héroe Gunnar Dinesen (Viggo Mortensen) en un vasto paraje de roca gris y sin árboles, para cortar bruscamente a un castillo danés remodelado donde Villbjørk Malling Agger, la actriz que interpreta a su hija Ingeborg, despierta de un sueño y decide tomar un paseo con uno de los perros de la propiedad (quizá el mismo que guió a Dinesen hacia la vieja de la cueva pampeana). Tanto Zama como Jauja nos llevan, en realidad, no hacia, sino a través o incluso más allá de, la historia, a un tiempo y un espacio que ya no son Argentina (o, para el caso, Paraguay o Dinamarca) sino un lugar desde donde el cine repiensa su relativa autonomía y heteronomía frente a espaciotiempos, idiomas y medialidades de los imaginarios nacionales y globales. Para ambos protagonistas, y para las películas, llegar a este punto implica tanto una gran posibilidad como un gran riesgo: de incomprensión, abandono, incluso muerte.
Un extrañamiento totalmente distinto fue la raíz, hace unos 20 años, de una constelación emergente de prácticas fílmicas que pronto serían reconocidas, tanto localmente como en el circuito internacional de festivales, como “Nuevo Cine Argentino”, y donde se curtieron Martel y Alonso (y también una hueste de cineastas ahora muy reconocidos como Pablo Trapero, Isreal Adrián Caetano, Alejo Moguillansky, Pablo Fendrik y Sandra Guigliotta). En un contexto de declive socioeconómico catastrófico alrededor del cambio de milenio y después de años de dictadura y ajustes neoliberales –una situación a la que Argentina parece haber vuelto, tras un periodo de estabilidad y redistribución moderada durante las administraciones de los Kirchner–, la industria fílmica ha sido paradójicamente uno de los pocos sectores que han experimentado un alza, debida en parte al aumento de subsidios estatales derivados de la aprobación de una ley nacional de cine en 1994, pero también a una relación más intensa y diversificada con el sistema transnacional de fondos y festivales, y a la consolidación de instituciones educativas e infraestructuras para los profesionales del cine y los medios audiovisuales (uno de los efectos secundarios de la expansión de la televisión por cable y del desmantelamiento neoliberal del sector industrial en las décadas de 1980 y 90 ha sido el surgimiento de Argentina como una muy valorada locación de bajo costo y alto nivel para la filmación de comerciales y alguno que otro blockbuster). Con una sector fílmico-mediático relativamente protegido del desastre económico desarrollándose en el país, ya estaba preparado el camino para que una nueva generación de directores, actores, fotógrafos e ingenieros de sonido cortara con los modelos de producción y de expresión promovidos por los autores dominantes después de la transición de la dictadura a la democracia en 1983 (Adolfo Aristaráin, María Luisa Bemberg, Alejandro Agresti, Fernando Solanas, Eliseo Subiela, sólo para nombrar unos pocos).[1] Si ellos a menudo prefirieron un lenguaje alegórico y fuertemente discursivo que recurría con frecuencia a adaptaciones literarias –en parte por la necesidad, dictada por las coproducciones con España, Francia y Alemania, de construir narrativas que fueran a la vez claramente “argentinas” y universales–, muchos de los nuevos cineastas han optado por ambientes radicalmente locales y por una actitud casi etnográfica hacia la expresión corporal y lingüística de sus sujetos, encontrando en el proceso, como el veterano escritor y cineasta Edgardo Cozarinsky ha descrito de manera admirable, «ciertas imágenes y formas de comportamiento que evocan todo un país y su gente como si estuvieran siendo filmados por primera vez».[2]
Jauja (Lisandro Alonso, 2014)
En un momento donde las grande narrativas culturales parecen haberse derrumbado ante una crisis nacional, que no fue sólo monetaria sino que aparentemente cuestionó la existencia misma de Argentina como un país “viable”, este “nuevo” cine ha descartado el discurso y la alegoría prefiriendo la observación y los afectos, y ofreciendo así, en palabras del historiador fílmico Gonzalo Aguilar, «un espacio testimonial [donde] las trazas del presente están tomando forma».[3] Se puede decir que esta ventana de tiempo donde, debido a una combinación de factores internos y externos –que incluyen el éxito en festivales de La ciénaga (Lucrecia Martel, 2001), La libertad (Lisandro Alonso, 2001), Mundo grúa (Pablo Trapero, 1999) y El abrazo partido (Daniel Burman, 2004)– el cine devino algo así como un lenguaje del presente, en y por medio del que un país hecho jirones se re-conoció a sí mismo como herido, se cerraría apenas unos años después. Es probable que hechos culturales y artísticos como las editoras cartoneras o, hacia el fin de los dos miles, el boom teatral de los biodramas, que unían lo íntimo y lo político de manera espectacular y evocadora, hablaran con mayor potencia que el cine del resurgimiento de las identidades y lenguajes políticos posteriores a 2001, incluyendo la nueva oleada de exigencias por hacer justicia a las víctimas de la sangrienta dictadura militar instalada en 1976. ¿Qué pasó con después del Nuevo Cine Argentino? ¿Qué tipo de preocupaciones formales y temáticas han aparecido en años recientes y cómo se han incorporado a o cuestionado las innovaciones de otras formas culturales, además de otros cines más allá de los horizontes argentino y latinoamericano?
Clases de historia
Aunque este siglo ha habido nuevos intentos de abordar temas históricos en busca de la construcción de alegorías políticas del presente tanto por adherentes como detractores del kirchnerismo –la superproducción nacionalista Revolución: El cruce de los Andes, de Andrés Maiño y Leandro Ipiña, y la izquierdista Secuestro y muerte, de Rafael Filipelli, ambas de 2010– han resultado poco convincentes estéticamente y han tenido un éxito muy modesto en taquilla. Si bien el Nuevo Cine Argentino fue reconocido, en casa y en el extranjero, por su sincronía radical con su presente, la preocupación por los temas históricos siempre ha sido un aspecto importante en el trabajo de los cineastas jóvenes, mucho antes de que Alonso y Martel miraran hacia el pasado. Películas como Garage Olimpo (Marco Bechi, 1999), Crónica de una fuga (Israel Adrián Caetano, 2006) o Cordero de Dios (Lucía Cedrón, 2008) han hecho de la aún reciente historia de la violencia dictatorial uno de los temas clave del resurgimiento fílmico argentino, como lo hizo –y con mucha más fuerza– un grupo de documentales en primera persona realizados a principios de siglo por hijos de desaparecidos. Los rubios (2003), de Albertina Carri probablemente haya sido el más controvertido por su radicalidad tanto política como estética. Aunque estas películas difieren en sus planteamientos estéticos y políticos, coinciden al enfocar el pasado reciente con la misma mirada, inquisitiva y etnográfica, bajo la cual se juzga el presente de crisis nacional.[4] En vez de acercar los procesos históricos seduciendo a los espectadores con las dificultades de los personajes estas cintas mantienen una curiosidad distante, permitiendo que el pasado surja con toda su extrañeza, manifestando su discontinuidad con el presente por medio de gestos y hábitos del habla, o, como en el documental de Carri, siendo arrastrado entre recuerdos contradictorios. Tal como en la ciudad de los jóvenes marginados de Pizza, birra, faso (Adrián Caetano y Bruno Stagnaro, 1998) o en el mundo paralelo de la burocracia de la policía provincial de El bonaerense (Pablo Trapero, 2002), el pasado de estas películas es un universo local y replegado sobre sí mismo –«otro mundo», como Aguilar calificó puntualmente el espacio donde está ambientado el Nuevo Cine Argentino– donde la cámara y la audiencia son extranjeros y al que se van habituando muy poco a poco.
Los films más recientes de Alonso y Martel –y también el regreso de Carri al documental y a los archivos revolucionarios, la lucha antiimperialista y su cruel derrota con Cuatreros (2015)– hablan de un compromiso más complejo y rico con espacios históricos que incluyen las historias del cine (y de la literatura, y de las artes gráficas). De hecho estos espacios se han asociado con un movimiento que ya se anticipaba en el gótico rural de La rabia (Albertina Carri, 2008) o en la sutilmente atemporal La mujer sin cabeza (Lucrecia Martel, 2008).
Cuatreros (Albertina Carri, 2015)
Una vez que el Nuevo Cine Argentino hizo tabula rasa con respecto a los acercamientos alegóricos previos –donde la historia era el espacio de planteamientos morales– resultó posible una actitud más arriesgada y experimental hacia el pasado, considerado como un archivo de imágenes, narrativas y sonidos, y literalmente, en la deslumbrante compilación de pietaje de archivo colocado en una pantalla dividida y con una narrativa en primera persona con que Carri viaja hacia la una revelación imposible de la verdad (la de la vida y muerte e Isidro Velásquez, el último rebelde gaucho; la de un film perdido, filmado en la clandestinidad por cineastas militantes, con base en un libro del padre de Carri; y la de sus padres y los cineastas desaparecidos por la dictadura militar). Carri no “revive” el pasado; más bien fuerza el potente afecto que este desata en nuestro cuerpo –al igual que lo hace el vértigo incesante de imágenes que permanecen fragmentarias e inconclusas– justo cuando se desvanece en la distancia, cuando escapa de nuestras manos. Pero el pasado también se aborda en Jauja y Zama como un diálogo multinivel con los archivos fílmicos de la frontera decimonónica y del pasado colonial, y como un palimpsesto ruinoso donde los sedimentos de la histórica del cine pueden reencontrarse bajo extrañas mutaciones y transfiguraciones –incluyendo, digamos, el western y su modulación local, el drama gaucho, en el caso de Alonso, pero también su derivado en la ciencia ficción: la épica espacial; o en el caso de Martel, las huellas del surrealismo y sus instancias latinoamericanas, de Buñuel a Raúl Ruiz. Es importante recalcar que esta conciencia archivística no le resta valor al interés que estas películas tienen en el sujeto archivístico, la historia: sus juegos metafílmicos no son fines en sí mismos sino que son utilizados para acercarse a los sujetos históricos, precisamente al reconocer la naturaleza histórica que la imagen cinematográfica tiene de suyo.
Aunque con distintos niveles de logro estético, películas como El estudiante (2011), de Santiago Mitre, Elefante blanco (2011), de Pablo Trapero, o la ganadora de San Sebastián, Rojo (2018), de Benjamín Neishtat, coinciden en su confianza en la potencia de la narrativa fílmica más tradicional –es decir, en el efecto combinado del guión, la puesta en escena, el vestuario y la actuación– como una vía para confeccionar una imagen del pasado. Al mismo tiempo las tres películas mantienen los aprendizajes del Nuevo Cine Argentino, al evitar el estrado de la historia nacional y al favorecer mundos locales y autocontenidos, donde los efectos de la primera pueden ser observados por medio de constelaciones afectivas, íntimas, entre cuerpos, y en la sedimentación del lenguaje público en el diálogo interpersonal. Aún así las diferencias entre las tres también demuestran ciertas bifurcaciones relevantes que se han abierto para el éxito en festivales de los cineastas argentinos en los albores del siglo: la película de Trapero, si por un lado sacaba provecho de la aún reciente presencia mediática de la crisis económica y del malestar social en el país –lo que jugó un papel nada pequeño en el alza del Nuevo Cine Argentino en las pantallas de todo el mundo–, por el otro, sucumbe muy a menudo a las exigencias de las dinámicas de producción transnacionales, al reducir el espacio de una villa miseria y de sus habitantes a un fondo pintoresco para paneos y dollys veloces, y al reintroducir al personaje del forastero (el actor belga Jérémie Renier interpretando a un extranjero, el padre Nicolas) como un remplazo diegético para las audiencias foráneas que verán la cinta, un rasgo que a menudo estropeó la coherencia y la credibilidad popular del cine argentino –y latinoamerciano– antes de este milenio.
Elefante blanco (Pablo Trapero, 2012)
Entonces, mientras Elefante blanco representa una apuesta –quizá demasiado transparente– por la autoría global, las películas de Mitre y Neishtat, al menos a primera vista, se acercan a las idiosincrasias de su contexto, pero en términos propios: el ámbito del activismo estudiantil de mediados de los 80, en El estudiante, y los oscuros secretos de las élites de un pueblo antes del golpe militar de 1976, en Rojo. Interpretada con intensidad y fotografiada con gran belleza (lo que incluye frecuentes paneos que aprovechan eficientemente el bosque de pancartas, afiches y grafitis de los corredores de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires), El estudiante nos provoca para que tomemos su realismo al pie de la letra. Aunque, sin minar del todo la lectura, la cinta de Mitre también incluye algunas capas extra que ponen en duda la verosimilitud de la acción a cuadro. Y algo más relevante: Mitre agrega una voz en off que, ocasionalmente, provee información sobre las biografías políticas y afectivas de los personajes; detalles de los que otros protagonistas pueden conocer o no. Pero en vez de resaltar el realismo de la puesta en escena, estas intervenciones narrativas llevan nuestras atención hacia el carácter construido y teatral de la intriga central, es decir, lejos del contenido político de las acciones de algunos personajes y hacia su potencial para la lealtad o la traición, como figuras de una obra de teatro histórica –una que bien podría ser la historia misma. Si la figura por medio de la cual El estudiante propone pensar lo político es la traición de una fe, aquí la idea no aplica a ningún contexto político particular sino, más bien, al juego de espejos que la cinta juega con los espectadores, al sugerir cierta variedad de lecturas “políticas” sólo para desacreditarlas y voltearlas de cabeza, exponiendo la naturaleza esencialmente dramática de toda acción política.
Así como la película de Mitre hace confuso el periodo en que discurre intencionalmente al incluir anacronismos lingüísticos y un vestuario que remite al presente de los espectadores, Rojo, de Neishtat construye otro tipo de palimpsesto. La temperatura un poco desteñida de la imagen entre beige y roja (que resuena tanto los pulóvers y pilotos de época de los personajes, como en los recubrimientos de madera de casas y oficinas) y la distribución, a veces torpe, como salida de una telenovela, de los cuerpos en la pantalla (como en la secuencia inicial, cuando dos personajes discuten en la mesa de un restaurante repleto que se silencia por completo de repente como para no ahogar un diálogo falsísimo entre ellos) le dan un toque de época particular a este film noir lleno de traiciones mutuas y violencia desatada en el aburrimiento pre golpe de estado de un pueblo argentino. De hecho, la elección de dos veteranos de la telenovela, Andrea Frigerio y Darío Grandinetti –un favorito en el cine del siglo pasado de Eusebio Subiela y Juan Carlos Desanzo–, para la pareja principal, y opuestos a un Alfredo Castro deliberadamente estrafalario, en el papel de un detective como sacado del estilo televisivo de Colombo, incrementa la sensación de estar viendo una película más que sobre el pasado, del pasado –un pasado como pastiche, que mezcla libremente referencias de los 70 tempranos (el periodo del declive violento y definitivo del peronismo clásico) con algunas de los 80 y 90, cuando se estaba exorcizando la violencia de la dictadura en el melodrama y las alegorías de los romances televisivos y películas como La historia oficial (1985), de Luis Puenzo. La trama criminal de las maquinaciones con las que la clase pudiente de provincia realizó desapariciones forzadas y se apropió de las propiedades de disidentes secuestrados mucho antes de que el régimen dictatorial comenzara a hacer lo mismo “oficialmente”, no es sino uno de los argumentos sobre la amplia complicidad de la sociedad civil con los militares. El otro argumento, más sutil, que Neishtat plantea remite a los modos en que el cine en particular, y la cultura mediática en general, fueron cómplices de lavar la imagen de la historia, aún cuando supuestamente la estaban encarando.
El estudiante (Santiago Mitre, 2011)
En consecuencia, si muchas películas argentinas recientes han virado del presente inmediato a varios momento de un pasado conflictivo y estancado, como un resorte para un cambio en las formas narrativas y la puesta en escena (desde el cine observacional y etnográfico de principios de siglo hasta un involucramiento más complejo con los diálogos, el vestuario, lo teatral y lo intertextual), quizá la más atrevida e innovadora entre ellas sea la segunda cinta de Neishtat, la ganadora de Mar del Plata El movimiento (2015). Filmada en blanco y negro granuloso, con una cámara en mano que gira alrededor de los personajes en un espacio abierto que parece un escenario y reminiscente de las grandes películas del Cinema Novo brasileño de los 60, la película de Neishtat sigue a un grupo de hombres armados dirigidos por un líder carismático (Pablo Cedrón) por un paisaje devastado y casi vacío, en lo que podría ser o no la Argentina post Independencia. Porque, a pesar del atuendo de época y el lenguaje popular, los largos discursos del personaje principal –enfatizados por repugnantes actos de violencia gratuita perpetuados por sus variopintos seguidores– condenando el estado de corrupción y abandono del país y arengando al pueblo a unirse a su “movimiento” para restaurar la ley y el orden, hacen eco tanto en el discurso político vacuo y fascista de la Argentina y la Latinoamérica contemporáneas como en los caudillos del siglo XIX, a los que la cinta supuestamente se refiere. Este anacronismo se hace explícito cuando, hacia el final de la película, una motocicleta y un Kangoo de Renault maltrecho pasan por detrás de los “campesinos” que hablan a la cámara. Neishtat parece sugerir que el pasado violento que dio origen a la nación, expresado en el ensayismo narrativo y la poesía gauchesca decimonónica, y retomado en el cine antiimperialista y decolonizador de los 60 y 70 (por ejemplo en Los hijos de Fierro, de Fernando Solanas, y en Juan Moreira, de Leonardo Favio, ambas de 1973), es también el futuro distópico que Argentina podría enfrentar tras el extractivismo neocolonial. Pero más allá de esos significados alegóricos, unívocos y facilones, El movimiento, primero que nada, invoca a la historia como archivo, es decir, no como eso que yace en el pasado, sino más bien, como la imagen que espera dar una nueva luz a nuestro presente.
El movimiento (Benjamín Neishtat, 2015)
Contrapuntos intermediáticos
Así como la restricción autoimpuesta hacia narrar el presente y el interés en locaciones cotidianas y poco llamativas filmadas con un ojo etnográfico –como si se tratara de otro país– han sido reconocidas como grandes virtudes del nuevo cine argentino, puede sumarse a ellas la insistencia radical en la autonomía y la autosuficiencia del cine como medio y como forma expresiva, poniendo en el olvido el recurrir ya sea a modelos literarios (en el cine autoral) o a la televisión y la comedia teatral (en los esfuerzos industriales).[5] Hisotrias breves –la colección de cortos patrocinada por la Universidad del Cine desde 1996, donde debutaron Burnam, Caetano, Martel, Ulises Rosell y Paula Hernández, entre otros– e Historias mínimas (Carlos Sorín, 2002) proclamaron, desde sus títulos, un regreso a la “esencia” del cine y una necesidad de ajustar la mirada de la cámara a las realidades de un país en los huesos tras años de saqueo neoliberal. Este programa estético y político, a menudo resuelto en tomas largas e inmóviles y en la reducción del diálogo al mínimo absoluto –o al puro sin función discursiva–, recibió un ataque frontal en 2008 con la aparición de Historias extraordinarias, de Mariano Llinás, que tanto en su título como en su extensión de poco más de cuatro horas, reivindicó con astucia tanto la capacidad del cine para construir narrativas exuberantes como su carácter anfibio para establecer alianzas con otras formas de expresión estética, como la literatura y la arquitectura. (Recientemente, Llinás presentó La flor [2018], una pieza descomunal de 14 horas conformada por un rompecabezas de tres partes con seis episodios entrelazados, usando sólo a cuatro actrices filmadas en distintos formatos, y donde recurre frecuentemente a giros narrativos de puesta en abismo). Mientras que en la película de Sorín, y en mucho del nuevo cine argentino del milenio, la autosuficiencia del cine ha tenido como efecto un alejamiento entre imagen y discurso, con el resultado –literal y temporal– de una “imagen extendida” cuya permanencia parece compensar el diálogo faltante, en las películas de Llinás el cine es, al contrario, una superabundancia discursiva. Sólo que en vez de reinsertarse en la imagen, el discurso prospera en la separación con respecto a ella, donde la voz en off complementa una narrativa que impide que la imagen se cierre sobre sí misma e impulsa la película mientras las correlaciones contradictorias y enigmáticas entre imagen y pista de sonido se incrementan, lo que requiere al final más giros y bifurcaciones barrocos en la narrativa.
Historias extraordinarias (Mariano Llinás, 2008)
El retorno a la narración en el cine argentino –a pesar de algunas adaptaciones literarias interesantes aparte de Zama, como El retorno de un lago (2016), de Milagros Mumenthaler, basada en Pozo de aire, de Guadalupe Gaona, y El origen de la tristeza (2017), de Oscar Frenkel, basada en la novela homónima de Pablo Ramos– ha rehuido a “traducir” al lenguaje fílmico obras literarias previas. En cambio los cineastas se han propuesto abordar la literatura –y también las artes visuales y performáticas– a medio camino entre la especificidad de uno y otro medio, explorando el potencial de innovación formal que se abre en el espacio de indistinción entre ellos.
Mientras el Nuevo Cine Argentino abordó artes colindantes mayormente desde el género documental –por ejemplo, el díptico de películas de Alejandro Fernández Mouján sobre el escultor Ricardo Longhini y el pintor Daniel Santoro, o el retrato del compositor Mauricio Kagel a cargo de Gastón Solnicki– como un modo de indagar sobre las particularidades de un lenguaje estético diferente desde un punto de vista externo, las incursiones más reciente en la intermedialidad han tendido más bien a forzar lo “inespecífico”: una tendencia a romper las rutinas, los géneros y los circuitos institucionales de un modo específico de expresión estética que, de acuerdo con la crítica cultural Florencia Garramuño, se ha convertido en una preocupación de la producción cultural latinoamericana de la última década.[6] Así, por ejemplo, en Los posibles (2013), el director Santiago Mitte y el coreógrafo Juan Onofri colaboraron para filmar una producción dancística homónima del año anterior que reunía a bailarines profesionales con jóvenes marginados –todos ellos varones– de las afueras de Buenos Aires. Aunque presentada en apariencia como la documentación de uno de los ensayos del grupo, incluyendo el trayecto de los bailarines hacia el espacio de ensayo en el sótano del Teatro Argentino, en La Plata, la película transforma el espectáculo original en algo distinto al poner en la ecuación los elementos esenciales del lenguaje cinematográfico (composición, profundidad de campo, movimiento de cámara, etcétera). Difiriendo del punto de vista de la audiencia, la cámara se apropia literalmente del escenario casi convirtiéndose en uno más de los bailarines tocándose, chocando, separándose y girando alrededor de los demás. Pero el punto clave es la posición intermedia entre el aparato cinematográfico y la compañía de danza, donde el primero sin poder convertirse en un miembro más del ensamble tampoco es un espectador externo, lo que genera un vaivén entre “documentación” y “adaptación”, entre el cine como registro de algo más y el medio para la recreación de esto último.
En Tekton (2009), de Mariano Donoso, está en juego una relación ambigua similar entre la compenetración y el juego. En el exterior se trata de un documental sobre la finalización, casi cuatro décadas después del inicio de la construcción, del Centro Cívico de la ciudad de San Juan, un monumento brutalista del Estado desarrollista de mediados del siglo XX. Pero la filmación de las etapas en la colaboración entre trabajadores y maquinaria pesada para levantar vigas e instalar diversos armatostes también convierte la película de Donoso –en un expresivo blanco y negro y con intertítulos reemplazando las palabras ausentes en una pista de audio entregada a los ritmos mecánicos de la obra e intervenida con música extradiegética (Fauré, Ravel, Debussy)– en una elegía al modernismo cinematográfico de la alta modernidad y en un epílogo tardío y melancólico a las sinfonías de las ciudades de Vértov, Ruttmann o Ivens. Los encuadres y la edición constructivistas de Donoso transforman el cine en una especie de de voz muda de la obra y no en un observador externo, forzando los significados estéticos latentes, incluso si el anacronismo, tanto de las formas monumentales del edificio como del lirismo de la cinta, abre un margen para una distancia irónica que permite referencias más modernas.
Tekton (Mariano Donoso, 2009)
Como sea, en el intercambio con el teatro –tal vez la forma estética más próspera de Argentina en la última década– es donde se han cosechado algunos de los ejemplos más interesantes de intermedialidad en el cine argentino reciente. Entrenamiento elemental para actores (2009), una colaboración entre Martín Rejtman y el director teatral Federico León, nos presenta a Fabián Arenillas como un inexpresivo maestro de teatro para niños que no tiene interés en cumplir las exigencias de los padres para obtener actuaciones memorables. En cambio, presenta a los alumnos frente a una serie de ejercicios hiperestanislavskianos, a la vez encantadoramente sencillos y muy demandantes, invitándonos en el proceso a reflexionar sobre la naturaleza de la (no) actuación y el uso del cuerpo y la voz tanto en el teatro como en el cine. La trilogía de largometrajes de obras-de-teatro-que-son-películas de Matías Piñeiro, cuya más reciente entrega es Hermia y Helena (2016), una historia de dos ciudades filmada entre Buenos Aires y Nueva York, también extrae los elementos metafílmicos de la actuación cuando se revela como tal. Sin embargo, la serie de Piñeiro, que también incluye Viola (2012) y La princesa de Francia (2015), gira alrededor de una historia similar de modo mucho más cinematográfico y teatral que el corto de Rajtman y León –aunque sea sólo por su duración mayor–: una compañía de jóvenes aspirantes a actores y dramaturgos trabajando en montar, reescribir y traducir obras de Shakespeare (La noche de Epifanía en Viola, Trabajos de amor perdidos en La princesa… y Sueño de una noche de verano en Hermia y Helena). Las dinámicas de emoción y deseo rebasan el “núcleo” de las obras y ocupan la narrativa exterior de los conflictos sentimentales de los jóvenes actores. El hecho de que Piñeiro trabaje, a la Fassbinder, con el mismo grupo de actores en una y otra película aumenta el tono juguetón de su cine, sin dejar de remarcar la ausencia de “teatralidad”, de énfasis dramático, en la resolución de los diálogos y la puesta en escena. A diferencia de Entrenamiento…, en Piñeiro parece haber una búsqueda de ligereza y humor al subrayar la actuación como el tema de las cintas y el modo de expresión performativo al mismo tiempo; un intento por asir lo performático mientras se vuelve corriente y cotidiano, y por lo tanto, una realidad vívida –no por nada, regresa una y otra vez a las comedias y no a las tragedias de Shekespeare.
Argentinos globales
Piñeiro no es el único cineasta argentino trabajando a la vez en el extranjero y en su propio país y haciendo de la alternación entre múltiples localidades un tema y un aspecto de la producción y la distribución de su trabajo. Julia Solomonoff –quien, tal como Piñeiro, ahora vive y trabaja mayormente en Nueva York– registra en Nadie nos mira (2017) cómo un ex ídolo de telenovela argentino, Nico (Guillermo Pfening, en una actuación impresionante), quien mientras consigue insertarse en la escena neoyorkina del cine de arte y trabaja como nana de los hijos de una amiga adinerada, Andrea (Elena Roger), batalla sin éxito para alejarse de su productor y amante abusivo, Martín (Rafael Ferro). Filmada casi en su totalidad en Nueva York y oscilando entre el inglés y una variedad de españoles lationoamericanos mientras Nico se sumerge en el mundo del cuidado infantil precarizado y dominado casi exclusivamente por mujeres centroamericanas, la cinta de Solomonoff es tanto una interpretación fascinante, y desde un ángulo inesperado, de las nuevas fronteras y puntos de encuentro entre las élites cosmopolitas globales y la nueva clase oprimida migrante, como una crítica y reflexión sutil sobre el (no) lugar del cine argentino frente a las exigencias contradictorias de los estereotipos de lo latinoamericano y los nichos de mercado de los latinos estadounidenses.
El año anterior, Eduardo Williams, egresado de Le Fresnoy – Estudio Nacional de las Artes Contemporáneas, en Tourcoigne, al norte de Francia, ganó el premio Cineastas del Presente de Locarno con El auge del humano (2016), filmada durante varios años en Argentina, Mozambique y las Filipinas y explorando, de manera provocadoramente experimental, interconexiones materiales y referenciales entre lugares distantes durante el Antropoceno (por ejemplo cyberporn, precarización, outsourcing y flujos del trabajo y la basura, y las nuevas formas de vida no humana que emergen de ello). La crítica de Leo Goldsmith para Cinemascope la califica acertadamente como «un cine de vectores que cruza fronteras, redes y estados del ser», mapeando así «un paisaje difuminado de la precariedad contemporánea, física y virtual, hiperconectada pero fragmentaria».
Nadie nos mira (Julia Solomonoff, 2017)
A su vez, Argentina también se ha convertido en un espacio creciente de estudio, trabajo y producción para cineastas de Latinoamérica e incluso del otro lado del Atlántico. Lukas Valenta Rinner, austriaco egresado de la Universidad del Cine, en Buenos Aires, ya estrenó dos largometrajes, producidos y filmados en su totalidad en el país, pero con recursos de fondos austriacos y europeos: Parabellum (2015) narra las trastadas de porteños de clase media acercándose incómodamente en un campo de supervivencia en el delta del Paraná; Los decentes (2016) lleva el mismo hiperrealismo absurdo a las tensas relaciones entre una privada y el club de swingers nudistas de al lado. Mientras tanto, y comenzando con Hamaca paraguaya (Paz Encina, 2006), ganadora de Un certain regard en Cannes y cofinanciada por Lita Stanic, la productora de Lucrecia Martel, Argentina también se ha convertido en una referencia regional en servicios de coproducción, edición y postproducción. La edición más reciente de “Cine en construcción”, en San Sebastián, por ejemplo, incluyó entre sus seis nominadas, tres coproducciones de directores de países vecinos: Los tiburones, de la uruguaya Lucía Garibaldi, El príncipe, del chileno Sebastián Muñoz, y la distopía de ciencia ficción Mateína, una coproducción uruguayo-argentino-brasileña filmada en Montevideo y dirigida por los uruguayos Joaquín Peñagarico y Pablo Abdala. De hecho, en el presente el cine argentino no sólo se ha diversificado en términos de forma fílmica y modelos de producción, sino que se ha enredado mucho más que a principios de siglo en los circuitos globales de financiamiento, producción y distribución. Al mismo tiempo, podría decirse, que mientras una nueva crisis, potencialmente más violenta, se cierne sobre Argentina, el cine ya no tiene la frescura ni la fuerza expresiva para capturar el momento contemporáneo que tuvo entre sus manos brevemente con el desastre financiero, social y político de 2001. Es revelador que una de las pocas cintas que han abordado, bajo la fórmula de la comedia negra, el lenguaje protofascista de resentimiento y pánico moral que se extiende por las redes sociales y el discurso político de Argentina y la región, Relatos salvajes (2014), de Damián Szifron, no haya sido considerada política en su recepción en casa ni en el extanjero, sino, más bien, como una película de género encantadora aunque de mano dura, lo que quizá sea un indicativo de una dificultad más generalizada para hablar de lo más apremiante en las coyunturas políticas desde el medio fílmico.
Traducción del inglés: Abel Muñoz Hénonin.
Jens Andermann imparte clases en la Universidad de Nueva York (NYU) y es autor de New Argentine Cinema (2011). Su libro más reciente es Tierras en trance: Arte y naturaleza después del paisaje (2018).
[1] Para un examen más amplio del contexto en el que apareción el Nuevo Cine Argentino en la segunda mitad de la década de los 90 ver mi libro New Argentine Cinema (I. B. Tauris, Londres, 2012, pp. 1-25).
[2] Edgardo Cozarinsky, «Letter from Buenos Aires», New Left Review 26, marzo-abril 2004, p. 16.
[3] Gonzalo Aguilar, Otros mundos: Un ensayo sobre el nuevo cine argentino, Santiago Arcos, Buenos Aires, 2006, p. 178.
[4] Aquí parafraseo el argumento sobre la «mirada etongráfica» en el nuevo cine argentino que Joanna Page sostiene en Crisis and Capitalism in Contemporary Argentine Cinema (Duke University Press, Durham [Carolina del Norte], 2009).
[5] Antes de la crisis de 2001, algunas compañías productoras argentinas, como Pol-Ka and Patagonik, lanzaron éxitos de taquilla como Comodines (Jorge Nisco, 1997) y La furia (Juan B. Stagnaro, 1997), muy a menudo spin-offs de series de televisión. Aunque la inestabilidad financiera detuvo la producción de superproducciones de acción, se hicieron aún algunas películas de género éxitosas, como la comedia Nueve reinas (Fabián Bielinsky, 2000) o el melodrama El hijo de la novia (Juan José Campanella, 2001), durante el apogeo del Nuevo Cine Argentino.
[6] Ver Florencia Garramuño, Mundos en común: Ensayos sobre la inespecificidad en el arte, Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2015.
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